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Medio siglo de la caminata cerebral

Hace cinco décadas, la audiencia estaba dispuesta a escuchar los sonidos alternativos que no difundían los medios establecidos de la comunicación. Entre esas novedades estaba “Caminata cerebral”, del grupo Love Army. Y es que, como apunta aquí Víctor Roura, los discos de rock, frágiles y descompuestos, desarticulados y sin imaginación, sirvieron, después de todo, como reforzamiento cultural de la concebible autarquía de la juventud setentera. Gustaban las grabaciones no por excelentes sino por diferentes, lo cual implicaba ya un grado de libertad individual


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Hace ya 50 años, exactamente en 1971, un grupo denominado Love Army, originario de la bajacaliforniana Tijuana, que poco antes se hacía llamar, simplemente, Tijuana Five, grabó unas cuantas piezas para conformar, dicen, un elepé, que jamás circuló en el mercado discográfico, pero a cambio sí obtuvo un espacio su sencillo “Caminata cerebral” que era, es, un insólito alegato contra la corrupción en los circuitos de la política nacional.

La pieza encontró acomodo, de inmediato, en una sola estación radiofónica pero obtuvo del público una respuesta inesperada: la canción se convirtió rápidamente en una especie de culto apropiado para las masas que se resistían, en ese entonces, a la absorción de la industria musical. Hace cinco décadas, la audiencia estaba dispuesta a escuchar los sonidos alternativos que no difundían los medios establecidos de la comunicación, al grado de que las incipientes disqueras, distanciadas de los grandes éxitos comerciales, se abocaron a grabar todas aquellas propuestas que, desde su propia intencionalidad, no serían programables en los diales por carecer de melcocha pop y de ciertas normas mercantilistas.

Pero había, ciertamente, todo un mercado subterráneo, por llamarlo de algún modo, a la espera de estas grabaciones “contraculturales”.

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La pequeña compañía Cisne Raff, ubicada cerca de Félix Cuevas e Insurgentes en la Ciudad de México, aceptó la intromisión a su estudio de diversos grupos roqueros, algunos verdaderamente rupestres y defectuosamente inventivos; pero corrió con suerte porque, en aquella época, cuando los calores y los humores buscaban una real independencia de los asuntos oficiales, todo lo que no proviniera de las entidades institucionales era, de muchos modos, muy bien recibido.

A tres años de la represión del 68 y a unos cuantos meses del brutal acoso a los maestros en ese mismo 1971, las industrias independientes (en Estados Unidos eran conocidas como las indies, que producían mucha mejor música que los emporios discográficos lucrativamente ya establecidos) buscaban abrirse paso en el nuevo mercado de los gustos autónomos y las ideas no complacientes. Los roqueros, distanciados de cualquier ideología (la suya era carecer precisamente de ideología), aprovechaban la coyuntura para colarse en las tiendas de la moda no oficialista. Ignorantes del marxismo y de los modelos de la democracia teórica, los roqueros mexicanos sólo se rebelaban, como autómatas, acaso como personajes inofensivos de Aldous Huxley, contra el sistema porque sí (un resaltado grafiti de aquella época exhibía, a las claras, la ingenua rebeldía, inocente osadía, roquera: “Estamos contra el sistema… solar”), porque hacer lo contrario del riguroso establishment tampoco los despojaría de pertenecer a familias conservadoras, nice, fresas o tradicionalistas.

Rebelarse por rebelarse no los convertiría, automáticamente, en próceres de la rebeldía si ni siquiera sabían expresar en una canción lo que realmente les incomodaba de los manejos musicales.

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A principios de los setenta, la música popular presentaba un caleidoscopio más intenso, que no sólo incluía el cartabón totémico de las composiciones radiales sino su abanico cubría desde el folclorismo hasta el rock más desnaturalizado, pasando por el vanguardismo experimental y el tropicalismo más desenfadado (en ese momento quizá músicos como Mario Lavista o Julio Estrada, sin querer, representaban la vanguardia musical del país, como más adelante lo fuera Horacio Franco con sus flautas empoderadas). A los roqueros les tocaba jugar —tal como lo hacen ahora con la diferencia de que antiguamente era en un plano inconsciente— el papel de la rebeldía impostada. En los pasillos de Cisne Raff, por ejemplo, emergieron los chamacos del Three Souls in my Mind del cual Alejandro Lora, con los años, destacaría principalmente: de ahí su sólida apariencia impugnadora, que no es sino la representación dramatizada de una inofensiva e ingenua sublevación.

