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“Nada dura, ni siquiera la muerte”

En este 2021 se cumplen 150 años del nacimiento de Marcel Proust, uno de los escritores fundamentales del siglo XX y cuya influencia llega aún hoy a autores, estilos y corrientes diversos. Y con mucha razón: su obra maestra, la novela En busca del tiempo perdido, compuesta de siete partes publicadas entre 1913 y 1927, constituye una de las cimas de la literatura universal, y sigue teniendo una enorme influencia tanto en el campo de la literatura como en el de la filosofía y la teoría del arte. Víctor Roura recuerda aquí al novelista, ensayista y crítico francés…


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Hace siglo y medio, el 10 de julio de 1871, nacía Marcel Proust en Francia falleciendo 51 años después en París, centenario mortuorio que se conmemorará el siguiente año el 18 de noviembre.

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Dice Peter Quennell que, en abril de 1912, cuando Marcel Proust estaba ya “muy lanzado en busca del tiempo perdido, aunque ningún tomo de esa obra inmensa se había publicado, los hortelanos de Rueil, un pueblecito cercano a París, quedaron asombrados al ver pararse un taxi, del que salió un hombre delgado, cetrino, desmelenado, que llevaba un abrigo forrado en pieles sobre una camisa de dormir. Era una tarde fría, lluviosa; se habló de llamar a la policía… el pasajero y el conductor tenían un parecido alarmante con un par de los notorios bandidos motorizados de la época. Pero una vez que el extraño pasajero hubo mirado larga y fijamente a las filas de los manzanos florecientes que se veían al otro lado de un campo fangoso, subió a su asiento y el taxi se alejó”. Proust había llegado hasta allí “para documentarse para su último capítulo y había captado la impresión exacta que necesitaba: ‘Hasta donde la vista alcanzaba (los árboles) estaban en plena floración, escandalosamente lujuriantes, vistiendo trajes de gala y con los pies en el fango’. Y ahora podía volver a su casa para acostarse”.

Quennell considera a Proust, más que un cronista, un artista visionario: “El mundo que impuso a sus lectores fue el que llevaba dentro de sí: el de un niño enfermo, demasiado sensible, a la vez muy consentido y maravillosamente dotado, que rompe sus juguetes en cuanto ya no le son útiles o han dejado de complacer su fantasía”.

El mismo Proust parece confirmar esta teoría, ya que en uno de sus cuadernos íntimos escribió: “Tengo la clara visión de la vida hasta el horizonte; pero solamente lo que está más allá es lo que me interesa describir”. Crónicas (Negocios Editoriales, Buenos Aires, 1997) reúne algunos de sus textos periodísticos entre 1882 y 1921 en diversas publicaciones, principalmente en Le Fígaro. El hermano de Marcel, Robert, fue el encargado de seleccionar el material. Son nada más 27 breves textos divididos en cuatro capítulos: los salones burgueses en París, países y meditaciones, notas y recuerdos y crítica literaria. Ya resalta, por supuesto, su aguda mirada, la que se concretaría posteriormente en sus hermosos libros, incluyendo al primero, el casi desconocido Los placeres y los días (1896), que VerdeHalago y la UNAM Azcapotzalco coeditaron en 2001 en una impecable traducción de Pilar Ortiz Lovillo, y en el cual Anatole France dice, en el prólogo, que Proust “se complace igualmente en describirnos el esplendor desolado del sol poniente y las vanidades agitadas de un alma esnob. Es excelente al relatar los dolores elegantes, los sufrimientos artificiales, que igualan por lo menos en crueldad a los que la naturaleza nos da con una prodigalidad maternal. Confieso que esos sentimientos inventados, esos dolores encontrados por el genio humano, esos dolores fingidos me parecen infinitamente interesantes y preciosos, y le debo a Marcel Proust el haber estudiado y descrito algunos especímenes selectos”.

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Unas cuantas líneas prefiguran su hondo perfil literario:

1. “Los grandes artistas nunca son iguales dos días seguidos. Mucho mejor, pues la irregularidad suele ser uno de los signos del genio” (de Crónicas).

2. “Como los amantes cuando comienzan a amar, como los poetas cuando cantan, los enfermos se sienten más cerca de su alma. La vida es cosa dura que aprieta su cerco, eternamente nos hace daño al alma” (de Los placeres y los días).

3. “Y pasa así con muchos enfermos a quienes se recomienda silencio; pero su pensamiento les hace ruido. Se enfermaba tanto por cuidarse que tal vez hubiera sido mejor que se decidiese a estar sana” (de Crónicas).

4. “Ningún ser viviente, por muy grande o muy querido que sea, debe ser honrado sino después de muerto” (de Los placeres...).

5. “Nada dura, ni siquiera la muerte” (de Crónicas).

6. “La primera necesidad de hacer confidencias nació de las primeras decepciones de su sensualidad tan naturalmente como nacen por lo común las primeras satisfacciones del amor” (de Los placeres…).

