ArtículosSociedad y Política

Crítica al discurso de la “nueva normalidad”

El presente texto tiene como objetivo contribuir a la reflexión crítica sobre el proceso de desconfinamiento que se lleva a cabo en México y en varias regiones del mundo después de la primera oleada pandémica del coronavirus.


     Introducción

El presente texto tiene como objetivo contribuir a la reflexión crítica sobre el proceso de desconfinamiento que se lleva a cabo en nuestro país y en varias regiones del mundo después de la primera oleada pandémica de la covid-19. Su propósito no es cuestionar la lucha efectiva que se ha desplegado ejemplarmente, en casi todas las regiones del planeta, contra esa enfermedad, sino reflexionar sobre el escenario derivado hacia el futuro, que ha dado en llamarse equívocamente “nueva normalidad”. Como se verá mientras se vaya leyendo el escrito, el punto fundamental del análisis crítico es la denuncia de dicho concepto como uno que carga con una perspectiva profundamente conservadora y coercitiva, que choca con cualquier intento progresista por transformar la realidad en un sentido emancipador y democrático. No es que ello sea producto de una política conservadora per se, como no lo es en el caso de México, sino que la realidad misma y su dinámica apremiante ha orillado a los diversos gobiernos del mundo (independientemente de su orientación política) a adoptar irreflexivamente dicho discurso, sin considerar las consecuencias que puede acarrear. La intención, pues, de las siguientes líneas es la de contribuir a una modificación de la perspectiva futura y de incidir, en la medida de sus posibilidades, en la corrección de las políticas públicas para la defensa de una democracia con justicia social. Que así sea.

1. Dos perspectivas de derecha

Hay dos respuestas extremas que, en el tiempo transcurrido durante la presente pandemia, se han ido configurando en las distintas sociedades del orbe: la que, en su afán por reabrir inmediatamente las actividades económicas, muestra una absoluta indiferencia por el número de contagios y muertes ocasionadas por la transmisión de la covid-19, y aquélla que, aterrada por los efectos de la enfermedad, exige más medidas de control, aislamiento, cierres masivos de actividades y negocios, mayor control y disciplina en la vida cotidiana, así como un cambio inusitado en la convivencia mundial de “alcances civilizatorios”. Ambas medidas representan, a pesar de sus diferencias, dos posiciones conservadoras y de derecha que deben ser igualmente examinadas, criticadas y rechazadas.

La primera es expresión de un profundo desprecio por la vida humana, sustentado en el interés exclusivo por continuar con la marcha de la actividad económica generadora de ganancias, independientemente del costo en vidas que ello pueda significar. Es, en pocas palabras, la manifestación de la lógica fría y despiadada del capital, propia de la extrema derecha, a la cual lo único que le interesa es acumular beneficios en pos del enriquecimiento personal de unos cuantos. Su formulación (alentada por gobernantes impresentables como Trump, Boris Johnson o Bolsonaro) implica una posición realmente antiética que debe ser rechazada por todos sin el menor miramiento.

La segunda posición, en cambio, se presenta como una actitud realmente preocupada por lo que sucede, interesada en atajar la transmisión del virus, aunque ello signifique limitar severamente las libertades colectivas y alterar las condiciones de trabajo y existencia del conjunto de la sociedad. Por esta razón, es más difícil comprender su talante ultraconservador.

