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La persistencia amorosa de Maira

Nació en octubre de 1948 y falleció hace exactamente cinco años, en diciembre de 2016. Aunque abordó con gran capacidad y calidad diversos géneros —publicó más de cincuenta libros entre novela, ensayo, literatura infantil, poesía, crónica y cuento—, fue en este último en donde Guillermo Samperio se labró un reconocimiento unánime como uno de los mejores cuentistas mexicanos, e hispanos, de las últimas décadas. Hernán Lara Zavala ha señalado que los cuentos de Samperio pueden ser breves o extensos, realistas o fantásticos, paródicos o dramáticos, pero en todos priva una manera inimitable de percibir el mundo. A un lustro de su ausencia, Víctor Roura aquí lo recuerda…


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Se fue de este mundo el 14 de diciembre de 2016, a los 68 años de edad, después de haber publicado poco más de medio centenar de libros entre narrativa y poesía, el primero de los cuales lo dio a conocer el Instituto Politécnico Nacional en 1974 cuando el autor contaba con 26 años: Cuando el tacto toma la palabra, que acreditara a Guillermo Samperio (Ciudad de México, 1948-2016), de golpe, como un cuentista destacado.

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No sé por qué hay mujeres que, aun sin amar ya al hombre que en un principio habían elegido, continúan con la idea de que, a pesar de las evidencias de la clara escisión, ese amor —ya mortecino, ya agonizante— puede todavía revivir en cualquier momento. Y, contra todo pronóstico, se empecinan en ello. No ven más allá del espejismo que se han garabateado en la cabeza. Sucede una y otra vez, por desgracia.

Le ocurrió, digamos, a Maira, una de las 22 damas en igual número de relatos que Guillermo Samperio incluye en su libro La mujer de la gabardina roja (Páginas de Espuma, Madrid, 2002), que presenta un elocuente y acalorado abanico femenino. “Hacía mucho que no fumaba —narra Samperio—. Salió del edificio, directo a la tabaquería. Le temblaban las manos. Tabaco negro. Yendo por la calle, encendió el primer cigarrillo. Sin filtro, chaparros y gorditos. A punto del llanto. Un cristal líquido en los ojos. Era una de las tardes más frías de la temporada. Pero no debía llorar. El coraje vibraba en sus párpados. En la barbilla. En los músculos de las piernas. Le empañaba la visión del mundo. No derramaría ninguna lágrima. Detenidas en el borde de la mirada, como si viera la calle a través de un vidrio esmerilado. Los edificios eran más viejos en su gris oscuro percudido. La herrería desalmada. Personas que venían de frente no ponían atención en Maira”.

Ella no miraba a nadie. Prácticamente, no iba mirando. “Hacía mucho que no fumaba. Caray. Por ahora no importaba. Cigarro tras cigarro. Debía dejar transcurrir el tiempo. Y mucho más. Aguantar los primeros momentos. La primera noche. Algunos días. Después, quizá todo se iría acomodando. Trataba de consolarse. Principalmente eso la disgustaba. Tener que aguantarse. Imposibilitada de rechazar el deseo. El asunto estaba podrido. Y, sin embargo, la atraía”.

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Maira tenía que impedirse el llanto, “andar velozmente con sus menudos pasos. Extraviarse por la ciudad. Dejarse acoger por ella, aun el tiempo terrible. Con la gabardina roja abierta. Como brotando de una arquitectura en escombros”.

Maira estaba hundida, pero tenía que continuar. Entonces, en su paso trastabillante, recordó a Gregorio, el primogénito de su madre, su medio hermano, “más obeso que robusto”, el rival de su padrastro, es decir el padre de Maira. Su madre se había casado dos veces y dos veces había enviudado. El primero, un pianista al que habían atropellado a la vuelta del salón de ensayos. El segundo, el padre de Maira, un ingeniero mecánico que murió electrocutado en su negocio (“una cuestión de principiantes: piso húmedo y demasiados voltios”).

Maira, no obstante, tardó en reconocer la patanería de Gregorio, precisa Samperio. Cuando el hijo mayor se independizó, se llevó consigo a Maira: “Era indudable que su medio hermano la protegería contra cualquier ataque, real o imaginario. En sus tristezas y nostalgias. En la ausencia honda que le había heredado el ingeniero. Mientras se hacía joven, vivía como embrujada. Luego, bajo un temor bastante claro. Alguna vez lo comentó con Bernarda, cuando empezaron a ser amigas”.

