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Aforismos para el pasado mañana / V y VI (final)

Carlos Herrera de la Fuente concluye, con esta entrega, su serie de largo aliento sobre la pandémica realidad planetaria. “Quien haya leído estos aforismos y reflexiones desde el inicio, sabrá de antemano lo que se piensa sobre el supuesto fin de la pandemia: la pandemia nunca terminará, nunca concluirá, en gran medida, porque nunca comenzó, porque no hay una fecha fija y determinada a la cual vincular, de una vez por todas, su origen”.


A mí me pertenece apenas el pasado mañana
Friedrich Nietzsche

V. Psicología, puritanismo, economía y dialéctica

19. De la enfermedad y su sentido. “El mundo está enfermo”, se dice. Y la frase es cierta, completamente cierta, sólo que la enfermedad del mundo no es ni física, ni biológica ni sanitaria. Ni siquiera psicológica, si se entiende por ello el resultado catastrófico de la pandemia en las mentes de cada ser humano. La enfermedad es más profunda y anterior a cualquier epidemia. Es una enfermedad existencial, anímica, interna: el verdadero fundamento de la pandemia. La verdadera pandemia no fue provocada por un virus, sino por los seres humanos. ¿Se entiende?

20. Sobre tres tipos psicológicos. Hay tres tipos psicológicos a considerar en la generalidad de las afecciones del alma. Todos los demás rasgos caracteriológicos se derivan de ellos. Los dos primeros son contrapuestos y revelan la oposición básica que fundamenta el mundo: 1) los que viven aterrorizados ante la incertidumbre y se someten a su miedo (y buscan someter a los demás a ese miedo), y 2) los que sólo viven para enfrentar la incertidumbre, para vencer el miedo y afirmar la vida, asumida como una guerra constante, como una lucha sin fin. Estos dos opuestos son transparentes y no se requiere de una exploración profunda para delinear sus rasgos. Son sinceros en su radicalidad: de un lado, los que niegan, odian y contaminan la vida; del otro, los que la afirman en sus contradicciones y luchan por embellecerla (y estos rasgos poco o nada tienen que ver con la posición política o socioeconómica: se los encuentra en todos lados). Es el tercer grupo el que representa el verdadero interés para el investigador del ánimo, para el psicólogo de la voluntad. Se trata de la mayoría, hasta cierto grado indolente, indiferente, poco sensible, que a veces tiene un poco de miedo y, en ocasiones, no lo tiene en absoluto, pero a la que le importa lo que dicen los demás, lo que opinan de ella, cómo la miran y juzgan. Se trata de individuos a los que les gusta divertirse, olvidarse de todo, pero que, en el fondo, se sienten inseguros sobre su actuar, y requieren de una voz autorizada para continuar con su vida, para darle sentido y dirección. Su acción la define lo que se considera en un momento lo correcto, lo adecuado, lo moralmente válido. Pueden hablar de lo que sea, pero se alinean de inmediato con el pensamiento dominante, que un día los empuja hacia un lado, y otro, hacia el contrario. Ellos son los que definen las tendencias a largo plazo, si bien nunca definen la posición que defenderán hasta la muerte. Esto último depende de los dos primeros tipos psicológicos. La batalla por el futuro se da en ese nivel. Y una vez ganada (lo que en la mayoría de las ocasiones sucede sin que nadie se dé cuenta, incluso los implicados principales), se puede estar seguro de que el tercer grupo, la gran mayoría, la impondrá con toda la fuerza dictatorial de la inconciencia.

