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“El alma no se oscurece cuando tiene lucidez y valor que iluminan la vida”

Severo Iglesias, a un año de su partida...

Enero, 2022

En este 2022, dos aniversarios se cruzan y se enlazan en la figura del filósofo Severo Iglesias. En enero se conmemora el primer aniversario de su partida; y, por otra parte, en noviembre próximo, de haber seguido con nosotros, hubiera cumplido 80 años. En el siguiente texto, Juan José Flores Nava evoca y recuerda al pensador y docente universitario, pero, sobre todo, al hombre íntegro e intachable que filosofó libre, desde los márgenes, pues nunca perteneció a cofradía o capilla alguna.

“Nada se va del todo”. Eso fue lo que usted me dijo, maestro Severo Iglesias, para animarme aquella ocasión en que le anuncié con tristeza que el periódico que elaboraba al lado de un amigo periodista llegaba a su última edición. Usted —generoso como siempre— había aceptado participar en aquel impreso desde los primeros números. Poco más de tres años duró esa aventura editorial en la provincia mexicana. Esas palabras, “nada se va del todo”, resuenan con un significado profundamente humano ahora que usted, maestro, no está entre nosotros. Hace un año, el 28 de enero de 2021, se marchó a una dimensión a la que tarde o temprano todos arribaremos. Tenía, al momento de partir, 78 años. Sin embargo, al releer nuestras conversaciones por correo electrónico, al recordar nuestras pláticas cara a cara, al traer a la memoria auditiva nuestras charlas telefónicas, al revisar la cantidad de ocasiones en que usted compartió su pensamiento con los lectores de las publicaciones en las que participamos juntos, pero, sobre todo, al darme cuenta de la basta obra que nos ha heredado, puedo decirle, querido maestro, que, en efecto, nada (ni nadie) se va del todo.

Era 2014, maestro Severo Iglesias. Yo acaba de contarle, en aquellos aciagos días, que todo a mi alrededor —no sólo nuestra publicación— se derrumbaba. Y usted me escribió que “en medio de las borrascas el alma no se oscurece cuando tiene lucidez y valor que iluminan la vida”. Así, me impulsó a seguir. A dar la batalla. Su vida fue lucidez, fue imaginación, fue valor, fue pensamiento. Su filosofía no fue la de ese saber abstracto, sin destinatario, que sirve para ahogarse en vanidad, sino la de ese saber cargado de concepto y de una palabra que da esperanza, que busca hacer brotar una chispa de conciencia en los lectores que no desean anestesiar su mente leyendo la reiteración de los hechos diarios, la nota amarilla o el comentario circunstancial.

Tal como me lo dijo entonces, yo se lo escribo a usted ahora, a un año de su ausencia: “El término es el límite de algo. Llegar a él no anula los momentos del devenir. Los pasos que da el progreso histórico no borran las huellas del transitar, las recapitulan en una totalidad que las condensa y reorganiza por épocas, para abrir otro camino, otra condición que sea plataforma de quienes continúan. Los que se montan sobre otros hombros, ven horizontes más lejanos y afinan la vista y la pluma”.

Usted, maestro Severo Iglesias, transitó por el mundo dejando una huella profunda en la historia nacional. Es verdad que parte de esta huella puede encontrarse en las páginas de sus Obras completas (labor que emprendió don Urso Silva, su editor, en Morevallado Editores, al recoger en una sola colección casi 60 volúmenes que suman miles de páginas), pero también en la orientación que dio a varias instituciones del país o en la memoria de sus alumnos. Basta recordar que usted fue el primer director, en 1974, de la Escuela de Filosofía de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, lugar donde aún se lo recuerda con mucho cariño. En cambio, en su natal Nuevo León, donde usted vio la primera luz el 6 de noviembre de 1942, no siempre le fue bien. Sus ideas y sus acciones en favor de la libertad y en contra de la derecha (pero también en contra de ciertos sectores privilegiados y sectarios de la izquierda) lo llevaron, como recordaba Efrén Vázquez Esquivel el año pasado en el diario Milenio, a ser corrido, en los años setenta, como secretario de la Preparatoria 2, en Monterrey, ocasión en que los porros lo despidieron tirando al patio los libros de la biblioteca, a los que le prendieron fuego. Pero fue peor, apunta Vázquez Esquivel, cuando en la Facultad de Filosofía de la Universidad Autónoma de Nuevo León lo corrieron a balazos junto con un grupo de sus seguidores.

Sería, acaso, porque los temas que más lo estimulaban remaban en contra de la descomposición histórica en que fue cayendo nuestro país. Entonces usted decidió involucrarse activamente en cambiar el rumbo torcido al que desde el poder se ha arrastrado a nuestro México, consciente de que nuevos problemas exigen nuevas palabras, nuevas teorías, nuevos conceptos, nuevas respuestas. Y que sólo de este modo se comprende a fondo el pasado y se intuye el advenir. “Querer ver el mundo nuevo con una conciencia vieja es mirarse en un espejo oscuro; al estirar los lazos se hace más fuerte el nudo —escribió—. Este nudo de la historia actual se amarra sobre otro: nadie se va para siempre. No sólo porque su recuerdo queda en la memoria de los herederos, sino porque sus hechos pasan a formar parte de la vida real donde crecen los que siguen”.