7. “Hubiera podido convertirse en el más poderoso de los enemigos; pero como era el mejor de los hombres, sólo fue el más moderado, el más justo, el más humano, el más amable de los adversarios. Son las costumbres y no las opiniones, las que hacen las virtudes” (de Crónicas).

8. “Cuando se deja de amar, se prefiere a la gente bondadosa” (de Los placeres…).

9. “Luego volvía a los espinillos, como se vuelve frente a las obras maestras, a las que se cree ver mejor cuando se ha dejado de verlas por un momento” (de Crónicas).

10. “Un ambiente elegante es aquel en que la opinión de cada quien está formada con la opinión de los demás. ¿Y si es una opinión contraria a la de los demás? Entonces es un ambiente literario” (de Los placeres).

11. “En todos los momentos de la vida, nuestra atención está mucho más fijada sobre lo que deseamos que sobre lo que realmente vemos” (de Crónicas).

12. “Para el que ama, ¿acaso no es la ausencia la más cierta, la más eficaz, la más viva, la más indestructible, la más fiel de las presencias?” (de Los placeres…).

13. “No, no por más que se diga, no podemos representarnos a la Democracia como a una persona que posee el privilegio de la elegancia. La encaramos, más bien, como una grave matrona, bastante bien vestida, si lo está sólidamente y con abrigo, y quebrando con una violencia estúpida los frascos de perfume y los potes de cosméticos sobre el altar de la austeridad y el trabajo” (de Crónicas).

14. “El más humillante sufrimiento es sentir que ya no se sufre” (de Los placeres…).

15. “Los magistrados, los médicos, los administradores, la gente de sociedad no son los únicos incompetentes en materia poética. También se puede ser un gran orador, un gran historiador, un gran autor dramático, se puede ser hasta un intelectual y un erudito y no amar realmente la poesía” (de Crónicas).

16. “Las obras de Shakespeare son más hermosas vistas desde el cuarto de trabajo que representadas en el teatro. Los poetas que crearon a las enamoradas imperecederas con frecuencia no conocieron más que a mediocres sirvientas de albergues, mientras que los voluptuosos más envidiados no saben concebir en absoluto la vida que llevan, o más bien que los lleva” (de Los placeres…).

17. “Hasta el amor platónico tiene sus saturaciones” (de Los placeres…).

18. “Algunos hombres no sienten la fuerza de desear lo que saben que no es deseable. Esta disposición melancólica se acrecienta y se justifica singularmente en el amor” (de Los placeres…).

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Proust sabía de las honduras, pero también de las superficialidades del alma. Por eso las describía con sabiduría. “¿Por qué viajas tan seguido? Los carruajes te llevan muy despacio allí donde tu sueño te llevaría con rapidez —le dice Proust a Oliviano—. Para estar a la orilla del mar no tienes más que cerrar los ojos. Deja que los que no tienen más que los ojos del cuerpo vayan a instalarse con todo su séquito a Puzol o a Nápoles. ¿Dices que quieres terminar un libro? ¿Dónde trabajarías mejor que en la ciudad? Entre sus muros puedes hacer desfilar los más amplios decorados que te plazcan; así evitarás más fácilmente que en Puzol los desayunos de la princesa de Bérgamo y estarás menos tentado a pasear sin hacer nada. Sobre todo, ¿para qué esforzarte en querer gozar el presente y llorar por no lograrlo? Hombre de imaginación, sólo puedes gozar por la añoranza o por la espera; es decir, por el pasado o por el porvenir. Por eso, Oliviano, estás descontento de tu amante, de tus vacaciones y de ti mismo. La razón de esos males quizás ya la descubriste; pero, entonces, ¿por qué te recreas en ella en lugar de tratar de remediarla? Es que eres un miserable, Oliviano. Todavía no eres un hombre y ya eres un hombre de letras”.

Desde siempre, los asuntos de la [falsa] intelectualidad han acosado al hombre. Incluso, por su primer libro, Los placeres y los días, Proust sintió en carne viva la envidia de la cúpula crítica, esta vez en un comentario despectivo y pérfido de un tal Jean Lorrain, a quien Proust, ofendido, retó a un desafío público. Ya en sus artículos periodísticos (algunos de ellos reunidos en el volumen póstumo Crónicas), el novelista se había referido a estas crueldades de los reseñistas, teniendo en la mira, principalmente, al entonces famoso Sainte Beuve, crítico connotado de la época a quien era obligado leer. No tuvo piedad con el reconocido crítico, habría que decir. Intocado como era Sainte Beuve, al buen Marcel Proust le valió un comino su mitificación. “Yo me he permitido —escribió en una crónica de 1920—, más que ninguno, verdaderas parrandas con la deliciosa mala música que es el lenguaje coloquial, perlado, de Sainte Beuve, ¿pero alguno faltó tanto alguna vez a su oficio de guía como él? La mayor parte de sus ‘Lunes’ está consagrada a autores de cuarto orden y cuando tiene que hablar de alguno, primerísimo, de un Flaubert o de un Baudelaire, rescata inmediatamente los parcos elogios que les dedica dejando traslucir que se trata de una nota de complacencia y que el autor es un amigo personal”.

