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Escribe José de Jesús Sampedro: mi vida otra sería de no haberme encontrado a tiempo (rememoro: a finales casi de mi adolescencia) a Paul Simon y a Arthur Garfunkel, concisa especie de ángeles cuya virtud mágica radica acaso en transformar la tristeza en júbilo y en transformar el júbilo en tristeza, leal alquimia que le demuestra luego al cautivo que su alma es una cifra, es un enigma…


Mi vida otra sería otra vida de no haberme encontrado a tiempo (rememoro: a finales casi de mi adolescencia) a Paul Simon y a Arthur Garfunkel, concisa especie de ángeles a quienes Dios envió al mundo un ignoto día, y cuya virtud mágica radica acaso en transformar la tristeza en júbilo y en transformar el júbilo en tristeza, leal alquimia que le demuestra luego al cautivo que su alma es una cifra, es un enigma. ¿Que cómo fue que encontré entonces a tiempo a Paul Simon y a Arthur Garfunkel? Perdón. Lo explico. Ocurrió justo antes de introducirme (de lleno: aun pleno) a mi adolescencia adusta, a comienzos casi de 1968, entre el claroscuro de un cine de cuarta, mientras que veía y veía a la siempre hermosisísima Katharine Ross flotando alrededor de ella misma, y a un Dustin Hoffman palurdo seguirla inane, a distancia, bajo la interminable euritmia del lírico himno que modula el tema de “Scarborough Fair/Canticle” y que complementaba o que singularizaba la intensidad retórica de la escena. (Me convenzo nuevamente ahora de que experimenté un muy ligero aflujo de la ordinaria gracia que de ordinario impregna a quien elige y de que estuve al borde estricto de un orbe místico.) Acoto. Pienso. Matizo. Aunque a mediano plazo llegó a mi vera el álbum Bookends, quizá el aporte básico de Paul Simon y de Arthur Garfunkel a aquella contemporánea síntesis que el folk y el rock y el pop art y la psicodelia propia de la Costa Oeste de los Estados Unidos le insufló a los hálitos de la época. A la inversa: verdadero ejemplo de la trama estética así propuesta, Bookends involucra una trama ética que involucra una inmune serie de obsesiones (ni artificiales ni academistas), válidas en cuanto al ejercicio de la sensibilidad y del criterio de quien lo escucha, y cuyo matiz de fondo y forma y de origen venía del centro de sus anteriores álbumes, en su esencia tácita de su magnífico Sounds Of Silence, que reúne heterodoxas crónicas que ostentan títulos como “Richard Cory”, o como “Leaves That Are Green”, o como “A Most Peculiar Man”, que ineludiblemente conmueven y que refinan el testimonio que instituye el Yo genérico en la Tierra. (Memoria, fe: igual a Historia.) Perdón. Volviendo a Bookends: su ontológica viveza fúnebre me arrobó, me hechizó, me develó un sonido o, mejor, un ritmo atávico capaz de transportarme hasta el circuito de las esferas cósmicas que de improviso imitan a las campanas o capaz de inmovilizarme dentro de los límites de esas calles que de improviso imitan a las galaxias. Espejo. Bookends me duplicaba. A propósito, su oferta abriga “Fakin’ It” y “America” y “Punky’s Dilemma”, un tercio al foro de sus restantes ternas maestras. Qué intrincada cantidad de malos y de ampulosos y de buenos momentos me preservan todavía hoy en su furor, en su dulzura. Hoy, Paul Simon (Newark, Nueva Jersey, 13 de octubre de 1941) y/o Arthur Garfunkel (Forest Hills, Nueva York, 5 de noviembre de 1941), cumple, cumplirá, ochenta años, uno. Simon y Garfunkel. Dios, tu envío.

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