Lo que nunca le dijo fue que, en sus borracheras, “Gregorio iba a metérsele en la cama. Que le daba tristeza pensar en eso. Que aunque se había negado, finalmente había cedido. Alguna noche. No dijo que, después, para justificar el encuentro, hacían la escena del forcejeo. Alentadora, prometedora, distorsionante. Que se negaba de manera rotunda, actuando la gestualidad de la sorpresa. El espanto y no lo creo posible en ti. La doblegaba, se dejaba doblegar. La ataba con el cinturón a la cabecera. Incluso le cuereaba el pubis y el trasero. A la pequeña Maira. Así eran las posesiones. Un fingimiento que los disculpaba. Y les permitía un placer exacerbado”.

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Sólo cuando conoció a Patricio, Maira pudo librarse “de aquella locura”. Patricio, “tan grande, tan callado, hombre trabajador”. Y las lágrimas, no queriendo llorar, volvieron a salir de los ojos de Maira. “No lloraría. Se terminó su express. Encendió otro cigarro. Aventó el humo hacia la nube. Se acodó, viendo sin ver. Una señora de unos cuarenta años. Desde ese día viviría sola. Aunque le resultara pavoroso. No quería problemas. No deseaba ya exponerse a otro hombre. Aunque ahora la agarrara ese miedo antiguo. La angustia que exhalaba con el humo. Las cosas tomarían otro orden, de otra forma”.

Tal vez ahora mismo Patricio “se fuera al carajo, para siempre. Seguramente ya habría terminado de recoger sus cosas. Ella se quedaría en el café hasta que cerraran, hasta que la nube se fuera disipando, hasta que el espejo se tragara al mundo entero”.

Con Patricio, Maira encegueció. Ese hombre grande la trataba como le daba la gana, y la mujer obedecía al pie de la letra todos y cada uno de sus caprichos sexuales. No importaban los pleitos, las rabietas, las discusiones, los celos: “Entonces, mayor violencia en la cama. Los encabronamientos por cualquier vuelo de la mosca”. Pero un día antes de que Maira se encontrara tomando café y fumando como desesperada, las cosas habían tomado un rumbo inesperado. Patricio la dejó atada a la cabecera, en uno de esos cruciales instantes de pasión arrebatada, y se comenzó a vestir. “Patricio, quítame esto. Se siguió vistiendo. Por favor. Patricio terminaba de atarse el segundo zapato. Desátame, con un carajo. Se puso su chamarra de camuflaje. Se acercó a la grabadora. La encendió. Le dio la espalda a Maira. Allí te dejo tu pinche música. Y salió de la pieza mayor. Patricio, con un carajo. Salió del departamento. En las escaleras, alcanzó a escuchar algunos insultos”.

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Después, el silencio.

“Empezaron a pasar las horas. Al principio, no lo podía creer. Las horas frías y terribles de la madrugada. Se me fue entumiendo el cuerpo, poseída de una gran vergüenza, un coraje absoluto. Fue amaneciendo. Y el terror a estar así más tiempo. Creí que me volvería loca, que me quería matar. A mi vez, pensé en distintas formas de matarlo. Lloré intermitentemente. Grité en distintos momentos. Y nadie vino”.

Patricio no regresó sino hasta el día siguiente, pasada la tarde. “Pero traía su cara de niño mal portado. Primero —dice Maira—, esperé a que se me pasara la sensación. Me di un baño para que se me desentumieran los tobillos y las muñecas. Salí y metí la mano al ropero. Patricio estaba en la cama, dándome la espalda. Me puse lo que encontré. Fui a la cocina, me guardé la caja de cerillos. Tomé una escoba, regresé ante Patricio y se la quebré en la cabeza”.

Maira lo insultó hasta el cansancio, el hombre sólo se cubría la cara, no decía nada. Ella le pidió que se fuera de la casa y salió a la calle, Maira, con unas ganas inmensas de fumar.

Hasta ahí finaliza su relato Samperio. No sabemos qué ocurrió con Maira, ni con Patricio.

Pero el amor es inexplicable, más aún el de una mujer.

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