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Los clowns

Publicado en 2003 por la editorial Alba, El cuerpo poético / Una pedagogía de la creación teatral, de Jacques Lecoq, se ha vuelto un libro esencial en el aprendizaje teatral. Apuntan los editores en la contraportada: desde que en 1956 Jacques Lecoq, una de las grandes personalidades de la pedagogía teatral del siglo XX, fundara en París su Escuela Internacional de Teatro, su forma de enfocar el juego de la actuación no ha dejado de expandirse hasta llegar a impregnar todo el discurso y la práctica teatral contemporánea. Animado por el mismo espíritu que Stanislavski, Vajtángov, Michael Chejov, o Meierhold, su propia experiencia como actor y director ha llevado a Lecoq a reformular principios, investigar procesos y revelar nuevos aspectos de la relación dinámica del actor, el cuerpo y el espacio. Sólo tras cuarenta años de labor docente, en 1996, Lecoq se decidió a escribir la historia y las conclusiones de su proceso de investigación teatral. El cuerpo poético es el único texto publicado sobre la teoría y la práctica de la pedagogía teatral de este excepcional maestro. Reproducimos estos fragmentos extraídos de este libro, a manera de homenaje por el centenario natal del maestro…


Buscar el propio clown

Los clowns aparecieron en la Escuela en los años sesenta, cuando yo me estaba interrogando sobre las relaciones entre la comedia del arte y los clowns de circo. El principal descubrimiento surgió en respuesta a una pregunta muy simple: el clown hace reír, ¿pero cómo? Un día pedí a los alumnos que se pusieran en círculo —reminiscencia de la pista circense— y que nos hicieran reír. Uno tras otro, lo fueron intentando con payasadas, piruetas, juegos de palabras a cuál más fantasioso. ¡Todo inútil! El resultado fue catastrófico. Teníamos la garganta oprimida, una sensación de angustia en el pecho, todo aquello se estaba volviendo trágico. Cuando se dieron cuenta del fracaso, pararon la improvisación y se volvieron a sus sitios para sentarse, despechados, avergonzados, incómodos. Fue entonces, al verlos en aquel estado de abatimiento, cuando todo el mundo se echó a reír, no del personaje que pretendían presentarnos, sino de la persona misma, puesta así al desnudo. ¡Lo habíamos encontrado! El clown no existe por separado del actor que lo interpreta.

Todos somos clowns, todos nos creemos guapos, inteligentes y fuertes, aunque, en realidad, cada uno tenemos nuestras debilidades, nuestro lado ridículo, que, cuando se manifiestan hacen reír. En el curso de las primeras experiencias, observé que algunos alumnos, cuyas piernas eran tan delgadas que no se atrevían a enseñarlas, encontraban en el clown una posibilidad de exhibir su delgadez y de jugar con ella, para mayor placer de los espectadores. Por fin podían existir, con toda libertad, tal como eran y hacer reír. El descubrimiento de que una debilidad personal puede transformarse en fuerza teatral, fue de la mayor trascendencia para la puesta a punto de un acercamiento personalizado de los clowns a la búsqueda «de su propio clown», que se ha convertido en un principio fundamental.

Las referencias al circo, inevitable desde el momento en que se evoca el clown, me queda ya muy lejana. En mi infancia había visto, en el circo Medrano de Montmartre, a los Fratellini, a Grock y al trío formado por Carioli, Portos y Carletos pero en la Escuela no hemos buscado este tipo de clown. Aparte de la dimensión cómica, no teníamos ninguna referencia de estilo o de forma y los alumnos no conocían a estos clowns. Por lo tanto abordaban la búsqueda de manera muy libre y fue Pierre Byland, alumno de la Escuela antes de enseñar en ella, quien nos aportó la famosa nariz roja, la máscara más pequeña del mundo, que iba a permitir que emergieran la ingenuidad y la fragilidad del individuo.

