Bicentenario natal de Charles Baudelaire
Nacido en París el 9 de abril de 1821, Charles Baudelaire murió 46 años después, el 31 de agosto de 1867, en su ciudad natal. Procedente de una clase social privilegiada, relacionada con la nobleza, se negó rotundamente a asistir a la universidad y a comprometerse en cualquier profesión, oficio o trabajo útil : con una soberanía sin límites, dedicó su vida laboral a leer y escribir sólo lo que le pidiera su insaciable curiosidad. “El primer vidente”, “un verdadero Dios”, lo llamó Rimbaud. Al artista que descubrió la función de la poesía en la era moderna, la posteridad le ha reservado un sitio en el altar de la literatura universal. Aquí celebramos su bicentenario natal…
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Pesarosa la vida de Charles Pierre Baudelaire, nacido el 9 de abril de 1821 en París, Francia, muerto su padre a los 67 años cuando el niño apenas contaba con cinco de edad y cuya madre, Caroline, aún muy joven, de 31, contrae matrimonio inmediatamente, en 1828, con un flamante comandante de 39 años llamado Jacques Aupick.
“Desde ese momento —dice I. G. Sanguinetti en el prólogo del libro El spleen de París (Club Internacional del Libro)—, las relaciones paterno-filiales fueron difíciles e imperó la hostilidad mutua. El niño miró siempre a su padrastro como a un intruso, como a un enemigo en un hogar formado, exclusivamente, por madre e hijo. Imposible la convivencia, fue enviado interno a colegios en Lyon (1832-1836) y en París (1836-1839), donde tuvo una infancia y adolescencia tristes y desgraciadas, que dejarían una profunda huella en la hipersensible y excitante imaginación de Baudelaire”.
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Expulsado del liceo Louis-le-Grand “por su abierta actitud de rebeldía e insubordinación, terminó sus estudios en el Léveque et Bailly, en 1839. Ese mismo año se matriculó en la Universidad de París para estudiar leyes y se entregó con vehemencia a una vida de bohemia y excesos: bebe, juega y tiene amores con prostitutas. Probablemente —asevera Sanguinetti— en este turbulento periodo de juventud contrajo la enfermedad venérea, la sífilis, que sería, indirectamente, causa de su temprana muerte”, ocurrida en 1867.
Los Aupick, “alarmados por su conducta disoluta, hartos de sus desvaríos y cada vez más remisos a pagárselos, recetaron al díscolo muchacho un largo viaje por mar, que le llevó quizá hasta la misma India, para que se tranquilizara y meditara sobre su futuro. Por entonces, ya jugueteaba con la idea de dedicarse a la literatura. La azarosa travesía (1841-1842), los lugares y gentes conocidos van dejando una indeleble impresión en su espíritu artístico, soñador y romántico, después reflejada en su obra”.
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Bajo su responsabilidad, regresó a Francia antes de lo planeado. “Nada más volver —nos cuenta Sanguinetti—, Baudelaire entabló relaciones amorosas con una mulata, Jeanne Duval; es la primera de una larga lista de infortunadas relaciones con el sexo femenino que constituirá un sino en su vida. La tormentosa historia de amor, enormemente fructífera desde el punto de vista poético, durará con intermitencias hasta 1856”.
Ya también es un asiduo a las reuniones literarias. Entabla amistad con Theóphile Gautier (1811-1872) y Théodore de Benville (1823-1891). “Al cumplir los 21 años, el joven Baudelaire pudo acceder a la herencia paterna. Sus particulares gustos artísticos y eróticos encontraron una generosa satisfacción durante dos años, hasta 1844. Escandalizados, los Aupick, y concretamente por iniciativa de Caroline, su madre, consiguieron que ‘la disposición efectiva’ de la fortuna del anciano Francois Baudelaire fuera transferida a un conocido notario llamado Narcisse-Désiré Ancelle, que será desde ese momento el tutor judicial del manirroto, además de desaprensivo e inmoral, Charles-Pierre. Humillado por su familia (sólo tendrá derecho a recibir una ‘razonable’ pensión), se rebela y rompe el cordón umbilical que hasta entonces le ha unido a los Aupick, lanzándose a una vida de despilfarro tanto vital como económico”.
