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Lola Beltrán, un cuarto de siglo después

Aunque su nombre real era María Lucila Beltrán Ruiz, y aunque su nombre artístico era Lola Beltrán, la gente la conocía sencillamente como Lola la Grande. Cantante, actriz y presentadora de televisión, era considerada una de las máximas exponentes de la música vernácula mexicana. Y con justa razón: durante las cuatro décadas en las que se mantuvo en actividad, Lola Beltrán grabó más de 70 álbumes, muchos de las cuales se convirtieron en disco de oro. Con su expresivo canto, ella llevó la ranchera y la música mariachi de los barrios populares de México a los escenarios de todo el mundo. Además de su carrera como cantante, Lola fue también una exitosa coproductora y actriz de varias películas. Hace un cuarto de siglo, el domingo 24 de marzo de 1996, fallecía esta gran artista a los 64 años de edad. Aquí la recordamos…


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Hace un cuarto de siglo, el domingo 24 de marzo de 1996, a los 64 años de edad, falleció la sinaloense Lola Beltrán, la cantante mexicana más reconocida en el ámbito de la música ranchera, que dejó de ser, desde varios años tras, lo que era pues quienes la crearon, quienes le otorgaron identidad, se han ido ya de este mundo.

Lola Beltrán fue la voz femenina de lo ranchero, la que encauzara, después de la jalisciense Lucha Reyes (1906-1944), los cantos considerados —en un principio— masculinos.

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Lola Beltrán tuvo una carrera musical congruente, siempre en una línea, sin distracciones oportunamente comerciales. Si bien no era la única (Flor Silvestre, las Hermanas Huerta, Amalia Mendoza, Dora María, Lucha Villa, María de Lourdes, Alicia Juárez, Guadalupe Mejía), Lola Beltrán desde su inicio marcaría un estilo que la diferenciaba de las demás cantantes. Si ya Amalia Mendoza (1923-2001) había irrumpido en el “tablado de la canción con tormentosos gestos y actitudes que dejaron chicos los antiguos desplantes de Lucha Reyes”, Lola Beltrán de plano la ubicó, a la canción ranchera, en un contexto desconocido. Yolanda Moreno Rivas (1937-1994) apuntó en su libro Historia ilustrada de la música popular mexicana (Promexa / Patria, 1991) que, desde la aparición de Amalia Mendoza, “ya no será suficiente enunciar la letra de cada canción. Ahora será necesario hacerla explícita, actuarla, proporcionar al audiovidente los signos exteriores del sufrimiento o el despecho. Sutiles variantes pudieron coexistir dentro de los estilos de hipertrofia. Por ello el estilo arrollador de Lola Beltrán ya no estaría fundado en el grito, sino en el dolor enronquecido que sale del pecho. No obstante, estilos originales y de calidad como el de la Beltrán contribuyeron en su momento a popularizar incontables canciones rancheras”.

Sin embargo, con el paso de los años, al igual que ocurriera con los hombres, el mapa de la canción ranchera femenina también se agotó. ¡Hoy hasta Lucero o cualesquiera de los miembros de música infantil de Televisa, con tal de entretener al cada vez más ambiguo público mexicano, se ponen los pantalones de mariachi para entrar a los hogares con canciones rancheras! Luego de los sesgos vocales acuñados por Pedro Infante, Jorge Negrete, Javier Solís, José Alfredo Jiménez, Miguel Aceves Mejía, Lucha Reyes, Lola Beltrán o Lucha Villa, la interpretación ranchera ha sido retomada con variantes pero ya nunca con originalidad. Vicente Fernández, por ejemplo, es un laberinto de voces, no una única voz: ¡entre los agudos y los graves que tanto gusta incorporar en sus canciones emite felicidad cuando debía estar triste y pena cuando debía estar alegre! —una característica, por cierto, muy suya a la que, en lugar de corregirla, recurre con beneplácito incorregible.