“La búsqueda del propio clown es, en primer lugar, la búsqueda del lado irrisorio de uno mismo. A diferencia de la comedia del arte, el actor no tiene que entrar en un personaje preestablecido (Arlequín, Pantalon…), sino que debe descubrir en sí mismo la parte clownesca que lo habita. Cuanto menos se defienda, cuanto menos trate de interpretar un personaje, cuanto más se deje sorprender el actor por sus propias debilidades, con más fuerza aparecerá su clown.

[…]

No es posible enumerar los temas de trabajo de los clowns: para ellos la vida entera es un tema clownesco. Cuando el actor entra en escena llevando su pequeña nariz roja, su rostro manifiesta un estado de indefensa disponibilidad. Cree que es recibido con toda la simpatía del público (del mundo), y se sorprende por el silencio con que lo acogen, cuando él se tenía por una persona importante. Su desconsolada reacción provoca risitas entre el público. El clown, hipersensible a los demás, reacciona entonces a todo lo que le llega, oscilando así entre una sonrisa simpática y una expresión triste. En este primer contacto, es importante que el pedagogo observe si el actor no anticipa las intenciones, si está siempre en estado de reacción y de sorpresa, sin que su interpretación esté «conducida» (nosotros decimos «telefoneada»), reaccionando antes de que haya tenido un motivo para hacerlo.

El clown es el que «acepta el fracaso», el que malogra su número y, con ello, coloca al espectador en un estado de superioridad. A través de ese fracaso, el clown revela su profunda naturaleza humana que nos emociona y nos hace reír. Pero no basta con fracasar en cualquier cosa, además es necesario fracasar en aquello que se sabe hacer, es decir en una proeza. Pido a cada alumno que haga algo que sólo él, en toda la clase, sepa hacer: abrirse de piernas totalmente, doblarse los dedos hacia atrás, silbar de una determina da manera. El virtuosismo de la acción importa poco, la proeza sólo es tal cuando el alumno es el único que puede hacerla. El trabajo clownesco consiste en poner en relación la proeza y el «fracaso».

[…]

No se juega a ser clown, uno lo es, cuando su naturaleza profunda se manifiesta junto a los miedos primigenios de la infancia. A diferencia de otros personajes teatrales, el clown tiene un contacto directo e inmediato con el público, sólo puede vivir con y bajo la mirada de los demás. No se «hace el clown» ante un público, se actúa con él. Un clown que entra en escena se pone en contacto con todas las personas que constituyen el público, y las reacciones de éste influyen en el juego interpretativo de aquél. Este ejercicio es importante para el actor que está formándose, que siente ahí una relación muy fuerte y viva con el público. Si el clown no tuviera en cuenta las reacciones del público, se acomodaría en su «fracaso» y terminaría siendo un caso de psicología clínica. Un día pedí a Raymond Devos que viniera, como algo excepcional, a dar una clase sobre el clown. Era capaz de improvisar, de manera magistral, a partir de la pata de una silla puesta sobre su pie. La más mínima reacción, un gesto, una risa, una palabra venida del público, le proporcionaba un punto de partida para la actuación. ¡Un recuerdo impresionante de un gran clown!

Paralelamente, buscamos en el cuerpo las formas de andar «ocultas». Observando la forma de andar natural de cada uno, descubrimos sus elementos característicos (un brazo que se balancea más que el otro, un pie que se desvía hacia dentro, un vientre ligeramente prominente, una cabeza inclinada hacia un lado) que vamos exagerando progresivamente hasta alcanzar una transposición personal. Busco con los alumnos la manera de andar propia de su clown, al igual que Groucho Marx, Charlot o Jacques Tati tenían la suya tan característica. Que nunca, en un clown, es resultado de una composición exterior, sino siempre del desarrollo extremado y meticuloso de una manera de andar personal.

