Relatario

El almanaque fallido

Fue un suceso único, extraordinario. Una vez —narra aquí el protagonista de este relato— no viví la Navidad porque en mi calendario decembrino desapareció el 24…


Una vez no viví la Navidad porque en mi calendario decembrino desapareció el 24. Yo tengo en mi casa, que es la suya, un almanaque al cual le desprendo cotidianamente las hojas. Unos cuantos días antes de la Nochebuena hice algunas compras para la gente que quiero. Detallitos. El jueves 23 me acosté a dormir muy tarde porque en mi trabajo hubo un prolongado brindis. Cuando desperté, con el buen ánimo que siempre me ha provocado la Navidad, me di un frío regaderazo para eliminar la resaca nocturna, y me dirigí al calendario, que es el que rige mi destino. Al arrancar la hoja correspondiente al día 23, el siguiente folio indicaba el sábado 25. Al principio creí que se trataba de un error de imprenta, una errata monumental, un descuido imperdonable, pero el llamado telefónico de mi hermano Willebaldo me despejó la duda: con profundo encono, que rozaba los aires de la tristeza, reclamaba mi ausencia en la cena familiar. “Te estuvimos esperando en vano”, dijo; pero su pesar me enmudeció. En mis manos tenía la hoja del 23, aún. No supe qué decirle. Cuando dijo que pasaría a la casa para darme un abrazo, le dije, trastabillando las palabras, que en mi calendario, simplemente, se había difuminado el viernes 24. “También anoche hicimos algunos actos de magia”; acotó Willebaldo con ironía. No me creyó. “¡En mis manos tengo todavía las hojas del calendario fallido!”, grité. No me creyó. Dijo, para despedirse, que pasaría más tarde a visitarme. Apenas colgó el teléfono, marqué el número de mi amigo el bongosero angelical. Me contestó, somnoliento. Me hizo ver que se había acostado en la madrugada. En la Nochebuena se había bebido, mínimo, veinte rones. “Por cierto —dijo—, hablé con tus padres anoche para desearles una bonita Navidad y me dijeron que te estaban esperando, que extrañamente no habías llegado. Era pasada la medianoche, ya”. Colgué, nuevamente enmudecido. Fui a mirar de cerca el calendario. En mis manos, efectivamente, tenía la hoja del jueves 23 y en el almanaque estaba, exhibida con luminosidad, la hoja correspondiente al sábado 25. ¿Dónde diablos estaba el viernes 24? Sonó el teléfono. Era la belleza. Con acento de reproche indeciso, dijo que estuvo esperando toooooda la noche mi llamado inútilmente… “¿Cómo pudiste olvidarte de mí?”, dijo en un llanto quedito. Contesté que en mi vida, aunque no lo creyera, sencillamente no había existido tal fecha. “Cómo no, y ahora resulta que la Luna es una invención de la NASA, ¿no?”, dijo con picardía, pero yo no andaba en mordacidades. El asunto se estaba extralimitando. “¡En mi calendario no existió la Navidad!”, dije, apesadumbrado. Oí cómo aumentaba considerablemente su llanto. Colgó sin despedirse. Me derrumbé en el sillón. Ahí estaban los regalos, que fueron a dar en el suelo. Me llevé las manos a la cabeza con el afán de buscarle un grado de comprensión al insólito caso. En mis manos tenía, aún, la hoja del día 23. ¿Dónde diablos había quedado el día 24? Sonó el teléfono. Era mi madre. Llamaba preocupada para saber si me encontraba bien. “Es la primera vez que no te veo en la Navidad”, dijo. Había aflicción en su voz. Pregunté por mi padre. Estaba bien, con fortuna. “Madre —le dije—, no lo vas a creer pero en mi calendario se esfumó el viernes 24”. Hizo de cuenta que no había oído tal sandez y me indicó que había guardado mi ración de los divinos macarrones que prepara cada Nochebuena. Dije que pasaría a visitarlos más tarde. Colgué. Fui a la cocina. Me serví un cargado vodka, para abolir mi confusión, para brindar, aunque tardíamente, por la inexistente Navidad en mi vida.

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