Novelerías

La pesadilla está por comenzar

En poco más de 400 páginas, publicada en 2017 por Ediciones B, la novela Apocalipsis zombi llevaba como subtítulo “La pesadilla está por comenzar”. Su autor, José Noé Mercado (Ciudad de México, 1977) nunca imaginó que dos años después, a fines de 2019, la pesadilla en efecto daba inicio no en forma de zombi pero acaso peor: en un minúsculo monstruo invisibilizado que ha dejado, está dejando, un horror en el mundo. Presentamos un fragmento, con autorización de su autor, de esta literatura del terror, como ha clasificado a esta novela la propia editorial.


Antes de que los sorprendiera El Caniche y su banda, Lautaro había avanzado algunos kilómetros en su camioneta, con destino final a la casa de sus sobrinos, que serviría de punto de reunión y encuentro.

Ansiaba ver a sus familiares y comprobar a la brevedad que estuvieran a salvo, pero accedió a realizar una escala. Por una parte, no los desviaría mucho. Por la otra, Luciana y el capitán Vicuña insistieron tanto en forzarla que no le quedó más remedio que aceptar.

Sólo si encontraban las condiciones de seguridad para realizar la parada, eso sí.

Emprendieron el camino del Fanxi hacia su camioneta por el mismo pasaje subterráneo del Metro Hangares. Luciana aprovechó para llevarse algunos productos de la farmacia; sobre todo analgésicos, antibióticos y toallas femeninas que guardó en un bolso de viaje del que logró apropiarse en el camino.

En la tienda de ropa, el capitán Vicuña encontró una mochila y una chaqueta imitación de piloto aviador hecha a su medida. Con ella no sólo se protegió del frío, sino que logró compensar la pérdida de su flamante blazer cuando saltó del vuelo 1408 de Annapurna Airlines.

Fue el piloto el primero en escuchar el llanto del bebé en el vagón del tren, inmóvil sobre las vías como un animal muerto.

Lautaro, sorprendido de que la criatura aún respirara con la cubierta sobre la cara, le explicó lo que había comprobado al seguir esos chillidos y urgió al grupo para no detenerse; no tenía ya ningún sentido tratar de ayudar a ese niño mordido y abandonado.

Además de Luciana y Vicuña, el equipo lo complementaban Enzo Rodrigo Iglesias y su hijito Fabrizio. También ellos se refugiaron en la tienda de conveniencia, luego del trauma sufrido en la terminal aérea.

Venían como pasajeros en el último vuelo que aterrizó en el Aeropuerto Internacional del Distrito Mexicano. Arribaron a un territorio del que se había apropiado la confusión, el horror y la violencia.

Si escaparon con vida, en sentido estricto, debían agradecerlo al azar, a que otros seres y no ellos hayan sido las víctimas de esos mordedores que de momento no pudieron triturar a todos los presentes. Pero se multiplicaban y terminarían por hacerlo.

Aunque tienen ascendencia italiana y argentina, siempre han vivido en el Distrito Mexicano. Enzo Rodrigo es un empresario joven, próspero, lleva lentes, jersey y pantalón, así como una barba crecida de tres días y cabello crespo, alborotado, los cuales confieren un aspecto indie.

Lautaro se quedó con la impresión de que Fabrizio era un niño con alto grado de autismo. No habló, ni parecía prestar atención a su entorno, salvo en ciertos momentos impredecibles. La única forma en la que se comunicaba con su exterior era a través de un cubo de Rubik que armaba y desarmaba una y otra vez a una velocidad pasmosa, sin mirar lo que hacían sus manos.

Era una habilidad que atraía las miradas de inmediato. Sus dedos se movían sobre los cuadritos multicolores con tal rapidez y precisión que lucían como una imagen barrida.

Pero quizá más que ese talento lo que resultaba inquietante para los observadores era la finalidad del ciclo. En todo el trayecto, Fabrizio no paró de armar su cubo, de revolverlo y recomenzar luego de dos o tres segundos en los que apenas echaba un vistazo a su alrededor.

Si ese niño de cinco años producía un extraño desasosiego con su juego de eterno retorno, el capitán Vicuña, por el contrario, generaba confianza y seguridad.

Era un tipo de porte elegante y decidido. Tal vez resultaba un poco raro y con un aire misterioso que generaba con toda intención, pero a Lautaro le pareció fino y amigable, pese a esas gafas oscuras que se empeñaba en usar no obstante la oscuridad y la llovizna pertinaz.