21. Nosotros, los ultravictorianos. Creo que a estas alturas de las historia del siglo XXI nadie puede tener la menor duda de que, frente a nosotros, los antiguos victorianos, los originales, los ingleses, no eran más que unos liberales pudibundos. Ciertamente, su terror a hablar públicamente sobre el sexo, su apego a los rigores de la etiqueta y las formalidades, su intolerancia a toda desviación social les ganaron la fama de reprimidos y moralistas. Pero, en el fondo, se trató de un fenómeno de la clase burguesa hegemónica, lleno de contradicciones e hipocresía barata. El puritanismo higienista actual es un fenómeno que recorre todas las capas sociales, que penetra en todas las posturas religiosas e ideológicas sin excepción. Y su prohibicionismo no se limita a la práctica sexual ni a la puesta en acto de ciertas costumbres y ritos, sino que afecta la concepción misma de las relaciones sociales, de la convivencia, de la propia identidad personal en todos los niveles. Ya el sida había logrado contaminar de manera fundamental nuestro concepto de relación sexual, justo después de una etapa conocida en la historia mundial de las costumbres como “revolución sexual” (algo que denunció originalmente Foucault, pero que permaneció desatendido, sobre todo por la peculiaridad de su muerte, la cual, vista a la luz de todos los acontecimientos posteriores, es necesario repensar sin caer en los estúpidos moralismos prejuiciosos de la época). El condón (el cubrebocas genital) fue el resultado de ese periodo (y tómese en cuenta de que no hay comparación alguna entre la efectividad del preservativo y la práctica inutilidad del barbijo). Ahora, sin duda, las consecuencias son y serán más severas. Lo anuncia ya el neopuritanismo que se ha instaurado en la sociedad infectando la totalidad del orbe: el absurdo uso del cubrebocas en todos los espacios, abiertos y cerrados, públicos y privados, que hace imposible reconocer los rostros y los gestos de los otros; la eliminación del saludo de manos (al cual se considera hoy asqueroso y contaminante); la prohibición de besos y abrazos; el principio de la distancia y la lejanía en la relación con los demás; la preferencia por el encierro y el confinamiento voluntario. Una sociedad de ermitaños, de confinados, de enfermos anímicos y mentales. ¡Tal parece como si Howard Hughes hubiera escrito el guion maestro de nuestra era! Frente a nosotros, los victorianos del pasado no fueron más que simpáticos e hipócritas moralistas.

En realidad, la moral victoriana fue un resultado histórico de las transformaciones económicas y sociales de la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX. Así como Max Weber mostró el estrecho nexo entre la religión protestante y el nacimiento y expansión del capitalismo en Europa, no sería muy difícil pensar en el vínculo que une la etapa de auge del industrialismo inglés, muy ligado al desarrollo de la empresa familiar, y la moral victoriana del siglo XIX. Mientras más se fueron aflojando los lazos religiosos que ataban las clases dominantes a la moral cristiana de la iglesia anglicana, más se hizo urgente la emergencia de una moral semi-laica, que limitara y condujera la actuación de los nuevos industriales enriquecidos. Puesto que se trataba aún de una etapa de acumulación y crecimiento, la necesidad de una ética del ahorro, el trabajo, la contención y el apego a normas y rituales colectivos de la “comunidad” dominante era una necesidad clasista para asegurar la respuesta psicológica a las exigencias del desarrollo económico. Con el asentamiento del capitalismo en todas sus facetas y el avance de las innovaciones técnicas y científicas, que rompieron viejos tabúes y conductas, la rígida moral se pudo ir flexibilizando, tal como ocurrió en la primera posguerra y sus “felices años veinte”.

El caso de la moral higienista contemporánea es muy distinto. Ésta nació en una etapa de plena desconfianza colectiva al desarrollo capitalista y su impacto trágico en el globo terráqueo. El punto de inflexión de la confianza en la economía capitalista (cuya hegemonía psicológica se había visto tambaleada por las dos guerras mundiales y la bomba nuclear, aunque de nuevo recuperada por el auge acumulativo de la segunda posguerra y su “Estado de bienestar”) se dio a comienzos de los años setenta, cuando se hizo evidente el tamaño de la destrucción ecológica y los efectos dañinos a corto, mediano y largo plazo sobre la totalidad del orbe. A la par del crecimiento de la disidencia colectiva contra el sistema, creció igualmente un conjunto ideológico de control moral que fue matizándose desde el alarmismo malthusiano del “crecimiento cero” y la “heurística del miedo” de un Hans Jonas hasta la idea de la “responsabilidad personal” y el “cuidémonos entre todos” de la actualidad. El llamado “principio de responsabilidad” (de nuevo Jonas) no es más que una forma de cooptar la disidencia antisistémica, que denuncia el daño ecológico y la destrucción capitalista como un fenómeno estructural, vinculado indefectiblemente al desarrollo del sistema, a los veneros de la ética individualizada, en los que la culpa es infinita y los pseudo-sujetos (en realidad, los no-sujetos) se responsabilizan los unos a los otros de una situación de la que, en términos reales, apenas si tienen una responsabilidad marginal.  El higienismo contemporáneo no es más que una forma (sumamente eficaz, por cierto) de desviar la crítica ecologista y sanitaria antisistémica a los confines de una dudosa moral interpersonal, enamorada de la culpabilización, el juicio a los demás y los rituales higiénico-religiosos que, si uno toma en cuenta el desarrollo real de los acontecimientos (las curvas de ascenso y descenso de la pandemia) no sirven para absolutamente nada.