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En 1857, el mismo año en que su amigo el pintor Eugéne Delacroix (1798-1863) es admitido en la Academia de Bellas Artes, Baudelaire se halla al borde del suicidio. “Pasa por un estado de depresión espiritual como nunca había experimentado hasta ahora. Su aparatosa tentativa, en realidad un grito de socorro dirigido a sus semejantes, y en particular a su familia, no cayó en saco roto y, al menos temporalmente, gozó de la atención y el cuidado de los Aupick. Espoleado por una especie de fiebre de entusiasmo y de ganas de trabajar, escribe con todo su empuje el primer borrador de sus poemas”, que lo convertirían, a la postre, en el autor que inauguraría, aquí sí, la modernidad lírica europea.
Paul Verlaine (1844-1896) llamaba a Baudelaire el “hombre moderno”, adjetivo que más tarde, dos décadas después, se transformaría en el contundente “poeta maldito”. Ferviente admirador del estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), lo tradujo empecinadamente al francés a la vez que “de manera enfebrecida”, consciente del esfuerzo creador, trabaja en sus propios poemas y libros. La noticia de la muerte de Poe (“cuatro días después de ser encontrado borracho, destrozado y exánime en un callejón y a pocos metros de una taberna, su fallecimiento había pasado totalmente desapercibido: nadie asistió a su entierro”) lo había ensimismado ya en una honda tristeza. En su solitaria existencia, Baudelaire “sólo está acompañado de ‘la pequeña redoma de láudano, vieja y terrible amiga’. Bebe ese preparado hecho por maceración en alcohol del polvo del opio, coloreado por la presencia del azafrán, aromatizado por varias esencias y el vino de Málaga y que contiene 1 por cien de morfina, para evadirse, para huir de la insoportable soledad, de los recuerdos que lo torturan, del temor a la muerte”.
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A partir de ese 1857 se propone trabajar a diario los últimos diez años que le quedarían de vida (“es preciso trabajar —se decía a sí mismo— si no por gusto al menos por desesperación, puesto que, bien pensadas las cosas, trabajar es menos aburrido que divertirse”).
Publica su famoso poemario Las flores del mal —con una tirada inicial de mil 300 ejemplares—, que “desagradó a los estetas puritanos y a las autoridades morales”. El periódico Le Figaro comentó, a propósito del libro: “Lo odioso se codea allí con lo innoble; lo repugnante se asocia a lo infecto. Jamás, en tan pocas páginas, se vio morder y hasta masticar tantos senos; jamás se asistió a semejante desfile de demonios, fetos, diablos, clorosis, gatos y podredumbre”.
A los ataques de Le Figaro siguieron, con rapidez, una demanda judicial “por ofensas a la moral pública y a las buenas costumbres”, el “secuestro del libro y un proceso con sentencia condenatoria, multas” y la supresión de seis de sus 101 poemas por “obscenos e inmorales”.
Entonces, “la misantropía y el pesimismo se adueñaron del torturado espíritu del poeta —dice Sanguinetti—. Su salud, bastante castigada ya, se resintió por los pasados disgustos y por los constantes excesos del escritor. Las drogas ponían a prueba su debilidad natural. La acción del opio sobre el organismo humano depende de la dosis: a pequeñas dosis actúa como estimulante cardiaco y cerebral; a dosis medianas produce somnolencia, dilatación vascular e inhibición de la actividad motora; a dosis altas reina la náusea, el vómito, la depresión de los centros respiratorios y circulatorios y, sobre todo, el estupor o, lo que es lo mismo, la disminución de las funciones intelectuales, acompañada de un aspecto miserable de asombro o de indiferencia”.