La petición de Luciana, secundada por Vicuña, fue la de pasar a dejar a Enzo Rodrigo y a Fabrizio hasta su casa.

Ahí los esperaban —al menos eso creían con fe— su esposa y otra hija pequeña, ambas de nombre Julia.

Lautaro se opuso en principio. Les explicó la situación crítica de la ciudad y subrayó las prioridades: ir a la casa de sus sobrinos y evitar riesgos.

Su amiga chilena insistió. No podían abandonarlos a su suerte, cuando además Enzo Rodrigo había ayudado a que ella y el capitán Vicuña pudieran llegar al Fanxi.

—No siempre el camino recto es el más corto —dijo el piloto aviador, como si emitiera su voto—. Y menos aún si la ciudad está minada.

—¿Dónde viven? —preguntó Lautaro.

El rumbo decidiría el destino de Enzo Rodrigo y su hijo.

Cuando el joven empresario respondió, el periodista consideró que pasar a dejarlos no implicaba una desviación desmedida, por lo que dio el sí.

—Pero sólo si no representa riesgo extremo —acotó—. En ese caso se irán a casa con nosotros. ¿De acuerdo?

—Por supuesto —respondió de inmediato Enzo Rodrigo. ¿Tenía opción para decir algo más?—. Fabrizio, dale las gracias al señor Lautaro. Él nos llevará con tu hermanita y con mamá.

El niño sólo elevó los ojos hacia el periodista un instante. Hizo un gesto. Tal vez fuera una sonrisa o una expresión de molestia por interrumpir el armado de su cubo.

—¡Señor! —dijo Luciana, satisfecha de la decisión de Lautaro, y soltó una risita burlona.

—Mira, Lucky Luciana —Lautaro abrazó a su escuálida amiga al calor de ese apodo con el que siempre le ha demostrado cariño—: te recuerdo que eres mayor que yo. Si hay una señora aquí eres tú.

—Perdón —Enzo Rodrigo se contrarió—. No lo decía por molestar.

—Olvídalo —lo tranquilizó el periodista—. Pero Lautaro suena mucho mejor y no se presta para que mi amiga me practique el bullying. ¿No crees, Lucky Luciana?

No hubo tiempo para risas.

Se pusieron en marcha.

Lautaro tenía urgencia por saber el estatus de su familia.

Ayudó al capitán Vicuña y a Enzo Rodrigo para derribar postes con señalamientos viales de metal, como el suyo de No Estacionarse, sólo que con otros iconos como mensaje: Escuela Cerca y Cruce de Peatones.

Los utilizaron para abatir a media docena de mordedores dispersos, solitarios, que deambulaban por las calles, cerca del parque en el que Lautaro había estacionado su camioneta.

Los dientes filosos de una ciudad en imparable destrucción aguardaban su travesía.

El Caniche y su banda de secuestradores eran parte de esa dentadura.

La pantalla del gps parlanchín no servía.

Funcionaba, pero no tenía señal.

—De por sí el Internet móvil falla en condiciones normales en este país. Imagínense ahora —comentó Lautaro, como si se disculpara del lamentable servicio de telefonía celular que soportaba a diario—. Ni siquiera en zonas bélicas me tocaron telecomunicaciones tan inestables como en mi propia ciudad.

Nadie le hizo la plática sobre ese punto. Luciana, el capitán y Enzo Rodrigo iban aletargados, recuperándose de un cansancio acumulado y tan profundo que no les permitía dormir.

Fabrizio miraba por la ventanilla sin interés y parecía romper el tiempo récord de armado de su cubo en cada ciclo.

Cuando sintió que algo de fuerza regresó a su cuerpo, el capitán Vicuña dio la pauta para intercambiar las recientes experiencias que habían padecido y conjeturaron posibles causas que iban de un ataque biológico a un apocalipsis divino; de un exterminio extraterrestre iniciado con la caída de meteoritos y la lluvia roja a un alucine colectivo en tercera dimensión.

Grandes zonas habitacionales en llamas, microbuses de pasajeros abandonados a la mitad de las avenidas, vehículos calcinados y humeantes inspiraban sus teorías.

Lo cierto es que no tenían respuestas.

—Y no siempre tiene que haberlas —sostuvo el capitán—. Pueden imaginarse que en cada uno de mis vuelos hay situaciones raras e inexplicables, milagrosas, entre las nubes, al atravesar las tormentas, a diez mil metros de altura. Ahí uno aprende a mirar en silencio lo que no entiende y a seguir como si nada extraño sucediera.