22. Economía, pandemia e ideología. ¿Cómo fue posible que el capitalismo mundial en su conjunto y sus representantes empresariales, pequeños, medianos y grandes, hayan aceptado (principalmente al comienzo de la pandemia, pero también en varios periodos a lo largo de ella), con tal anuencia, el confinamiento y el cierre masivo de negocios y empresas como estrategias válidas para combatir la expansión del nuevo coronavirus? ¿Cómo fue posible que sacrificara sus ganancias extraordinarias y aceptara un retroceso económico sin igual, a escala global, como nunca antes lo había hecho voluntariamente? ¿No se suponía que el capitalismo basaba su dominio en la explotación indetenible de plusvalor, la acumulación extensiva e intensiva, la competencia salvaje y el consumismo sin fin, sin darle la menor importancia a las consecuencias humanas y ecológicas de su voraz dinámica? Por supuesto, hubo sectores sumamente beneficiados, en especial el de las farmacéuticas y las grandes empresas de interconexión digital para efectos laborales y escolares, pero, visto en su conjunto, la parálisis económica a la que llevó la pandemia, particularmente en el 2020, fue espectacular y sin parangón en términos de la colaboración de las empresas y los sectores económicos en las drásticas medidas de confinamiento y cierre de actividades. ¿Qué sucedió?

Esta manera de enfocar las cosas corresponde, evidentemente, a una concepción economicista del funcionamiento del capitalismo, que, por más que se presente como la exposición lógica de la ley de la acumulación capitalista y de la definición tautológica del capital mismo (valor valorizándose), reduce el sentido de la autoconstrucción y autoimposición del capital sobre la totalidad del conjunto social a la dinámica de la producción, distribución y consumo de mercancías, esto es, del proceso global de reproducción económica, sin tomar en cuenta que dicha dinámica sólo puede hacerse efectiva, día a día, a través de procesos de generación de consenso ideológico, que son la base misma para consolidar el dominio en todas las esferas de la sociedad. Si el capitalismo sólo fuera un sistema despótico de dominación que no tomara en cuenta las necesidades, exigencias, intereses, deseos, etc., de los diversos sectores y actores de la población que domina, así como de la población misma en su conjunto, hace mucho que las cosas hubieran estallado. Esto lo advirtió hace tiempo, y antes que nadie, Antonio Gramsci. El capital no es sólo un dispositivo de explotación y dominio, sino también, al mismo tiempo, una máquina ideológica de generación de consensos inconscientes. Cada crisis, sea económica, política, social, cultural, sanitaria, etc., es una oportunidad preciosa para que el capital “apriete tuercas” y afine los procesos de control ideológico, que son la base para el mantenimiento de su hegemonía social y cultural.

Visto desde esta óptica, la pandemia es el gran acontecimiento del siglo XXI, porque definió, a largo plazo, el consenso ideológico general del que todos participan: ricos, clase media y pobres; conservadores, liberales y socialistas; gobernantes y gobernados; intelectuales y público en general. ¿Cuál es ese consenso ideológico? Es uno que, como hemos señalado ya, proviene de décadas atrás: que la humanidad está en peligro inminente ante el ataque invisible de terroristas anónimos: el virus, el agotamiento de los recursos, el cambio climático etc.; que la única forma de combatir esos enemigos es uniéndonos como humanidad, actuando coordinadamente y asumiendo la responsabilidad individual en cada acto; que la mejor muestra de esa voluntad individual es la autolimitación, la disciplina, el confinamiento y la distancia social… ¿Se entiende? La humanidad tiene que autocastrarse, autodisciplinarse para resolver problemas heredados por el propio capital (en el caso del virus, para que no se malentienda lo expresado, es necesario subrayar la deficiencia generalizada de servicios hospitalarios y sanitarios a escala global). ¡El capitalismo no es responsable de nada! ¡Somos nosotros, los no-sujetos!

Con este ajuste de tuercas, el capital tiene asegurado su dominio para gran parte del siglo XXI, tal vez para el siglo completo. Si no lo creen, siéntense a ver…

23. Dialéctica de la pandemia. Todo el consenso que la ciencia y la tecnología moderna aglutinan a su alrededor tiene que ver, en lo fundamental, con su capacidad para generar, a pesar de todos los pesares, una confianza en el “progreso civilizatorio” y en su símbolos más visibles. Esta sorprendente capacidad de absorción ideológica, sustentada en el correlato estructural de la objetividad técnica del mundo, no sólo incorpora a las minorías entusiastas y a las mayorías inermes y siempre complacientes, sino, de forma esencial, a sus propios detractores. Si la técnica moderna y su promesa implícita y explícita de salvación son tan eficaces, ello es así porque incluso aquéllos que repelen su utilización y critican su desempeño, evolución y efectos a corto, mediano y largo plazo, son, en lo fundamental, adoradores de la técnica moderna, fervientes idólatras de la redención tecnocientífica. Así, al ecologista contemporáneo, por ejemplo, no le resulta, en lo más mínimo, contradictorio denunciar los procesos industriales de contaminación global y promover, al mismo tiempo, el consumo de automóviles eléctricos con baterías de litio o paneles solares a base de silicio (a pesar de lo destructivo de ambos tipos de minería); o al vegano crítico de la industria alimenticia, hacer uso del internet, las redes y las tecnologías de la comunicación para anunciar sus productos, difundir sus ideas y tener mayor impacto en el mercado. Todos están de acuerdo, en una mayoría absoluta, en que la salida a la catástrofe técnica de los siglos pasados sigue la ruta marcada por la técnica misma. ¿Por qué? Porque la promesa de la técnica moderna no es sólo una promesa de mejoría material, sino de salvación psíquica y anímica: un manto de protección e inmunidad potencialmente indestructibles.