No cabe duda de que, al comienzo de la pandemia, con toda la carga de desconocimiento y las limitaciones propias para enfrentar una situación inédita, fue necesario e indispensable asumir una actitud de información y disciplina frente a las recomendaciones del Estado, con la finalidad de evitar la expansión acelerada de la enfermedad. Eso no ha variado hasta el momento. Pero mientras más información tenemos y más podemos distinguir entre los mitos histéricos, difundidos sin medida por las redes sociales, y la realidad, más sabemos acerca de la dinámica de la pandemia y de los efectos mortales que conlleva. Sabemos, por ejemplo, que en términos de mortalidad, alrededor del 75% de los decesos relacionados con la covid-19 tiene que ver con la preexistencia de otras enfermedades crónico-degenerativas (hipertensión, obesidad, diabetes, efectos del tabaquismo, etc.); que la tasa de mortalidad en niños y adolescente es menor al 1%, y que su nivel de contagios es muy bajo; que, como lo ha señalado y explicado repetidamente el Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell, el uso de cubrebocas y mascarillas protectoras tiene una función muy limitada y no es capaz de contener la transmisión de un virus microscópico (lo cual no ha podido rebatir ni siquiera el premio Nobel Mario Molina, cuyo estudio internacional publicado en la revista PNAS quedó desacreditado por varios profesores de Stanford, los cuales pidieron su retiro inmediato por fallas en la metodología); que existe un desarrollo de más de 140 vacunas a nivel mundial, y que varias de ellas han pasado exitosamente la Fase II y comenzado con buenos augurios la Fase III (la última en el proceso de su desarrollo).

No obstante, mientras más cosas sabemos de la enfermedad, de sus efectos y de su posible curación, esta segunda posición de la que estamos hablando exige más medidas de protección, más restricción de la movilidad, mayor confinamiento, menos libertades en todos los ámbitos. No sólo eso, mientras más pasa el tiempo, más configura lo que se ha dado en llamar la “nueva normalidad”, que si bien tiene un sentido específico (que intentaremos aclarar más adelante) para el discurso oficial del Estado y sus medidas de protección y contención, debe ser analizado “con pinzas” por cualquier sujeto con mínima capacidad crítica y sensibilidad social. Si no se lleva a cabo una reflexión profunda sobre este concepto, introducido como si nada en el lenguaje del gobierno y los medios cuando comenzó el llamado proceso de “desconfinamiento”, y no se promueve una modificación en nuestra perspectiva de futuro, las consecuencias sociales pueden ser nefastas.

2. ¿Qué significa, en realidad, la “nueva normalidad?

¿Qué es lo normal en la sociedad? En nuestra visión idealizada y sumamente ideologizada de la vida cotidiana, correspondiente al horizonte citadino, clasemediero y propio de la fantasía de los medios masivos de comunicación, lo normal es la realización plena y sin obstáculos de nuestras actividades necesarias (laborales y no laborales), y el goce de nuestro tiempo libre en actividades de cultura, recreación y esparcimiento. Esto es, una ficción vargasllosiana y krauziana de la realidad, que quizá corresponda a un grupo limitado de la sociedad, pero ciertamente no a su conjunto. Lo normal en la sociedad mexicana (que es desde donde hablamos), para la mayoría de la población (tras décadas y décadas de abandono económico, a pesar de los esfuerzos recientes de la 4T), es la pobreza, el desempleo, la informalidad, la sobreexplotación, la violencia en todos los terrenos (familiar, de género, en las calles), el abuso de autoridad, la corrupción, la contaminación, la enfermedad, etc. En pocas palabras, como lo definía Walter Benjamin: el estado de excepción al que estamos acostumbrados desde que nacimos. (¿Alguien recuerda que la noticia más impactante, antes de que iniciara la pandemia, fue la del secuestro, tortura, violación y asesinato de la pequeña Fátima en la Ciudad de México?).

¿Es esa normalidad la que se va a alterar con la llamada “nueva normalidad? Lamentablemente, no. De hecho, lo que se avecina, por los sacrificios económicos derivados del confinamiento, es una crisis económica mayúscula que derivará en peores niveles de pobreza (y de desempleo, informalidad, sobreexplotación, violencia, etc.). Y ni siquiera un gobierno de izquierda podrá detener eso, a pesar de los esfuerzos auténticos de la 4T por evitarlo.

