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El arrojo de la honorabilidad

Guadalupe Trigo, cuatro décadas después...

Marzo, 2022

Nació el 28 de junio de 1941 en la ciudad de Mérida, Yucatán. Falleció el 18 de marzo de 1982 en un accidente automovilístico. Su nombre era José Alfonso Ontiveros Carrillo, pero en México —e Hispanoamérica— sólo lo conocían como Guadalupe Trigo. Abogado, ejecutante de la guitarra, compositor, intérprete, productor discográfico, director musical… En este 2022, se cumplen cuatro décadas de su partida. Aquí lo recordamos.

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Falleció hace 40 años, el 18 de marzo de 1982, en la carretera cuando se dirigía a su casa en el estado de Morelos. Dicen que fue embestido, aunque tengo la certeza de que fue emboscado. El pasado 28 de junio hubiera cumplido ocho décadas de vida, pero sólo pudo estar en este mundo la mitad de ellas. Había nacido en Mérida en 1941. Y, pese a los años transcurridos, aún sigue siendo el último renovador de la canción ranchera en México. Se llamaba José Alfonso Ontiveros Carrillo, pero todos lo conocían como Guadalupe Trigo.

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Seguramente, Guadalupe Trigo concordaba con Jaime Sabines. También él quería una caja de muerto que estuviera cómoda. Ni angosta ni corta: la almohadilla no muy alta. Y, eso sí, del color que uno quisiera. Pero con la condición de que se hallase herméticamente cerrada para que no le entrara nada de la vida. Y también sabía que un jueves iba a ser el día final. Así lo cantaba recordando a César Vallejo: “Moriré un día del cual ya tengo el recuerdo, jueves será como es hoy en que proso estos versos”.

Así recorría Guadalupe Trigo escenario tras escenario. Cantando a León Felipe, a Nicolás Guillén, a Gabriela Mistral, a Pablo Neruda, a Sor Juana Inés de la Cruz.

—Gozo mucho dándole voz a los poetas —me dijo Trigo una, dos, diez mil veces—. Disfruto cuando la gente, en un bar de la Zona Rosa, escucha “Cantemos”, de Sabines. Darle a un público un lenguaje, no inaccesible, pero sí inusual en las canciones.

Guadalupe Trigo se refería a su dilema. Al enfrentarse al problema de “utilizar un lenguaje coloquial, a poder escribir canciones que reflejen el habla de la gente en la calle; desde luego, no hacerlas con las faltas en que se incurre”. Los intentos ahí están: “Ven, chatita, / hoy no salgo a la cantina. / Ven, cerquita, que esta noche no la paso afuera, / no me espera otro querer / que sea tan bueno / como el tenerte / aquí nomás conmigo. / Tengo llanto, tengo penas que contarte. / La miseria me ha visto derrumbado. / He luchado por darte dignas cosas. / Pero, ves, se va el encanto, / los jornales no son buenos. / Si me pierdo y soy malagradecido / no es que estés en el olvido, / es que no alcancé a ser muy leído”.

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Sus composiciones giran de un tema a otro: la desgracia de Valerio; la Genoveva campesina, la que va y viene con la Luna; de los caminantes cansados de andar sin dejar huella al pisar; de los poetas que jamás regresarán, que con ellos se han llevado un poco de nuestra verdad; de los retratos de provincia; del gusto por las tradiciones: las quemas de Judas, los Sábados de Gloria, las palomas en los Domingos de Resurrección. Del asombro por las tradiciones: los Viernes Santos, los bautizos de siete palabras, el andar de rodillas hasta el calvario. Del amor a la ciudad, que es chinampa en un lago escondido, cenzontle que busca en dónde hacer nido, reguilete que engaña la vista al girar. De la ciudad que es la cuna de un niño dormido en un bosque de espejos, que cuida un castillo, monumentos de gloria que velan su caminar. De la ciudad que es un Sol con penacho y sarape veteado, que en las noches se viste de charro y se pone a cantarle al amor. De su plática con los amigos acerca de la guitarra. Uno no olvida. Decía que al instrumento de seis cuerdas habría que redescubrirlo. Ir hasta los tríos y los sones y los huapangos y los boleros y de nuevo a los tríos y los sones y los huapangos y volver a comenzar e incluso inventar nuevos rumbos. Redescubrir a la guitarra, la cual, según Trigo, se había perdido entre tanto asunto mercantilista, banal.