Lo que está detrás de la “promesa de la modernidad”, como la llegó a denominar irónicamente Bolívar Echeverría, no es sólo el esbozo de un escenario de plena abundancia material, de un desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, sino la construcción final de un mundo de seguridad, paz y comodidad plenas, donde la incertidumbre y el terror de lo desconocido fueran finalmente abolidos. En ese horizonte utópico, ningún sector del desarrollo tecnocientífico juega un papel más relevante que el de la medicina y la farmacéutica modernas. Si hay una utopía dominante en juego a lo largo de toda la modernidad ella es, precisamente, la de la inmunidad absoluta que tendría que ofrecer, al final del camino, el desarrollo del conocimiento y la tecnología médica. Y es aquí donde todas las contradicciones de la “promesa” moderna saltan por los aires, porque el desarrollo mismo de la inmunidad absoluta tendría que otorgar, en última instancia, una protección contra el deterioro constante de la vida, contra su fin ineludible, esto es, contra su propio desarrollo natural, lo que significaría, finalmente, de en verdad lograrse, el detenimiento de la vida misma, su parálisis reificante. La vida convertida en una pieza de museo.

Al subirse al podio simbólico-hegemónico del que desplazó a la religión, la ciencia se propuso no sólo como explicación racional del mundo, sino como una garante de sentido y comprensión de la realidad global, de tal forma que, en sus efectos macrosociales, termina siendo vivida como la única promesa de redención efectiva que se tiene a la mano. Lo que la mayoría busca en ella no es lo que ofrece, en sus parcos términos “objetivos”, el científico promedio, sino la realidad de un mundo sin sobresaltos, donde todo esté resuelto de antemano, sin alteraciones ni modificaciones graves. Pero el problema real ante esta falsa expectativa (que, sin embargo, la ciencia moderna, en su conjunto, inconscientemente, sigue alimentando de mil formas) es que la ciencia misma no ofrece, como lo hacía la religión, ni un mecanismo de descarga psicológica (la confesión) ni instaura una ética de la resignación con esperanza kerigmática en el más allá, sino que únicamente se propone a ella misma como correctivo de sus propias incapacidades sistémicas. Por ello, mientras más sólida es su hegemonía, y mientras más avanza su dilucidación omnicomprensiva de la realidad, más angustioso resulta el advenimiento de cualquier falla, de cualquier alteración en el seno de una estructura que no debería fallar, o que debería ser capaz de resolver inmediatamente los desvíos endógenos y exógenos por sus propios medios. La paradoja es evidente: la tecnociencia, que debía otorgar paz, certidumbre y seguridad al mundo por su propio desarrollo, provoca justo lo contrario: mayores cantidades de angustia, terror e histeria. Tenían razón Adorno y Horkheimer: “… la tierra enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad”.

La pandemia es sólo el símbolo actual de esa dialéctica ineludible: mientras más se desarrolle la ciencia en su función de garante último de sentido, seguridad y certeza, más terror experimentarán los individuos en su vivencia práctica y cotidiana con el medio que los rodea.

VI. Epidemia de aforismos

24. Cuidémonos entre todos. “Yo te cuido, tú me cuidas”. ¿No suena esto a “Ama tu prójimo como a ti mismo”?

25. Pensamiento obsceno. Hemos llegado al punto en el que no existe nada más obsceno que desear estrechar la mano de otro ser humano.

26. Ciencia y superstición. ¿Cómo es posible que en un mundo lleno de superstición, en un mundo donde la mayoría se entrega a la primera opinión que le ofrezca sentido a su vida, se le haga caso a las indicaciones de la ciencia de manera tan obsecuente y sumisa? Porque, por lo menos desde la segunda mitad del siglo XIX, la ciencia al servicio del poder institucional tiene como principal objetivo disciplinar, imponer un orden “racional” al mundo social. Y “orden” significa “sentido” para quien no tiene ganas de pensar (o sea, para la gran mayoría). Más allá de sus logros y descubrimientos, la ciencia es, para la gente común y corriente, una superstición de último grado, a la que se recurre cuando ya no queda nada, ni siquiera el consuelo religioso. En el mundo contemporáneo, la ciencia es la superstición que sostiene a todas las demás supersticiones.