Nada menos, por ejemplo: uno de sus alumnos, el historiador y maestro Jorge Vázquez, escribió que “las ideas filosóficas de Severo Iglesias sobre la ideología y la ciencia; la crítica y la comunicación; la razón ficticia y la praxis; la dialéctica triádica y el socialismo nuevo; el México nuevo y la soberanía social culminan el despliegue de sus posibilidades con la belleza del esfuerzo que conquista la perfección del pensar que cumple su misión; es la misión que brota de las exigencias del mundo y la historia, del pensamiento y acción; esa misión es militancia política universal y singular: es unidad de la humanidad y su soberanía social, con la vida popular nacional”. Lo ve, maestro Severo, una muestra clara de lo que usted mismo afirmaba, que nada se acaba del todo porque el pensar verdadero no se traiciona a sí mismo.

Una soberana tontería

Entre otras cosas, algo que siempre admiré de usted es esa convicción de que la filosofía no es la que resuelve los problemas, así como tampoco los resuelven las ciencias físicas o las biológicas. Usted sabía muy bien que sólo las sociedades resuelven los problemas. La contribución de la filosofía está en iluminar y en orientar sobre posibles soluciones, decía. Recuerdo muy bien que aquella famosa frase que reclama a los filósofos no haber hecho otra cosa hasta hoy que interpretar el mundo cuando de lo que se trata es de transformarlo, le parecía una soberana tontería. “Quien transforma al mundo —decía— es la sociedad, el mismo mundo. La función del filósofo es aportar los mejores elementos de principios, de fundamentos y de ideas que puedan iluminar la problemática en nuestros países. Esa es una filosofía responsable y comprometida”. Alguna vez José Revueltas afirmó que los mexicanos padecemos una amnesia histórica. No nos interesa el pasado, por más reciente que sea. Y si no salimos de esa amnesia, no vamos a entender cuál es la fuente de la que debemos abrevar, pues seguiremos creyendo —se lamentaba— que para resolver los problemas de educación, de economía o de tecnología hay que seguir pensando en el extranjero, en la privatización, como si nos gustara tener alma de colonizados.

De ahí que en una de nuestras pláticas me dijera que ante la globalización, que amenaza con hacer desaparecer naciones completas (naciones en el sentido de componentes del mundo formadas por una base territorial, política, social, tecnológica, educativa y cultural), se hace necesario propiciar y fortificar, además de la tecnología y el mercado, nuestra base cultural. Por ello insistía en impulsar la “cultura de base”; es decir, los hábitos perceptivos, de higiene, convivencia, trato, comunicación, pensamiento y acción que sustentan el modo de vida del pueblo. Dar a dichas bases un contenido mexicano propio significaba, para usted, preparar el suelo donde germine la sensibilidad estética, artística, moral, ética y cívica que México necesita como condición de autonomía en el contexto mundial. Y ambas, la base cultural y la cultura artística, son fuentes de la vida del espíritu nacional: “Cicerón, que inventó el término, lo dijo: colo, colere, cultura, es cultivar, poner a lo natural el sello humano”.

Queda claro, entonces, que cuando usted, maestro, se refería a la cultura, no lo hacía desde esa mentalidad posesiva que reserva la génesis cultural a grupos profesionales. No. Por el contrario. Su horizonte es la cultura nacional y la formación de un pueblo mexicano culto. Usted mismo padeció la segregación, la marginación y el exilio intelectual por no someterse al poder de grupos, en especial de izquierda. No puedo olvidar mi asombro cuando me contó aquella anécdota sobre su libro Sindicalismo y socialismo en México. En 1968, me dijo, entregó usted a la editorial Grijalbo su manuscrito. Casi un año después recibió una “resolución” del consejo editorial (algo así como un Comité Central o una Comisión de Censura) donde figuraban, nada menos, que Adolfo Sánchez Vázquez y Elí de Gortari. Ambos rechazaron su obra por “decir las cosas en términos muy abstractos”, incomprensibles para “las masas”, según arguyeron.

No obstante, usted decidió acudir directamente con el entonces gerente de dicha editorial y éste tomó la decisión de que su libro sería publicado: “Mi obligación es hacer negocio”, le dijo el gerente, “y este libro va a venderse”. Tenía razón: circuló veinte años, de 1970 a 1990. Es decir, el verdadero fondo de la determinación del “consejo editorial” sobre su libro era excluirlo por no simpatizar con la militancia comunista de los “consejeros”. Usted no formaba parte de dicho partido. Este tipo de decisiones lo orillaron a realizar su trabajo alejado de la palestra, de los colegios y de los cotos de poder universitarios. Por lo tanto, de los reconocimientos, de los premios, de los elogios. Nunca se llevó bien con los colegios de Filosofía. Ellos se reparten los feudos, los poderes, las plazas. Así que cuando se dio cuenta de lo que eran, juró no formar parte aunque lo invitaran.