Entonces, ¿a qué se refiere el término “nueva normalidad” derivado de la contingencia sanitaria? Evidentemente, el Estado emplea dicho término para tratar de prevenir la respuesta psicológica de indignación frente a lo que asumimos ideológicamente como nuestra normalidad. Es decir, a quien se apela cuando se habla de “nueva normalidad” es a nuestra representación idealizada de la realidad, desde la cual concebimos el despliegue de la vida (laboral y no laboral) como la realización efectiva de nuestra libertad, que ahora deberá verse limitada. Lo que se nos dice, así, con el empleo de ese eufemismo, es que si bien no podremos regresar, en el futuro inmediato, al pleno goce de nuestras libertades, podremos recuperarlas por lo menos parcialmente, con limitaciones. Así se nos tranquiliza. No obstante, en verdad, la “nueva normalidad” no puede ser otra cosa más que la misma normalidad violenta (o estado de excepción, según Benjamin), potenciada por la crisis económica, a la que, por si fuera poco, habrá que sumarle ahora la restricción de los limitados espacios de movilidad y libertad que teníamos anteriormente como sociedad. Eso es, sin eufemismos, la “nueva normalidad”: un estado de excepción potenciado.

Por eso resulta inconcebible que un periódico de izquierda como La Jornada publique en una editorial reciente (6/07/2020) que ante la posibilidad de que una vacuna efectiva tarde años, sino es que décadas, en llegar y mostrar su efectividad, lo mejor será “hacerse a la idea y empezar a construir, no el retorno a la normalidad previa a la pandemia, sino una normalidad realmente nueva”. E incluso se atreve a señalar que, a partir de ahora, y sin límite de tiempo, habrá que pensar en limitar actos colectivos como mítines políticos, conciertos de rock, etc. Esto es, aceptar eliminar de nuestra vida (y de la de futuras generaciones) logros históricos de organización y cultura que tardaron décadas en ser reconocidos y permitidos por el poder estatal.

Obra de the rebel bear. / Imagen de Instagram (@the.rebel.bear).

Para decirlo aún más claro (y sin desconocer que se trata de los efectos de una contingencia sanitaria): las restricciones a nuestra movilidad, tránsito, convivencia, organización, esparcimiento e, incluso indumentaria (el uso obligatorio de cubrebocas, guantes, máscaras de plástico, etc.) son limitaciones de las garantías individuales que reconoce nuestra constitución. Nótese, no se dice suspensiones, porque nadie ha hecho tal declaratoria, sino sólo limitaciones. Ciertamente, hemos aceptado todo esto con miras a la superación de la pandemia. Pero que se empiece a proyectar hacia el futuro, incluso con perspectiva de décadas, el mantenimiento de un estado de excepción potenciado con el argumento de que el virus no desaparecerá nunca, resulta una derivación política perversa que, desde cualquier punto de vista, es simplemente inaceptable. Antes de atreverse a pensar algo semejante, es necesario reflexionar en las consecuencias de los cambios y limitaciones que nos hemos visto obligados a admitir, pensando que se trataba de sacrificios pasajeros.

3. Efectos de la nueva normalidad

Digámoslo con claridad: el resultado más perverso de toda la pandemia y de la respuesta mundial que se le ha dado es la igualación de contacto y convivencia social con contagio y enfermedad. Esta sencilla ecuación, si no se le sitúa contextualmente, puede tener consecuencias desastrosas.

En un primer momento, cuando se dijo que era necesario mantener un distanciamiento social con la finalidad de evitar el crecimiento exponencial de los contagios, se hizo evidente para todos que, por un periodo pasajero, la solidaridad social y el respeto hacia los demás debía expresarse en forma de una separación física. Eso, como lo explicaron varios, era expresión de un compromiso ético con la sociedad, y podía aceptarse como resultado momentáneo, pero inevitable, del curso de la pandemia.

Pero cuando ese efecto indeseable y doloroso se convirtió de pronto en la base de la construcción de la llamada “nueva normalidad” (que como hemos visto, mienta la construcción de un estado alargado de sitio, más o menos agudo según el país en cuestión), se empezó a volver evidente que, más allá de las ideologías específicas de los gobernantes de cada nación, se estaba haciendo uso, a nivel mundial, de un instrumento para atacar y subordinar la base misma de toda posibilidad de convivencia y transformación de la realidad.