27. Ciencia y medios de comunicación. ¿No es paradójico que con la pandemia provocada por el nuevo coronavirus los medios de comunicación masiva, dedicados día y noche a la estupidización generalizada del orbe, se hayan convertido de pronto en los principales voceros de la “ciencia”? En realidad, lo que menos ha importado en todo este periodo ha sido la ciencia. A lo que se le ha dado difusión ha sido a sus recetas institucionales, entre ellas, la más importante de todas: el uso de cubrebocas. No importa lo que se haya dicho sobre este suplemento higiénico (la imposibilidad de su uso correcto en el caso de imposición masiva, o sus limitados beneficios generales si no se guarda determinada distancia, etc.), lo que importa es que se use. Los medios se casaron con esta medida porque apoyaba el proyecto “científico” de disciplinamiento global. Y la disciplina por la disciplina es la máxima expresión de la parálisis crítica, del pensamiento crítico. Es la forma suprema de la estupidización. Por eso los medios se aliaron con la “ciencia”.

28. La burka y el cubrebocas. Varias veces, antes de la pandemia, como comentario a los atentados terroristas que algunas agrupaciones islámicas fundamentalistas cometieron en Europa en las primeras dos décadas del siglo, Slavoj Žižek llegó a decir que, en realidad, dichos grupos, más que odiar a Occidente, estaban obsesionados con él, a tal punto que una simple caricatura o una estúpida comparación racista era suficiente para desencadenar su ira. Era, señalaba, como si se la pasaran día y noche atendiendo a lo que se hacía en Europa occidental, a lo que se decía y pensaba, a sus modas y costumbres, a su gustos e idiosincrasias; como si, en el fondo, esa obsesión no fuera más que el símbolo de una seducción profunda, de una identificación que se trataba de negar a toda costa, fanáticamente, incluso al precio de los peores actos homicidas. Los terroristas, concluía Žižek de manera sugerente, estaban ya conquistados por Occidente, eran sus idólatras vergonzantes… ¿No se podría decir ahora lo mismo del mundo entero, aunque en sentido contrario, esto es, que, en realidad, todos estábamos fascinados con el Islam fundamentalista y que, incluso, de manera aún más radical, haciendo extensivo lo que correspondía a un solo género, teníamos un deseo profundo de cubrirnos la cara, de no dejarnos ver en público, de ocultar nuestro rostro de una vez por todas? La razón higienista fue la mejor excusa para la práctica de esta nueva religión sin fundamento. ¿No éramos nosotros los que, en verdad, estábamos seducidos por el Islam?

29. Paradoja pandémica. Todo el mundo quiere que se acabe la pandemia, cierto; pero, seamos sinceros, casi nadie quiere que se eliminen las medidas que se implementaron para combatirla.

30. Propuesta. ¿Y si, para evitar cualquier tipo de confrontación, se terminara separando y confinando por siempre a los que tienen un miedo infinito a contagiarse a pesar de las vacunas, e incluso se les vacunara exclusivamente a ellos cada seis meses en su encierro, y se dejara vivir por siempre, en plena libertad, sin medidas de restricción, a los que no tienen el menor miedo y quieren afirmar su vida en todas las esferas, más allá del terror psicológico? ¿No sería eso lo más sano?

31. Los menores de edad y la pandemia. ¿Por qué se cerraron las escuelas meses enteros (más de un año en algunos países) si se demostró muy pronto que la posibilidad de transmisión en ese ámbito era bajísima, que la escuela era un lugar más seguro que la casa, y que prácticamente no había muertes infantiles relacionadas con la covid-19, excepción hecha de niños y adolescentes con severos padecimientos físicos (leucemia, linfoma, diabetes, etc.)? La respuesta oficial que se ofrece es muy sencilla: porque se les quería proteger, porque los padres no querían arriesgarlos lo más mínimo (y aún no lo quieren en varias regiones del mundo). Eso parece muy sensato, pero cuando uno reflexiona un poco más, y se compara los datos de muertes por covid con otras estadísticas, las cosas no parecen tan claras. Según la OMS, tan sólo en 2019 murieron 115 mil adolescentes a causa de accidentes de tránsito, cifra que va en aumento año tras años (y las principales víctimas son los “usuarios vulnerables de las vías de tránsito”: peatones y ciclistas). Ese número, que no contempla el caso de niños, es muy superior al de menores de edad fallecidos a causa de covid-19, cuya tasa de letalidad es de alrededor de 0.002% a nivel mundial. Si esto es así, ¿por qué no mejor prohibir de inmediato el tránsito mundial de automóviles en lugar de cerrar las escuelas? Porque lo que importa no es el cuidado efectivo de los niños, sino la apariencia de cuidado, la hipócrita demostración de cuidado, que, por lo demás, posibilita ejercer con más efectividad (debido al miedo y a la emergencia) la política paternal de disciplina, obediencia, encierro y sometimiento. ¿O acaso alguien cree seriamente que los padres dejarían de usar sus automóviles o perderían la movilidad que ellos les brindan sólo porque sus hijos menores edad pueden morir? Por favor…