Rubén Fuentes o Fernando Z. Maldonado (fallecido de igual modo en marzo de 1996, hace ya 25 años, cobardemente asesinado tras un intento de asalto en Cuernavaca) dieron al género ranchero una vitalidad que hasta el momento no ha sido, ni será, superada. Los cantores de lo ranchero —no hablo de imitadores, que siempre sobran— se han agotado. Y los que todavía quedaban a fines del siglo XX era porque ya habían sido —es decir, conservaban el prestigio por su pasado, por lo que habían ya realizado, que era bastante—, como la chihuahuense Lucha Villa (quien el próximo 30 de noviembre cumple 85 años de edad, pero fuera de la actividad musical desde 1997) o Chavela Vargas (1919-2012), en el caso femenino, y en su contraparte no abundaban sino algunas voces que los propios medios electrónicos habían eclipsado, como Cuco Sánchez (cuyo centenario natal se conmemora el próximo 3 de mayo, fallecido a los 79 años de edad el 5 de octubre de 2000) o Cornelio Reyna (1940-1997), ambas figuras que representaban lo contrario al ideal televisivo, alejadas de la galanura viril de un vocalista según los cánones de los emporios que basan lo visual en sus fuentes de prosperidad económica; ¡antes de morir Cuco Sánchez obtuvo un papel protagónico en una telenovela de Televisa donde el cantor era tan feo que no le quedaba otra que ser un hombre bueno y noble!

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Probablemente el último intento de seducción a esta rama musical ocurrió al principiar los ochenta con la incursión de Guadalupe Trigo remodelando, sin extraviar las formas, el cuerpo ranchero. Trigo quería hacer una nueva canción ranchera y con su dominio guitarrero y conocimiento literario se lanzó al ruedo, con bastante fortuna, consiguiendo varias piezas afortunadas, que son ya clásicas, por su diferencia, en la música ranchera. Pero en 1982 Guadalupe Trigo murió —a los 40 años de edad— en un “accidente” automovilístico jamás investigado (recuérdese que cuando falleció era el líder opositor del gremio corrompido de la Sociedad de Autores y Compositores de la Música, que dirigía Carlos Gómez Barrera). A diferencia de Juan Gabriel (1950-2016), que ya había sido interpretado por la mayoría de las cantoras rancheras —sin ser Juan Gabriel un compositor de lo ranchero—, Guadalupe Trigo tenía mayor sentido literario, pero entonces —acaso como también hoy— la popularidad de un artista no se medía por sus capacidades creativas sino por la insistencia radiofónica —como hoy por los likes en los asuntos digitales.

De ahí que las mujeres rancheras se hayan quedado rezagadas, porque en este género la composición es predominantemente masculina. Por esta incuestionable, y no machista, razón es que, cuando se recurre a la corriente ranchera, se tenga que volver, una y otra vez, a los compositores de antaño. Nada como aspirar el aliento ranchero con una canción de, digamos, José Alfredo Jiménez. Y no por ánimo extemporáneo, o por avalar ese dicho vetusto que reza que todo lo pasado fue mejor, sino simple y sencillamente porque, en música ranchera, ya no hay canciones nuevas que la reafirmen. Todo parece indicar que la canción ranchera es grande porque finalizó siendo categórica. Lo que ahora subsiste con el apelativo de “ranchero”, incluyendo los cantos del hijo de Vicente Fernández: Alejandro, no es sino una rara mezcla de pop con acentos básicos de la maquinaria sonora del pasado.

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A pesar de permanecer casi en los rincones oscuros de la popularidad, las cantoras rancheras, como Lola Beltrán, continuaban incólumes en su criterio de ser, nada más, cantoras rancheras. Guadalupe la Yaqui Mejía o la propia Lola Beltrán no cedieron a los beneficios financieros que deja una versatilidad musical genérica. (Lucero vestida de ranchera en un álbum para los gustadores de esta fuente interpretativa, que a decir verdad fue superada infinitamente por una roquera Linda Ronstadf con sus canciones rancheras recordando a su padre…)

Lola Beltrán cantó, antes que cualquier otro cantor popular, en Bellas Artes. Y lo merecía. A Nadia Piemonte, en el diario unomásuno de 1979, Lola Beltrán le contó su disciplina artística que la condujo hasta el Olympia de París, donde cantó para Carolina de Mónaco, Alain Delon, Ira von Fürstenberg, Sylvie Vartan, Johnny Hallyday, Sofía Loren.

Con su muerte, hace 25 años, no sólo desapareció una mujer que amaba cantar por cantar, sino que cantaba porque amaba lo que cantaba. Una cantora entregada al goce de cantar. Únicamente. Y con ella, se extinguió una vela más de las pocas que quedaban resguardando un canto que define (cada vez menos) a México.

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