Para recordar a los clásicos, Marx decía que la primera fuerza productiva de la humanidad era la fuerza productiva del trabajo social, esto es, la capacidad humana de cooperación. No hay proyecto futuro que no pase por el proceso de cooperación social, y no sólo en su correlato digital, como se nos quiere imponer ahora en todos los ámbitos, sino como expresión directa de la relación social de los seres humanos y su capacidad para generar lazos duraderos y efectivos. La lógica del capital es la de la escisión, la de la separación y el aislamiento con la finalidad de evitar cualquier oposición a su dinámica expoliadora. Es la lógica exacerbada de la propiedad privada, que es justo la que en este momento, a través del pánico, se está imponiendo. Sauve qui peut! ¡Sálvese quien pueda!

Pensemos, por un momento, en las consecuencias duraderas que esto puede tener en algunos ámbitos centrales. Pensemos, primero, en el ámbito laboral.

Imaginemos a un obrero que llega a su fábrica a trabajar. Se trata de un espacio cerrado, que, muchas veces, por el funcionamiento de la maquinaria y la aglomeración de personas y cosas, así como la falta de ventilación adecuada, implica un clima caluroso, sino es que muchas veces agobiante, asfixiante, donde se realizan tareas repetitivas. A eso hay que sumarle ahora el uso de guantes, cubrebocas, máscaras de plástico, separación social y limitación en la comunicación y en la poca convivencia que pudiera haber habido. Significa, también, si existe la necesidad de organizarse contra alguna injusticia, la condena a priori de la movilización política, porque eso puede traducirse en más contagios. Es lo mismo que sucedió con las recientes protestas antirracistas en Estados Unidos a raíz del asesinato de George Floyd a manos de la policía. Se les acusó de promover la ruptura del distanciamiento social y, como consecuencia, de propagar el contagio del virus. Un nuevo argumento contra la movilización y la organización política: es médicamente indeseable.

¿Y qué pasa con la educación? Tal vez no exista ningún sector que vaya a ser más perjudicado por el virus que el de la educación. Y en todos los niveles. Paradójicamente, como ya se señaló más arriba, los niños y los adolescentes son los que menos se contagian, menos contagian a otros y menos mueren. La proporción en la que todo ello sucede es estadísticamente insignificante. Pero son y serán los más perjudicados. Porque, según el argumento de las ultraconservadoras organizaciones de padres de familia (¿o acaso ya olvidamos, tan pronto, que dichas agrupaciones son de extrema derecha?), “no hay nada tan importante como los niños”. Los niños son tan importantes que es mejor sacrificar su vida concreta, el disfrute y la afirmación creativa de su existencia, con tal de que no se contagien. Que mueran psicológicamente para que sigan viviendo.

De nuevo, no idealicemos la realidad. Por más buenas intenciones de los gobiernos, tal como sigue funcionando el sistema educativo básico en nuestro país (y en gran parte del mundo), se trata de un mediocre sistema de formación acompañado por fuertes medidas de represión y disciplina. No es fácil, sobre todo para los adolescentes de nivel secundaria, cursar los años correspondientes a ese periodo de formación académica. Todo el mundo que haya pasado por esa etapa sabe que los niveles de autoritarismo y represión son elevados. Súmesele ahora un mayor esfuerzo disciplinario para controlar la indumentaria, para evitar las charlas, los contactos, la interacción colectiva, para limitar los periodos de descanso y recreo, para vigilar a cada paso la distancia, etc. ¿Se entiende el estrés, el grado de angustia y frustración que ello implicará para los muchachos, de extenderse y potenciarse esa actitud de control y vigilancia por años?