32. Familia, infancia y pandemia. ¿En verdad quieren hacer algo por los menores de edad? Aléjenlos, lo más que puedan, de sus propio padres. Es de sobra conocido que la mayoría de las agresiones y abusos sexuales contra menores suceden en el ámbito familiar. ¿A quién se le ocurrió la cruel idea de confinarlos todo el día con su familia, sin oportunidad de salir a jugar con sus amigos ni de ir a la escuela? Tal vez nunca se haya cometido, a escala global y de manera simultánea, un acto de mayor crueldad contra la infancia que el que se perpetró durante la pandemia.

33. Confinamiento voluntario. Mucha gente, cuando se le cuestiona al respecto, suele decir que, gracias al confinamiento masivo, se dio cuenta de que, en realidad, ya vivía confinada desde hacía mucho tiempo y que de ninguna manera le resultó difícil continuar con esa dinámica. A eso es precisamente a lo que nos referimos cuando afirmamos que la gente ya estaba programada para someterse a las medidas coercitivas de la pandemia mucho antes de que ella sucediera.

34. Sobre el neopuritanismo higiénico. No lo olviden nunca, camaradas: el puritano es el ser más sucio que existe.

35. Elogio a la insana distancia. “La cercanía contamina”, ése sería, en resumen, el verdadero lema detrás del triste eslogan de la “sana distancia”. Es cierto: la cercanía contamina, contagia. En primer lugar, violenta nuestra seguridad personal, atenta contra nuestras sacrosantas costumbres e idiosincrasias, nos expone a otras ideas que no son las que aprendimos en casa, nos obliga a reconsiderar nuestra forma de pensar y ser, nos arranca de nuestra “zona de confort”, de nuestro “hogar”; la cercanía física implica el riesgo del encuentro con el otro, con su presencia, sus rasgos, sus olores, sus gestos, sus palabras, su historia, su vida particular, incluso sus virus, sus posibles enfermedades, sus rarezas; la cercanía es el riesgo del contacto con el otro, con la vida que no está bajo nuestro control, con la existencia que escapa a nuestros mecanismos de vigilancia y poder, que nos puede enamorar, afectar, generar odio, gozo, placer, frustración, alegría… Sí, la cercanía física contagia, contamina, ensucia. ¿No es eso lo más bello de la vida?

36. Papel higiénico y cubrebocas. No creo que sea, en ningún sentido, ridículo situar el comienzo oficial de la pandemia en la crisis del papel higiénico. ¿Quién la recuerda? En ella se condensa toda la irracionalidad que habría de gobernarnos los siguientes años. Para ser más claro: el papel higiénico fue el primer cubrebocas de la pandemia, sólo que su objetivo era proteger otra parte del cuerpo.

37. Liberalismo y máscara. ¿No es una justicia histórica, casi divina, que, con la pandemia, los hipócritas liberales mostraran por fin su verdadero rostro: la máscara?

38. Paternalismo y terror virológico. El paternalismo está siempre listo para ejercerse a la menor provocación. ¿Qué mejor excusa que la de un “virus letal” que podría eliminar a la humanidad en su conjunto? Y esto fue nada; espérense a la próxima “crisis ecológica” global…

39. Dos tipos de barbijo. Probablemente un día la gente decida quitarse la desdichada mascarilla, pero ¿podrá desprenderse del cubrebocas mental?