Al mismo tiempo realizamos un trabajo técnico sobre los gestos prohibidos que el actor no ha podido expresar nunca en su vida social. «¡Anda bien!», «¡Ponte derecho!», «¡Deja de rascarte la cabeza!» y otras tantas frases por el estilo son ordenes conminatorias que hacen que ciertos gestos se queden en el fondo del cuerpo del niño sin que puedan ser expresados nunca. Este trabajo, muy psicológico, da al actor la máxima libertad de juego interpretativo. Es útil que los alumnos conozcan esta experiencia de libertad, que se encuentren sin defensas ante lo que yo llamo: el clown primigenio.

Las referencias del circo reaparecen cuando abordamos el fenómeno del trío. Los clowns de circo suelen ser tres: el clown blanco, el Augusto y el segundo Augusto. Toda situación clownesca impone una jerarquía entre los clowns. Esto es evidente en el célebre trío de los hermanos Marx, pero también en todos los dúos: Arlequín y Brighella, Laurel y Hardy… Uno de ellos está siempre de apoyo del otro. En el teatro me parece preferible el dúo, así como también es deseable en un proceso pedagógico, para permitir a cada clown situarse en función del otro.

[…]

Cuando comencé este trabajo, pensaba que los clowns serían un período de transición momentáneo, una etapa de búsqueda —dentro de una pedagogía en evolución— propia de una época determinada. Hoy día compruebo que los alumnos siguen reclamando este trabajo, que consideran uno de los momentos álgidos del viaje pedagógico de la Escuela. Sin duda los clowns abordan una dimensión psicológica y teatral muy profunda. Han llegado a tener la misma importancia que la máscara neutra, pero en el sentido contrario. Mientras que la máscara neutra es un elemento colectivo, un denominador común que todos pueden compartir, el clown pone de relieve la singularidad de cada individuo. Desengaña de toda pretensión de superioridad de unos sobre otros. Paradójicamente, nos encontramos en el extremo opuesto del planteamiento pedagógico puesto en práctica durante toda la enseñanza. Durante meses he estado pidiendo a los alumnos que observaran el mundo y que lo dejaran reflejarse en ellos. Con el clown, les pido que sean ellos mismos lo más profundamente posible, y que observen el efecto que producen sobre el mundo, es decir, en el público. Ahora viven la experiencia, cara a cara con el público, de la libertad y la autenticidad.

El clown no tiene necesidad de conflictos: está en conflicto permanentemente, sobre todo consigo mismo. Este fenómeno exige una gran atención del pedagogo, durante esta transición psicológica difícil para los actores, a fin de rehuir toda interpretación seudopsicoanalítica. Hay que evitar que los alumnos se dejen atrapar en el juego de su propio clown, ya que es el territorio dramático que más cerca sitúa al actor de su propia persona. En realidad, el clown no debe ser nunca dañino para el actor. El público no se burla directamente de él, sino que se siente superior y se ríe, lo cual es algo totalmente diferente. Además, el actor está enmascarado, protegido en parte por la pequeña nariz roja. Pero, sobre todo, este trabajo llega después de dos años de Escuela, cuando los alumnos ya están habituados a implicarse en la interpretación, a conocerse y a mostrarse. Lo que por ahora no es el caso en los innumerables cursillos de clown anunciados aquí y allá, que no pueden ofrecer más que un acercamiento superficial y simplificador de un trabajo que necesita todas las fases precedentes.

Deliberadamente, propongo este trabajo al final del recorrido, porque el clown requiere una intensa experiencia personal por parte del actor. En la tradición del circo, los clowns son interpretados generalmente por los artistas más viejos. Los jóvenes se dedican a lo heroico (a la cuerda floja, al trapecio, al equilibrismo…), y los viejos, que ya no son capaces de esas cosas, se convierten en clowns, en la expresión de una madurez. ¡De una sabiduría!

*Fragmentos extraídos del libro El cuerpo poético (Alba, 2003), de Jacques Lecoq.

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