¿Y qué sucede con las universidades? Que se están dando los pasos en la dirección correcta para acabar con la educación presencial (tal como lo llegó a denunciar Ilán  Semo en un artículo de hace un par de meses: “El estudiantado, ¿protocolo de una agonía?”, La Jornada, 30/05/2020). Nadie duda de los aportes de las tecnologías digitales contemporáneas para expandir el potencial educativo de la sociedad, sobre todo en un momento de crisis. Son y serán, desde ahora, herramientas fundamentales para apoyar los procesos educativos a nivel mundial. Pero siempre y cuando no se les confunda. Son herramientas de apoyo, pero no pueden sustituir la educación presencial. Sólo una mente obtusa (propia, lamentablemente, de gran parte de la burocracia universitaria) podría reducir el esfuerzo educativo universitario (y de cualquier nivel) a un proceso vertical de transmisión directa de contenidos del profesor al alumno. Esa abstracción, esa reducción del concepto de educación a una simple transmisión de conocimientos, hace posible imaginar que un día, en el futuro, se llegue a injertar un chip en la cabeza de cada persona para proporcionarle los conocimientos que requiera (según el individuo que se lo coloque) y ahorrar mucho tiempo y dinero.

No, esa concepción es inaceptable. La vivencia directa en una universidad y el proceso educativo que implica es mucho más que eso: es cuestionar, discutir, criticar e interpelar directamente al profesor y a los otros estudiantes; es conocer compañeros y amigos, compartir ideas y experiencias; es visitar bibliotecas y archivos e investigar; es asistir a conferencias, congresos nacionales e internacionales, a películas, a obras de teatro, a conciertos y a todo tipo de eventos culturales; es hacer deporte; es organizarse políticamente para cambiar aquello que es injusto y puede mejorarse; es crear una cultura de la convivencia y del compromiso con la sociedad y el mundo; es enamorarse y festejar y también divertirse; es afirmar la existencia de la juventud en su integralidad, más allá de los conocimientos inmediatos. Eso es lo que se está proponiendo sacrificar por mucho tiempo a causa una enfermedad (como si no hubieran existido nunca antes).

Igualmente, de seguir, sin detenerse un momento a reflexionar, con todas las medidas de control, contención y vigilancia derivadas de la pandemia, la vida cultural del país y del mundo quedará severamente dañada. Imposible imaginar el goce pleno de eventos y espectáculos masivos en estas circunstancias. (Por poner un ejemplo histórico: en el año en el que se celebró el festival de Woodstock, 1969, el mundo vivía la expansión de una pandemia, la llamada gripe de Hong Kong, iniciada en 1968, que en año y medio mató a más de 1 millón de personas. En las circunstancias actuales y con la mentalidad contemporánea, ese festival nunca se hubiera realizado, y el confinamiento alargado hubiera impedido incluso el surgimiento del movimiento estudiantil de 1968).

Hay, por supuesto, un miedo racional a lo desconocido e incontrolable. Nadie puede negarlo y oponerse a la acción de los gobiernos y las sociedades en su conjunto. Pero que ese miedo se convierta en la guía práctica del futuro a mediano y  largo plazo, es algo que anuncia la construcción paulatina de un estado de control y vigilancia cada vez más grande y desmedido. Nadie de izquierda dudaba de ello cuando, bajo el argumento del terror político después del 11 de septiembre de 2001, George W. Bush firmó la Patriot Act que conculcaba una serie de derechos políticos y humanos a los ciudadanos estadounidenses (y de otras naciones). No, el miedo ahora es más grande, y por eso se colabora, incluso con gusto, en el fortalecimiento de las medidas de control, represión y vigilancia.

Obra de Maupal. / Imagen de su página web oficial.

4. El miedo y sus consecuencias políticas

Imaginemos ahora que en lugar de hacerse un conteo cotidiano de los contagios mundiales y de las muertes por covid-19 se hiciera un recuento de muertos provocados por la contaminación ambiental. El número de fallecimientos por esta causa, según datos de la propia OMS, se eleva anualmente a 7 millones de personas. Imaginemos además que cada día se nos dijera en una conferencia de prensa: “hoy murieron 15 mil personas a causa de la contaminación y es probable que mañana el número aumente a 20 mil”. Si se hiciera diariamente, la gente dejaría de salir de su casa, se mudaría de las ciudades y exigiría la creación de tecnologías para purificar el ambiente doméstico. Si se fuera consecuente con lo que hemos visto, se tendría que prohibir el uso total de automóviles hasta que hubiera una tecnología que eliminara de manera absoluta la contaminación generada por los vehículos de combustión interna; se tendría que detener el funcionamiento de las fábricas y eliminar la venta de productos que contribuyen a mermar la pureza del aire que respiramos; etc. Pero nadie hace eso. Nadie si quiera se lo imagina, a pesar de la gravedad de la contaminación ambiental y de sus consecuencias mortales mayúsculas (mucho mayores que las de la covid-19).