40. Algo sobre las vacas locas. ¿Alguien se acuerda del escándalo de las vacas locas en la segunda mitad de los años noventa del siglo pasado? El escándalo fue grande, internacional, pero se olvidó al poco tiempo. Si eso hubiera ocurrido en nuestra época, veinticinco años después, lo más probable es que el mundo entero se hubiera vuelto vegetariano por dos años, sino es que más. Lástima por los veganos. Pero tendrán su revancha, se los aseguro…

41. Televisión, internet y pandemia. Como llegó a decirlo Virilio en su crítica pionera al ciberespacio, el mundo de finales del siglo XX y comienzos del XXI pasó de la forma televisiva del entretenimiento a la forma virtual de la televigilancia colectiva. Esa vigilancia, por supuesto, significó y ha significado el fin de la privacidad en todas las esferas posibles (y lo será más, mientras más avance el curso de la tecnología). Pero habría que señalar otro efecto, tal vez el más perverso: la vigilancia colectiva no derivó en el miedo colectivo (aunque está implícito) ni en la parálisis, sino en la respuesta activa, gozosa, de la construcción consciente y perversa de la identidad mediática. Cada quien asumió el rol de “estrella virtual”, por lo que, el verdadero efecto de la emergencia triunfal del ciberespacio fue el de la automistificación de la identidad, lejos de su pérdida por el abandono de la privacidad. Todos somos estrellas mediáticas en el mundo de las redes sociales, y, por lo mismo, todos debemos comportarnos como se nos exige de acuerdo a nuestra propia representación, a nuestro propio simulacro. Y así como los “artistas televisivos” hacen campañas para comportarse bien (aunque sean los que más descreen de ellas), así las estrellas virtuales hacen llamados a todo lo que la época les diga que está bien, que es correcto. Todos debemos comportarnos “bien” ante el gran público que nos juzga. Por eso nadie debe llamarse a sorpresa cuanto, irreflexivamente, la gente va por la calle con el rostro cubierto, aun cuando en los espacios públicos abiertos ello no tenga el menor sentido. Se trata de quedar bien, de lucir bien, de enseñar a los demás cómo comportarse, de moralizar, de estar al corriente con las exigencias mediáticas del momento…

42. Mascarillas, rostros descubiertos y “libertad”. Sólo hay un peligro mayor al de pensar que el rostro cubierto nos ofrece una certeza de inmunidad: el de creer que descubriéndonoslo, que quitándonos la mascarillas, somos “de nuevo” libres…

43. Falsa libertad, falsa seguridad. Las dos grandes falacias del sistema, sus dos grandes mitos, son los de la libertad y la seguridad. Ambos mitos corresponden a sus dos formas dominantes: el Estado y el mercado. Ninguna mascarilla del mundo, ninguna medida institucional o paternalista será capaz de ofrecernos la seguridad absoluta que buscamos; y por más que pensemos que teniendo “libertad de movimiento” o “libertad de expresión” somos libres, lo cierto es que, mientras nos desplacemos en las rutas definidas por el mercado, nos relacionemos en los espacios delimitados por el capital, marchemos según las temporalidades de su economía y consumamos las mercancías idiotizantes (en todas las esferas) de su industria cultural, seguiremos siendo esclavos, y mucho más sometidos mientras más creamos sinceramente ser libres.

44. El colmo del izquierdista contemporáneo. El colmo del izquierdista contemporáneo es el siguiente: catalogar su movimiento de radical cuando no es más que una versión escandalosa, aunque siempre políticamente correcta, del liberalismo demócrata.

45. Consenso pandémico. Todos queremos vigilar, todos deseamos decirle a los demás cómo comportarse, cómo actuar, cómo vestir, cómo vivir, cómo pensar, cómo hablar, cómo relacionarse con los demás… La verdadera peste contemporánea es la moral. Los virus mortales son otros: los higienistas, los ecologistas “radicales”, las feministas “radicales”, los decoloniales… Debería existir una vacuna contra ellos.

Sobre el “fin” de la pandemia. Quien haya leído estos aforismos y reflexiones desde el inicio, sabrá de antemano lo que se piensa sobre el supuesto fin de la pandemia: la pandemia nunca terminará, nunca concluirá, en gran medida, porque nunca comenzó, porque no hay una fecha fija y determinada a la cual vincular, de una vez por todas, su origen. La pandemia no fue, no es ni será nunca el acontecimiento objetivo, científico, de la aparición, expansión y contagio mundial del Sars-Cov-2, sino ese cúmulo de respuestas más o menos espontáneas, más o menos coordinadas, en diversos niveles, que se fueron tejiendo una a la otra, desde hace mucho tiempo, décadas tal vez, hasta conformar esa maraña de medidas preventivas, de preceptos higiénicos y morales, de prohibiciones económicas, sociales y políticas, de custodia tecnológica, de reestructuración sanitaria del espacio, de interdicción de las relaciones públicas e individuales, de control de la vestimenta y la apariencia, de reorientación y modulación de los desplazamientos, de castración de la experiencia ordinaria, de reeducación profiláctica, de cancelación de los más elementales derechos de convivencia cultural, política y formativa, de gustosa culpabilización mutua, de estigmatización de la infancia y la juventud como peligrosa, como dañina, de contaminación psicológica del aire natural, de encomio del confinamiento y del aislamiento, de destrucción anímica de los ancianos y condenados a vivir y morir solos, de ritualización estupidizante de la cotidianeidad en todos sus niveles. La pandemia fue el síntoma de síntomas de nuestra era enferma, de nuestra condición mórbida: la ridícula confirmación de que la humanidad estaba preparada gustosamente para vivir encerrada por siempre.