A pesar de su decisión de escribir a diario, Baudelaire hace grandes y largas pausas debido a la sumersión en su “paraíso artificial” de “ocio y ensueño huyendo de la necesidad de trabajar, agobiado por las deudas, la presión de la responsabilidad y la realidad de cada día”. Así se lo dice a su madre en una carta: “Durante varios meses he yacido en una de esas atroces languideces que todo lo detienen; no he tenido el coraje de tocar las pruebas de imprenta apiladas sobre mi mesa desde comienzos del mes y, sin embargo, llega un momento en que debo arrancarme, con horrible dolor, de ese abismo de indolencia”.
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A su regreso de Bélgica, en 1865, donde fuera muy mal recibido, y con el mito de maldad que le seguía a todas partes, Baudelaire sufre un ataque y síntomas graves de afasia y hemiplejía: “Su familia le trasladó, inmediatamente, a una clínica de París (1866). Estaba todavía lúcido, pero había perdido el habla. Allí murió en 1867”, el 31 de agosto a las 11 de la mañana.
Dice Carlos Pujol que los últimos días del poeta fueron “episodios muy baudelaireanos, patéticos y significativos, con un toque de irónica vulgaridad en el horror. El poeta, herido de muerte por la hemiplejía, sin poder leer ni hablar, vegetando durante un año entero en el sanatorio del doctor Duval, en Passy, con un ojo ciego y la lengua trabada, sólo puede tartajear unas palabras malditas: cré nom! Una barba gris le desfigura el rostro, y su cráneo está bronceado por el sol”.
Sin embargo, Pujol afirma que Baudelaire “reconoce a los visitantes y les indica por señas que comprende lo que dicen; cuando pasea por el jardín, las flores y algunas plantas le arrancan gritos de admiración, y si la señora Manet se sienta al piano para tocar música de Wagner, expresa su júbilo con sordos gruñidos que son también el banal juramento, todo lo que queda de la voz lírica más admirable de Francia”.
Luego, la sordera “lo aislará del mundo exterior; ya no oye lo que le dicen, sólo cruza melancólicas miradas con los que van a verle. Su madre, todo el día a su lado, se esfuerza por hacerle repetir las palabras que ella silabea, como volviendo a un aprendizaje de niño que tiene que descubrir el habla”.
Caroline Archimbaut-Dufays, luego De Baudelaire y luego De Aupick, la madre del poeta, por fin lo atiende, por una vez en la vida. Viuda otra vez desde hace ya una década (el general Aupick murió el 28 de abril de 1857, curiosamente el año en que Baudelaire se decide a entregarse por entero al trabajo literario), Caroline estaría con su hijo hasta la muerte del poeta, a los 46 años de edad.
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Tres años antes de su deceso, en 1864, paradojas de la vida, el temible periódico Le Figaro —que negara los primeros poemas de Baudelaire con rabioso énfasis— publicó una selección de sus antiguos poemas en prosa con el nuevo título El spleen de París, término inglés —spleen— que procede del griego que significa “hipocondría” y que en castellano quiere decir “melancolía”, “tedio”. Probablemente la respuesta a dicho título está en que “tales poemitas —dice Sanguinetti en el prólogo al libro de la colección ‘Genios de la Literatura’— se gestarían durante una de sus crisis de inercia contemplativa, como cuenta a su madre en estas líneas de una carta: ‘Entonces, constantemente, me pregunto a mí mismo: ¿para qué esto, para qué aquéllo? Tal es el espíritu del spleen’. El origen onírico de la obra queda aún más patente cuando, insatisfecho con su tarea poética, confiesa en la dedicatoria de El spleen...: ‘Empero, a decir verdad, me temo que mi celo no me ha traído felicidad. En cuanto hube comenzado a trabajar, me di cuenta de que no sólo estaba muy lejos de mi misterioso y brillante modelo, sino que además estaba haciendo algo… singularmente diferente…’ El estilo, la musicalidad de los versos responden también a las ensoñaciones del poeta: ¿Quién de nosotros en sus días ambiciosos no ha soñado el milagro de una prosa poética, musical, sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y contrastada para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño, a los sobresaltos de la conciencia?”