(Por cierto, las gripes estacionales de tipo A y B enferman anualmente alrededor de 3 y 5 millones de personas, de las cuales llegan a fallecer entre 290 mil y 650 mil ―datos oficiales de la OMS. ¡Y ello a pesar de que existe la vacuna contra la influenza y se aplica mundialmente a gran parte de la población! ¿Alguna vez se detuvo completamente el mundo por esta razón?).

De nuevo, nadie niega los efectos mortales de la covid-19 (una tasa de mortalidad mundial de alrededor de 3.5%), pero el miedo que se ha desatado a raíz de su aparición no tiene parangón en la historia. Lo diferente de esta pandemia, en comparación con otras, no es la elevada tasa de mortalidad (que, en realidad, es media), ni la tasa de contagio ni el número de muertes que ha habido, sino la reacción inédita que se ha generado para contenerla. Esta reacción, potenciada al extremo por la función coordinada de los medios masivos de comunicación a escala internacional y las incontables fake news que abundan en las redes sociales, ha creado un ambiente tal de terror que lo que antes era inimaginable (cierre masivo de fábricas, comercios, escuelas, espacios culturales, etc.) se ha hecho posible, y ahora se piensa, incluso, en prolongar indeterminadamente esta situación, o restaurarla por medio de mecanismos igualmente inéditos de control y disciplina sanitaria, hasta que prácticamente no haya ningún rebrote ni ningún muerto por esa causa, una esperanza que, como lo hemos señalado para el caso de la influenza y las gripes estacionales, es simplemente infundada.

El terror es tan grande, acompañado de cerca de una reacción inédita de los Estados a nivel mundial, que se afirma que las cosas ya no volverán a ser nunca iguales, algo que ni siquiera logró el paso de la influenza española, la cual mató entre 25 y 50 millones de personas entre 1918 y 1919. ¿Por qué, si se anuncia el desarrollo de más de una centena de vacunas, varias de las cuales están dando resultados positivos desde ahora, se dice que probablemente tardarán mucho en ser efectivas, y el virus seguirá incontrolado por un tiempo prolongado, tal vez años o décadas? ¿Por qué seguir provocando terror cuando la pandemia se ha ido controlando en varias zonas y hay esperanza de desarrollo de tratamientos y vacunas? ¿Cuándo se había visto una respuesta tan exagerada, de parte de los Estados, hacia el futuro?

El miedo desatado impide pensar. Es la pasión fundamental, como lo proponía Hobbes, para lograr el sometimiento de las personas y justificar cualquier forma de dominio. La lucha contra la enfermedad ha sido tenaz y ejemplar en casi todas las regiones del planeta. De eso no cabe duda. Pero una vez controlados los brotes, y habiéndose desarrollado en un futuro no muy lejano (según la información de la que se dispone) vacunas y tratamientos, no habría por qué pensar en cancelar el porvenir o someterlo a una dinámica de disciplina, control y vigilancia constante, como si nunca en la historia hubiera habido pandemias y nunca hubiera continuado habiendo muertes anualmente por enfermedades infecciones que, lamentablemente, incluso con vacunas y tratamientos, no han dejado de causar estragos en los sectores más vulnerable de la población. El discurso de la “nueva normalidad” no debe imponerse hacia el futuro como norma. Y si lo hiciera, habría que luchar contra él.

5. Crítica al discurso de la “nueva normalidad”. Propuestas

La expresión “nueva normalidad”, que comenzó a emplearse en los países que se adentraron en el proceso de desconfinamiento después de superar la primera oleada de la pandemia, fue adoptada por las autoridades de nuestra nación sin detenerse a reflexionar sobre su significado profundo. Su idea central, como hemos insistido, es acostumbrar a la población mundial a una vida cotidiana de restricciones, limitaciones de las garantías individuales y lejanía o disminución severa del contacto social. Todo bajo el argumento de la salud y la prevención de nuevos brotes de covid-19. El motivo principal de su formulación es contener a la población para que ésta no regrese a comportamientos anteriores a la pandemia.