Por todas esas razones, la pandemia no concluirá, sólo cambiará de forma: será la pandemia ecológica o atmosférica o feminista o decolonial o animalista, etc. La pandemia quedará como una marca indeleble de nuestra condición, como un estigma que nos acompañará en los acontecimientos futuros, que definirá los términos y los ritmos de nuestras preocupaciones, nuestras labores, nuestras intervenciones, nuestros logros e, incluso, nuestros sueños de liberación. En el futuro, la revolución tendrá la forma del confinamiento; será un sueño de eunucos paseando por campos de flores artificiales debidamente sanitizadas por litros de glicerina, carbopol, alcohol etílico y trietanolamina. Será la sonrisa de la libertad cubierta por un enorme barbijo…

Tal vez un día la pandemia se vaya diluyendo lentamente; quizás eso ya haya empezado a ocurrir ahora mismo, sin que nos hayamos dado cuenta. Probablemente, ya nació el germen de otra realidad, de otro mundo, para el cual nuestro tiempo será considerado un día tan oscurantista como lo fue la Edad Media para la Ilustración. Hay signos y prácticas, apenas perceptibles, que anuncian ya hacia esa dirección. ¿Triunfará de nuevo la enfermedad moral o se le dará oportunidad a la salud del ánimo, a la afirmación vital? Difícil saberlo. Difícil pronosticarlo. Ésa es la tarea del porvenir.

Carlos Herrera de la Fuente

Carlos Herrera de la Fuente (Ciudad de México, 1978) es filósofo, escritor, poeta y periodista. Autor de 3 libros de poesía ('Vislumbres de un sueño', 'Presencia en Fuga' y 'Vox poética'), una novela ('Fuga') y dos ensayos ('Ser y donación', 'El espacio ausente'), se ha dedicado también a la docencia universitaria y al periodismo cultural.

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  1. El absurdo uso de cubrebocas en todo ámbito y su prescripción mandataria no tiene bases científicas fidedignas. Varios estudios virológicos y epidemiológicos han demostrado que el uso de la mascarilla durante la crisis sanitaria del Covid-19 es tan eficaz como se suponía. Luego entonces, es una estrategia política; el equivalente a persignarse durante la peste bubónica de 1348.

    Las hipocresías del puritanismo anglosajón y la ortodoxia católica hispana son tan transparentes que resulta inconcebible que continúen en boga ahora. Me consternó el párrafo: “La pandemia es sólo el símbolo actual de esa dialéctica ineludible: mientras más se desarrolle la ciencia en su función de garante último de sentido, seguridad y certeza, más terror experimentarán los individuos en su vivencia práctica y cotidiana con el medio que los rodea”. ¿Por qué? Porque las medidas no están basados en datos ni en evidencia científica. Ese es un gran problema. Esto último lo expande el Dr. Herrera de la Fuente en su aforismo 27, pero su conclusión “…los medios se aliaron con la ciencia” es una creencia. No hay “ciencia” fidedigna que soporte la distopia que se ha creado.

    Todas las medidas contra la juventud no tienen bases científicas sólidas y erran garrafalmente. En eso muchos científicos especializados en epidemiología, epidemiología de enfermedades infecciosas, infectología, virología e inmunología estamos de acuerdo. Pero a nosotros, a los expertos que no estamos conyugados con los que imponen la política, no se nos escucha. Las autoridades y los medios aluden la palabra “ciencia”, pero no hay ciencia detrás de esa ficción.

    Sobre el “fin de la pandemia”, el autor tiene razón. “…la pandemia nunca terminará, nunca concluirá, en gran medida, porque nunca comenzó”. Aquí debo concluir con lo que te aclaré previamente. Estrictamente hablando, nunca fue pandemia, fue un brote global. Y fue un brote benigno en el contexto histórico de plagas, pestes, epidemia, endemias y pandemias. Nunca me imaginé que términos epidemiológicos fueron trastornados tan radicalmente para justificar las políticas globales a las que ahora estamos sometidos y que la humanidad las acepte con una conformidad tan dócil que me da pavor. No es tanto el virus sino el humano…

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