Más aún: me quedé asombrado cuando me dijo que Eli de Gortari, a quien yo había leído y admirado en el bachillerato, fue un simulador, pues figuró y murió como un filósofo marxista cuando nunca lo fue. ¡Era un positivista que no pudo pasar de ahí! O cuando me contó que se atrevió a cuestionar y a contradecir en plena clase al maestro Luis González y González porque usted no creía en la historia localista. Esa ocasión González y González había terminado de elaborar su famoso manuscrito sobre su pueblo San José de Gracia, una historia de la matria, decía él, y compartió con varios alumnos, usted entre ellos, el resultado. En ese momento usted se permitió decirle que no estaba de acuerdo con él porque creía, y siguió creyendo, en la historia nacional, porque en ella, argumentaba usted, se encuentran las grandes líneas y las grandes tendencias que orientan a un país. La historia chiquita, le dijo, no es sino la repetición de las pequeñas cosas, de las pequeñas vanidades, de las envidias que se dan en las localidades.

Un ejemplo más: me dijo que Adolfo Sánchez Vázquez, un filósofo muy ponderado, era de un autoritarismo feroz, y quien lo haya tratado en persona, insistió, lo sabe de primera mano. Pero no paró ahí: usted agregó que Sánchez Vázquez fue un personaje de la filosofía mexicana que se contentó con repetir y repetir a Marx. Eso era algo que a usted, sin duda, no le interesaba. Así que prefirió mantenerse a distancia de sectas de poder académico y político. De ese modo, poco a poco, fue quedando al margen. Pero eso no impidió que usted dejara de reflexionar, de escribir, de dialogar, de asistir a recintos académicos en los que se podía discutir en plena libertad.

Sin el pensar crítico la conciencia es dogma

Maestro: ahora que ha pasado un año de su partida, quiero recordarlo porque, aunque nos hace falta su presencia, es importante que su obra se mantenga viva, presente. No por otra razón sino porque, como usted decía, la filosofía sigue guiando al mundo. A pesar de los filósofos y de sus escuelas, la mano de la filosofía siempre va adelante. Pues sin el pensar, afirmaba, la existencia no es humana: “La conciencia no es suficiente para cambiar al hombre, dado el cinismo de que se ha vuelto capaz —escribió en algún lugar del Tomo I de sus Obras completas—. La reflexión, si busca incidir sobre la vida, no debe limitarse a saber; ha de asumir las consecuencias, los fines y los valores que cada giro del pensamiento ofrece. Debe volverse modo de existencia para superar la inconsciencia, la alienación, la indiferencia y el nihilismo; no una cadena que ate las manos de la acción ni un espejo para justificar el cinismo. Sin el pensar crítico la conciencia es dogma. Sin el pensar dialéctico la conciencia es cálculo”.

Pero el distintivo que siempre guió cualesquiera de sus trabajos, tanto filosóficos, como administrativos y académicos, fue su responsabilidad ante la vida de México, a pesar de que usted mismo sostenía que la verdadera filosofía es universal. Pero ante esta aparente contradicción usted explicaba que vivimos en un lugar, América Latina, que tiene cinco siglos de existir. Pero en todos estos años nunca hemos podido obligar al mundo a leernos. Y no será hasta que lo hagamos que nos daremos cuenta de que somos libres y soberanos. El verdadero reto radica en hacer filosofía a la altura universal. Y la mejor manera de hacerlo, aunque parezca una paradoja, es pensar en nuestra vida nacional. Es llegar al fondo de una realidad que se nos escapa generalmente de las manos. Usted lo intentó. Usted se entregó hasta el final a esta labor que consistía en ver los problemas de México desde el lado de los grandes principios: la acción (que es la praxis), la razón (que está en la filosofía) y los valores. Enfrascados en cuestiones de poder, en pequeños intereses, en pelear por nimiedades, como hemos permanecido por siglos, no vamos a salir del corral en que seguimos viviendo, decía, anteponiendo una disculpa por la expresión.

Y es que usted fue un hombre sensible, maestro, no un egocéntrico racionalista. Por eso no dudó, en aquel 2014, cuando le compartí que mi existencia se venía abajo, en responderme que la vida nos invita a apostar por encontrar el sentido oculto que en cada vuelta de la brecha nos deja ver sólo una faceta. Siempre se apuesta, pues, el todo de nuestra existencia ante una parte de la vida. Cuando ganamos, la “banca” nos paga una parte; cuando perdemos, parece que todo se nos va. Sin embargo, dijo, si se tiene la valentía para seguir transitando, las encrucijadas son parte íntima del camino. ¡Hoy, maestro Severo Iglesias, lo sé muy bien!

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