El problema central de este discurso es que, por la misma indeterminación de la duración que plantea y por el miedo en el que está fundado (un miedo a que sigan existiendo contagios y muertes por covid-19, lo cual, lamentablemente, como sucede con todas las enfermedades contagiosas, seguirá habiendo aun con vacuna), amenaza con eternizarse. Esto significa eternizar la cancelación de varios derechos irrenunciables, contemplados en las distintas constituciones de los países democráticos, que no fueron fruto de una concesión graciosa del sistema, sino resultado de luchas históricas, a los que, por lo mismo, no se puede renunciar de ninguna manera a mediano y largo plazo. En este sentido, sin desconocer la necesidad de fomentar una actitud responsable de la población, la perspectiva y el sentido del discurso deben modificarse radicalmente.

La lógica no puede ser la de la contención o la prohibición. Esto lo ha entendido muy bien el presidente López Obrador, quien no se ha cansado de señalar que muy pronto debemos perder el miedo a salir a la calle y recuperar nuestras libertades. Pero el hecho de que la dirección del combate a la pandemia sea llevada a cabo por médicos y de que las propuestas de futuro sigan siendo definidas y establecidas por médicos, ha opacado su intención. No se trata, por supuesto, de denunciar fallas en la forma en la que se ha llevado a cabo el combate a la pandemia. Al contrario, ésta ha sido exitosa desde muchos puntos de vista. De lo que se trata es de señalar que la dirección médica no puede instaurarse, ni hoy ni nunca, como la norma de definición del rumbo futuro de una sociedad. Expliquemos mejor este punto.

A pesar de la crítica constante e indetenible de la derecha, la intervención del subsecretario López-Gatell en el combate a la pandemia ha sido, sin duda, exitosa. Su objetivo explícito fue, desde el comienzo, lograr aplanar la curva de contagios para impedir que se tomara desprevenido al frágil sistema de salud de nuestro país (tan golpeado durante décadas por las políticas neoliberales) y se rebasara la capacidad hospitalaria para atender a los distintos pacientes. Y lo logró. Nunca dijo que se evitarían las elevadas muertes que tristemente se han registrado, en gran medida por los graves problemas de salud que enfrenta la población mexicana en su conjunto (diabetes, hipertensión, obesidad, tabaquismo, etc.) y por el tamaño geográfico y demográfico del país. Su liderazgo ha sido esencial en esta ardua contingencia sanitaria y hay que seguirlo tomando en cuenta hasta que se logre domar la pandemia.

Mural de Henrique EDMX Montanari. /Imagen de Instagram (@edmx).

Pero su visión es la de un médico. Su perspectiva no puede ser otra que la de impedir hasta el último esfuerzo que se expandan los contagios y lograr, finalmente, que se elimine plenamente la enfermedad o, por lo menos, que se la reduzca a una expresión mínima. Por ello, él habla incluso de años para superar esta contingencia. Pero esa no puede ser la visión del líder político y social. No podemos proponernos sacrificar por un periodo indeterminado nuestras garantías individuales hasta que lo decida unilateralmente la perspectiva médica. Ningún país puede ser gobernado ni dirigido por un grupo determinado de especialistas, sean éstos economistas, abogados, ingenieros o médicos. Ninguna tecnocracia puede sustituir la necesidad de una visión política y social (humanista) integral, que vaya más allá de las necesidades específicas de una situación emergente.

Para decirlo claramente: si bien es necesario seguir las pautas generales de desconfinamiento para evitar el rebrote descontrolado de la enfermedad, no debemos adaptarnos a la llamada “nueva normalidad” ni aceptarla como regla futura inmodificable. No se trata, ni mucho menos, de un llamado a la insubordinación, sino del reconocimiento de un principio moral e, incluso, psicológico indeclinable: no podemos adecuarnos a una norma que restrinja indefinidamente nuestras libertades y el derecho básico (humano) a la convivencia social. Sería aceptar vivir, a partir de ahora, en una prisión. Somos seres sociales y eso no es negociable.