Por eso el asunto era adentrarse hasta el fondo de la música mexicana. Guadalupe Trigo absorbía a su público hablando sobre la trova yucateca de su tierra natal. Sobre las posibilidades de una nueva canción, misma que él intentaría y de la que dejaría constancia en más de cinco discos. Pero su trabajo se vio interrumpido. Por cuestiones políticas. Por batallas sindicales. Por dedicar horas, días, semanas, meses, años a investigar los ocultos y corruptos manejos administrativos de la Sociedad de Autores y Compositores de la Música, guiada en ese entonces por Carlos Gómez Barrera. Guadalupe Trigo instaba a los innumerables autores del país a defenderse con las armas legales. Convocó a varias conferencias de prensa. Entregó datos, papeles, documentos señalando “las maneras arbitrarias con que la Sociedad se enriquece a costa del trabajo de los compositores”. Edificios que se alzaban de la SACM, su lujoso pero inútil estudio de grabación, la construcción en sus terrenos de los cuatro cines que hoy es ya la Cineteca Nacional. Detalles suntuosos por aquí y banquetes de pompa por allá. Y, mientras tanto, los compositores recibiendo “minucias como regalías”. Trigo instaba, provocaba, mas pocos acudían al llamado. Como siempre ha sucedido en cuestiones sindicales, los agremiados se, digamos, “achican” ante sus enriquecidos dirigentes callando los abusos, las denigraciones, las injusticias, los arbitrios y, con tal de no verse afectados en sus labores cotidianas, contemplan delante de sus ojos el enriquecimiento de un puñado cupular que mira a la peonada como un instrumento útil para conseguir sus particulares fines económicos.

En las asambleas de la Sociedad de Autores y Compositores, la concurrencia era mínima. Y en ellas, Guadalupe Trigo enfrente.

—Pero he de alejarme un poco de esta lucha gremial —me confesó, unos cuantos meses antes de aquel 18 de marzo de 1982— para dedicarme a grabar un nuevo álbum, con nuevas composiciones mías —que ya no cristalizaría por su inesperada muerte.

Guadalupe sabía cómo adentrarse a los papeles legales. Dominaba el discurso del abogado. Decía, entre sus sonrisas de innegable cortesía, que se había recibido de licenciado en derecho, que con fortuna no desconocía “ese terreno, de algo me sirve ese título que, por supuesto, no lo mezclo a la hora de componer mis canciones”.

El Guadalupe Trigo que lloró por Raúl Lavista, su amigo inseparable, tanto de lucha sindical como en el aspecto musical. Ese Raúl Lavista a quien la Sociedad le cerraba sus puertas en las asambleas por su postura democrática. Gómez Barrera se hacía rodear de puro adulador, guaruras descorteses, bravucones que callaban con altanería y violencia a los disidentes —disidentes como Lavista, como Trigo, como Mario Arturo Ramos. Prácticamente solo se enfrentaba Trigo contra el poderío del líder de los compositores de México. En aquellos años la unión sindical, controlada por el sempiterno Fidel Velázquez, se movía con férreo autoritarismo, y tanto Gómez Barrera como Venus Rey eran hombres clave en el dominio territorial del priismo más recalcitrante. No era una casualidad, por lo tanto, que ambos caciques de la música (Gómez Barrera en el lado de la composición y Venus Rey en el de la interpretación) se manejaran de un modo similar: rodeados de portentosos guardaespaldas y exaltadores de su triunfalismo, no permitían el mínimo acercamiento crítico a sus líderes. Con mis ojos vi el trato miserable que estos monarcas de la música trataban a los opositores.

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Guadalupe Trigo, pese a ser en ese momento uno de los compositores más connotados de México en el terreno de la música popular, era negado visceralmente en su propia asociación. Un año antes de su muerte, en la comida anual de los compositores, los organizadores negaron todo indicio de vida de Trigo al no permitir la programación de su pieza “Mi ciudad”, que luego de su desaparición pasó a convertirse en el símbolo sonoro de la Sociedad de Autores y Compositores de la Música. Trigo recibió un sinnúmero de ofensas e insultos en su propia comunidad musical por su empecinamiento en aclarar los sucios manejos de su gremio. Una vez fue echado de la asamblea con silbidos y leperadas injustificados que hirió demasiado al compositor. Y ahí estaban, entre los incomprensibles agresores, compositores de prestigio como Armando Manzanero, siempre firmes e inamovibles en la cúspide de su sindicato.