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Son, asimismo, narraciones breves, cuentos cortos, prosa ligera. Abre el libro con una confesión de fe: la abrumadora soledad del hombre que viene solo al mundo y se va igualmente solo:
“—¿A quién amas más?, di, hombre enigmático: ¿a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
“—No tengo padre ni madre, ni hermana ni hermano.
“—¿A tus amigos?
“—Utiliza usted una palabra cuyo significado no conozco hasta el momento.
“—¿A tu patria?
“—No sé en qué latitud está situada.
“—¿A la belleza?
“—La amaría de corazón, diosa e inmortal.
“—¿Al oro?
“—Lo odio como odia usted a Dios.
“—Entonces, ¿qué es lo que amas, extraordinario extranjero?
“—¡Amo las nubes… las nubes que pasan… allá… allá… maravillosas nubes!”
Son exactamente 50 breves textos, que han influido, de modo determinante aunque críptico, a las posteriores generaciones literarias.
“No a todos se les ha concedido tomar un baño de multitud —escribió Baudelaire—: gozar de la muchedumbre es un arte y sólo puede vivir una jarana de vitalidad a expensas del género humano aquel a quien una hada haya insuflado en su cuna el gusto por los disfraces y las máscaras, el odio por su casa y la pasión por los viajes.
“Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. Quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo entre una multitud atareada.
“El poeta goza de este incomparable privilegio de ser, a su gusto, él mismo u otro. Como esas almas errantes que buscan un cuerpo, entra cuando quiere en el personaje de cada uno. Únicamente para él está todo vacante y, si parece que se le cierran algunos lugares, es que a sus ojos no merece la pena visitarlos.
“El paseante solitario y pensativo extrae una singular embriaguez de esta universal comunión. Aquel que se desposa fácilmente con la multitud conoce goces febriles de los que se verán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, escondido como un molusco. Hace suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le presentan. Lo que los hombres llaman amor es muy pequeño, muy limitado y muy débil comparado con esta inefable orgía, esta santa prostitución del alma que se entrega entera, poesía y caridad, a lo imprevisto que aparece, a lo desconocido que pasa”.
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Un poeta en la multitud se distingue por sus gestos, por su mirada, por su honda diferencia acaso no visible por los que carecen de alma.
“Dice Vauvenargues que en los jardines públicos hay avenidas frecuentadas principalmente por la ambición decepcionada, por los inventores desgraciados, por las glorias abortadas, por los corazones rotos, por todas aquellas almas tumultuosas y cerradas en que rugen aún los últimos suspiros de una tempestad y que huyen lejos de la mirada insolente de los alegres y los gozosos”, apunta Baudelaire en el texto decimotercero de su spleen parisino: “Al poeta y al filósofo les gusta sobre todo dirigir hacia esos lugares sus ávidas conjeturas, porque allí tienen un alimento seguro. Pues si hay un lugar que desdeñan visitar es, como ahora mismo insinuaba yo, la alegría de los ricos. Esta turbulencia en el vacío no tiene nada que les atraiga. Por el contrario, se sienten irresistiblemente atraídos por todo lo débil, arruinado, contristado, huérfano”.
El poeta no se entretiene en una mesa contando las monedas que acumula producto de su poesía. No. Y si lo hace es, tal vez, un poeta sin alma, sin hondura: un correcto versificador pero insensible, e insensato, a la vida. Porque de que los hay, los hay. Baudelaire, figura señera, miraba, como los chinos, la hora en los ojos de los gatos, y esos son los poetas indispensables.
El estilo del poeta Roura, logra captar lo sustancial de la vida de Baudelaire y también, a seguir cultivando el gusto por la poesía.