Acostumbrarse y adaptarse indefinidamente a la “nueva normalidad” sería aceptar ser, desde ahora, esclavos voluntarios de la enfermedad; sería aceptar como norma de vida la privación, la vigilancia y el control; sería, en fin, acceder a sacrificar nuestra vida y la de nuestros hijos con el objetivo de nunca enfermarnos de un virus. Sería permitir que la covid-19 acabe con nosotros sin siquiera habernos matado.

El discurso, pues, debe ser otro. Y esto debemos exigirlo social y políticamente. Sin ir más lejos, pensemos en tres principios:

1. A la inversa del llamado a aceptar y adaptarse a la “nueva normalidad”, la línea política debe insistir en la recuperación paulatina y responsable de la convivencia social en todos los ámbitos. No se trata sólo de la formulación de un discurso más optimista (que es importante en este momento, por el grado de angustia, estrés y crisis económica de la población), sino de cambiar el objetivo del desconfinamiento: en lugar de controlar y vigilar, el propósito último de este proceso es recuperar la convivencia social y las libertades ganadas (entre tanta miseria, violencia y explotación), que se cedieron momentáneamente por la contingencia sanitaria. El objetivo es restablecer lo ya ganado para seguir avanzando en el proceso de transformación del país. Esto debe ser paulatino, ciertamente, pero debe tener un fin visualizado: cuando se controle la pandemia y, posteriormente, se consiga la vacuna y se logre aplicar masivamente, no valen ya los argumentos de control: todos las restricciones a la convivencia social, educativa y cultural del país deben ser inmediatamente eliminadas.

2. No se debe aceptar, tampoco, por lo mencionado más arriba, el regreso a la vieja normalidad en su sentido de desempleo, violencia, explotación, pobreza, etc. El proyecto de la 4T debe profundizarse para cambiar las viejas condiciones de vida, que son la norma para la mayoría de la población. La vieja normalidad no debe ser sustituida por una nueva, más restrictiva y severa, sino que debe ser subvertida política y económicamente para lograr un mayor bienestar de la población en su conjunto.

3. Las libertades ganadas no sólo no deben ser restringidas y opacadas a mediano y largo plazo, sino que se deben terminar ampliando, incluyendo la consideración de la libertad de elegir sobre nuestro rumbo económico, apartado de los intereses de grupos monopólicos que poco o nada piensan en el bienestar de la mayoría.

El centro de todo esto es la recuperación de la vida social y las libertades políticas, sociales y culturales que históricamente hemos conquistado como nación. Es indispensable, para lograr los cambios anhelados, que comprendamos la importancia de este principio. Depende de nosotros salir adelante y recuperar los valores y las vivencias que consideramos indeclinables. Con todo respeto para el que piense diferente, es necesario que muy pronto nos quitemos el cubrebocas mental que nos impide reflexionar a profundidad la situación presente y las perspectivas futuras. Como dice el presidente López Obrador: es necesario perder el miedo. Está en nuestras manos. Si en el futuro nos lamentamos por la pérdida de libertades que creíamos irrenunciables, habremos sido nosotros los responsables. La recuperación de nuestra vida social comienza hoy.

Twitter: @CarlosHF78.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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One Comment

  1. Muy buen artículo. Parece crítica al guion de una novela negra.

    Lo cierto es que nadie sabe qué sucederá. Covid-19 puede irse como vino y nunca volver. Puede mutar discretamente y causar brotes estacionales como el virus de la influenza. Pero también puede exhibir mutaciones drásticas y causar otra pandemia en el futuro, igual o más severa que la de 2020. Las excusas detrás de medidas sobre la nueva normalidad son nada más eso… excusas. ¿Qué quieren?

    Arrancarnos libertades en todo ámbito y esclavizarnos como hembras mahometanas, amenazadas con ficciones nihilistas de falsos profetas.

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