Sin embargo, equivocarse no es nada más cuestión de mediocridades. Dice Proust que, sin duda, “está permitido equivocarse y el valor objetivo de nuestros juicios artísticos no tiene demasiada importancia: Flaubert desconoció cruelmente a Stendhal y a este mismo le parecían horribles las más bellas iglesias románicas y se burlaba de Balzac. Pero el error es más grave en Sainte Beuve porque no deja de repetir que es fácil acertar con un juicio exacto sobre Virgilio o La Bruyére, autores desde hace tiempo reconocidos y clasificados, pero que lo difícil, la función propia del crítico, consiste en ubicar donde corresponde a los autores contemporáneos. Él mismo, hay que confesarlo, no lo hizo una sola vez y es lo que basta para quitarle el título de guía”.

Lo que dice Proust es severamente cierto, pues es más sencillo “criticar” a quienes ya están aposentados en las cúpulas que a los que aún buscan un lugar en las mismas. Por ejemplo, Sainte Beuve recurría a los clásicos lugares comunes para apreciar a los autores consagrados y denostaba, las más de las veces, a los que comenzaban a recorrer la ruta literaria sin saber cómo evaluarlos. “El peligro de los artículos como el de Sainte Beuve —apuntaba Proust en un artículo de 1921, hace exactamente un siglo— es que cuando una George Sand o un Fromentin tienen rasgos semejantes, se vea uno tentado de encontrarlos ‘dignos de Virgilio’, lo que significa nada, absolutamente. En la misma forma se dice hoy de escritores que sólo emplean el vocabulario de Voltaire: ‘Escribe tan bien como Voltaire’. No, para escribir tan bien como Voltaire habría que empezar por escribir de otra manera”.

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Este asunto de la perfección escritural y de la alharaca literaria, Proust lo acentuaba ocasionalmente con subrayado deleite en su prosa. Ahí está el caso de Oliviano (“todavía no eres un hombre y ya eres un hombre de letras”) y lo enfatiza en su relato intitulado “Las añoranzas, ensueños color de tiempo”, incluido en su primer libro (Los placeres y los días, publicado en 1896), donde acota que “la ambición embriaga más que la gloria; el deseo florece, la posesión marchita todas las cosas; es mejor soñar la vida que vivirla, aunque vivirla sea también soñarla, pero menos misteriosamente y a la vez menos claramente en un sueño oscuro y pesado, semejante al sueño difuso en la débil conciencia de los animales que rumian”.

Y nos cuenta un emotivo relato: un niño de diez años, “de salud endeble y de imaginación precoz”, había “puesto en una niña mayor que él un amor puramente cerebral. Permanecía durante horas en su ventana para verla pasar, lloraba si no la veía, lloraba más aún cuando la había visto. Pasaba muy raros y breves momentos con ella. Dejó de dormir, de comer”. Una tarde habló, por fin, largamente con ella, y la niña fue sumamente amable con él. “Entonces se supo que el niño había renunciado a los días insípidos que le quedaban por vivir, después de aquel embeleso que tal vez nunca tendría la oportunidad de repetir”. De las frecuentes confidencias que hiciera a uno de sus amigos, “se dedujo que sentía una decepción cada vez que veía a la soberana de sus sueños; pero en cuanto ella se alejaba, su fecunda imaginación devolvía todo su poder a la pequeña ausente, y recomenzaba su deseo de verla. Cada vez, intentaba atribuir a la imperfección de las circunstancias la razón accidental de su decepción. Después de aquella entrevista suprema en la que, con su fantasía ya hábil, había conducido a su amiga hasta la más alta perfección de que su naturaleza era capaz, comparado con desesperación esta perfección imperfecta con la abstracta perfección en la que él vivía, en la que él moría, se arrojó por la ventana. Luego, por la caída, se volvió idiota, vivió mucho tiempo conservando de aquella caída el olvido de su alma, de su pensamiento, de la palabra de su amiga con la que se encontraba sin verla. La muchacha, a pesar de las súplicas y de las amenazas, se casó con él y murió muchos años después sin haber logrado que la reconociera”.

La vida, dice Proust, es como esta niña: la soñamos y la amamos por soñarla. “No hay que intentar vivirla: se arroja uno, como el muchacho, en la estupidez, no de golpe, porque todo en la vida se degrada por matices insensibles; al cabo de diez años no reconocemos nuestros sueños, renegamos de ellos, se vive como un buey, para la hierba que podemos pacer en el momento. ¿Y quién sabe si de nuestras nupcias con la muerte podrá nacer nuestra consciente inmortalidad?”

La vida es sueño, y hay quienes todavía, ingratos, pretenden despertarnos a punta de somnolientas realidades…

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