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Los discos de rock, frágiles y descompuestos, desarticulados y sin imaginación, sirvieron, después de todo, como reforzamiento cultural de la concebible autarquía de la juventud setentera. Gustaban las grabaciones no por excelentes sino por diferentes, lo cual implicaba ya un grado de libertad individual: no era lo mismo, en absoluto, adquirir un disco de una mercancía con los cánones armados previsiblemente por la industria musical —donde participaban, o participan, acatadores disciplinados de los señalamientos establecidos del departamento correspondiente de la producción artística, regidora del marketing comercial— que conseguir una grabación heterodoxa, cuya fabricación se antojaba, aunque deformada y con visibles imperfecciones, orgullosamente autónoma.

Los mismos directivos de esa compañía independiente no soportaban sus propios discos de rock, pero, insertos al fin en el negocio de la música, sabían que, en ese preciso momento, eran la única grabadora en México que cumplía con una labor de cultura opcional. Las otras, también menores como las nacientes Fotón, Pueblo o Nueva Cultura Latinoamericana, estaban entregadas —para no continuar apoyando, acotaban sus dueños, el imperialismo estadounidense— a la grabación de la música folclórica y el nuevo canto.

Dichos géneros, el rock y la nueva canción, se oponían entre sí: sus hacedores los consideraban de sangre distinta, con aportaciones en sentido inverso, irreconciliables en sus proyectos íntimos.

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Los roqueros, así, se hallaron solos en la ruta con unos receptores deseosos de escucharlos, de calibrar sus creatividades, de sopesar sus conocimientos musicales; pero sólo encontraron inocuidades, bárbaras ociosidades, sonidos que provenían de gente sin talento ni personalidad. Los roqueros del periodo intermedio (1968-1975), influidos enormemente por sus colegas anglosajones, se desfiguraron con prontitud al exponer sus dizque monumentales composiciones que no eran sino ocurrentes mediocridades o, de plano, reproducciones de destrezas importadas. Con todo, salieron algunas sorprendentes novedades, como ciertas irreverencias de Lora, dos canciones de Peace and Love, sugerencias motivacionales de La Revolución de Emiliano Zapata, los asomos imbricados de Toncho Pilatos, la coherencia sonora de los jaliscienses Spiders y, sí, el desenfado de Alberto Isiordia, mejor conocido como el Pájaro Alberto, vocalista de Love Army, que en vivo sonaba las más de las veces con impecable estruendo: “Sindicatos y patrones me han bajado la moral. Si me dejo, los calzones también me van a bajar. Sí, porque la justicia toma tiempo. Y yo no puedo esperar. Prefiero en mi cerebro caminar”.

Bastó que una vez algún locutor valeroso de la radiofonía lo programara para que el disco sencillo se agotara en el mercado. Su éxito fue inmediato. Pero el 11 de septiembre de ese 1971, con la realización del Festival de Avándaro, que marcara al unísono el inicio y el final de la cultura del rock en México, también rubricó la dilución definitiva de este breve movimiento. El gobierno prohibió esta música y los roqueros fueron perseguidos brutalmente. A Love Army su disquera lo obligó a cantar en inglés su pieza “Caminata cerebral”. Se dijo con insistencia en el medio, aunque no hay ningún documento que pueda probarlo (como en todo acto oficial), que autoridades de Gobernación se apersonaron en las disqueras para destruir todo indicio —cintas, videos, fotografías, discos— del Festival de Avándaro: el rock o se afiliaba a las ordenanzas del comercio o era inexistente en la sociedad.

Y como sus músicos eran tan endebles y tan elásticamente ideologizados, por carecer justamente de ideologías, que cedieron, más temprano que tarde, a los reglamentos del pop.

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Ahora que, por fin, puedo hallar la canción “Caminata cerebral” en un compacto (Historia del rock mexicano, Volumen uno, Sol & Deneb Records, editado hace dos décadas, en 2001), me percato, ruborizado, de su pésima conceptualización musical, de su frágil estructura compositiva, de su ingenua postura política, de su atroz afinación vocal, y no puedo sino sonreír ante aquella candorosa disposición auditiva de los melómanos que mirábamos en la heterodoxia, aun con sus deficiencias y anomalías, un símbolo afortunado de lo contestatario social.

Lo mejor del rock mexicano probablemente lo hallamos construido en inglés, así de disímbola y contranatura es la esencia nacional, por lo menos en este género de la música.

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