Cuando yo le preguntaba a Trigo las razones de la carnívora actitud de estos famosos compositores, recuerdo que, pese a su encono gremial, se mostraba comprensible con esas actitudes.

—No pueden hacer otra cosa —decía—. Sus intereses están muy anclados en el sistema. Si abandonan la nave serían náufragos en el océano. Como lo soy yo.

Trigo no vería nunca el desmoronamiento de Gómez Barrera, ni la exculpación pública de ese líder sindical de la que fuera objeto por su sucesor Roberto Cantoral: el jueves 18 de marzo de 1982, a la edad de 40 años, murió Trigo en la madrugada al ser embestido el auto en que viajaba, a sólo 50 metros de llegar al fraccionamiento Burgos, en la carretera de Cuernavaca, donde vivía. Fue una muerte jamás aclarada, impune, solitaria. El hecho es que su desaparición física dejó de molestar (¿estorbar?, ¿incomodar?) a un sindicato de la música que tenía un negro y secreto expediente. El silencio posterior que rodeó la muerte de Trigo (tan absurda como nunca investigada), hace ya cuatro décadas, es uno de esos silencios dolorosos, que no se olvidan a pesar del paso implacable de los años.

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Su música sigue ahí. Es el último renovador de la canción ranchera (Pepe Aguilar acaso es su continuador, sólo que en lugar de reestructurar este canto prefiere, mejor, inclinarse por las plantillas de la nueva canción latinoamericana). Después de José Alfredo, Guadalupe Trigo quiso provocar una nueva línea. Tal vez lo consiguió, pero los ejemplos son experimentalmente escasos: no tuvo tiempo de desarrollarlos…

Como Guadalupe Trigo que tuvo que silenciar su labor musical al tratar de defender los derechos de autor de sus compañeros, que lo maltrataron continuando la costumbre aduladora nacional que consiste en besar la bota patronal aunque se asuman sumisos y medianos, de ese mismo modo Consuelo Velázquez (1916-2005) también se retiró de la escena para, en privado, tras bambalinas, encauzar los manejos, siempre sucios (o por lo menos no transparentes), de la Sociedad que vela los intereses de los compositores en México, amañada, que ha enriquecido sólo a un pequeño comité directivo, al grado de que, con el tiempo, estas asociaciones se han convertido prácticamente en negocios familiares: al morir Roberto Cantoral (1930-2010) le ha heredado a su hijo la administración de la SACM, por ejemplo, aunque hay mucha cautela al respecto, incluso en las redes sociales es difícil poder localizar con precisión el directorio inamovible de esta sociedad. Guadalupe Trigo murió en circunstancias sospechosas, Consuelo Velázquez se difuminó como compositora. Los líderes de los movimientos sindicalistas en la música callan, acaso sin querer, sus instrumentos, ya sea el piano o la guitarra, porque no es cualquier cosa enfrentar a una institución en México… a sabiendas de su radiante enriquecimiento al tomar posesión de ellas, tanto Carlos Gómez Barrera (1918-1996) como Venus Rey (1916-2003) se enriquecieron a manos llenas fungiendo como líderes en sus respectivas asociaciones protegidos, e incluso vitoreados, por sus agremiados, como ha sucedido históricamente en los asuntos sindicalistas en México sin que nunca los trabajadores levantaran la voz contra las visibles corrupciones de sus jerarcas, tal como lo hemos visto hasta en los años morenistas con el reciente respaldo, por ejemplo, de los trabajadores de Pemex votando a favor de la corrupción para que todo siga inamovible en sus bases internas. ¡Y ay de aquellos que se atrevan a declarar o a acusar a sus líderes de corruptos!

Guadalupe Trigo pagó caro su arrojo de señalar de corrupto a su líder.

Y México pagó caro musicalmente su partida.

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