—Comprendo —respondió Lautaro y sintonizó el noticiario de Dalila Velasco—. En las zonas de conflicto que pude cubrir como periodista descubrí que hay fuerzas vitales que atentan contra la vida misma como un misterio de contradicción.

—Ya, ya, ya; ella la guerrera, ella la periodista bélica —dijo Luciana como una abierta burla, para aterrizar la plática. Siempre le irritan esos enredos verbales de su amigo y nunca se ha preocupado en ocultarlo.

Enzo Rodrigo sonrió y Vicuña no logró evitar una risa a buen volumen.

—Ella tan Lucky Luciana, la aguafiestas; ella, a la que le hace daño hasta lo que no come —respondió Lautaro picado, prolongando el juego.

Se interrumpió de repente, cuando Dalila Velasco regresó al aire luego de una cápsula de identificación de la cadena mediática TeVeMex.

Escucharon entonces la entrevista que le realizó al doctor Benito Perrín, director de Epidemiología del Ministerio de Salud.

El funcionario confirmó la propagación internacional de un peligroso virus que había llegado al país. La problemática era muy delicada, pero gracias a la pronta respuesta del gobierno y las autoridades responsables de atender la emergencia hasta ese momento podía calificarla como controlada.

Instó a la población para no salir a la calle. Habían puesto a varios infectados en cuarentena, sin embargo la manera más eficaz de evitar la propagación del virus era mantenerse alejado de lo que estaba ocurriendo en la intemperie y de los seres alterados que ya lo tenían.

El contagio se daba principalmente a través de los fluidos corporales, pero no era la única vía. Según información que había intercambiado con especialistas de otros países, las lluvias rojas, verdes, azules, que siguieron a la caída de meteoritos en diversas zonas del mundo en semanas recientes podían ser el origen del virus y factor de transmisión.

Ésa era la teoría más fuerte que la comunidad científica estaba analizando; no obstante, las investigaciones se mantenían en curso y en diferentes líneas. De confirmarse la fuente del virus, se trabajaría en una posible cura o vacuna, aunque era demasiado pronto para afirmar que ése sería el camino a seguir.

A preguntas expresas de la periodista, el funcionario de Salud desmintió que hubieran caído ciudades en el país como consecuencia del virus. Eran exageraciones, sin duda, que buscaban desestabilizar al país.

Los hospitales y otras instancias de salud habían registrado gran afluencia, pues era lo esperado en una emergencia sanitaria; pero estaban de pie y en funcionamiento. Confirmó que el tráfico aéreo civil sí había sido suspendido, no así el militar, y que las fronteras por el momento estaban cerradas como medida de precaución.

El doctor Benito Perrín también le respondió a Dalila que la presidencia del país y su respectivo equipo de especialistas y asesores sí estaban considerando la posibilidad de decretar el estado de excepción, el cual podría incluir toques de queda, zonas de exclusión y otras medidas de seguridad nacional, aunque recomendó a los ciudadanos no adelantar vísperas.

Invitó a permanecer tranquilos pues si ese estado tenía que aplicarse sería escalonado y de ninguna manera permanente para evitar compras de pánico y no afectar la actividad económica de la nación.

No había razón para alarmarse y tampoco para especular con información que, en su momento y con toda claridad, el ministro del interior o el propio presidente comunicarían. El gobierno y todos sus funcionarios competentes estaban trabajando para el bienestar y la seguridad de la población, concluyó.

—La situación está desbordada. Sálvese quien pueda —comentó Lautaro, como si pusiera subtítulos a las palabras del doctor Perrín.

—Claro. Las cosas van a empeorar —respondió Luciana, mientras veía con desesperación el nuevo armado que hacía Fabrizio—. Siempre pasa eso en estos casos, ¿no es así?

—¿En estos casos? —preguntó el capitán Vicuña—. Hasta donde sé, fuera de la ficción no hay experiencia ni registro de otro caso parecido a éste. Estamos haciendo historia.

—Oye, cabrito, ¿podrías dejar tu juguete un rato? —Luciana contuvo las ganas de arrancarle el cubo a Fabrizio. Su atemorizado padre lo abrazaba, contagiado de su mutismo—. Me tienes los nervios de punta.

—La gente no se va a contener —apuntó Lautaro para distraer a su amiga—. Irá a buscar provisiones. Saldrá a reunirse con la gente que le importa. Es cuestión de tiempo. Por eso creo que nuestra estrategia debe ser refugiarnos en la casa de mis sobrinos durante algún tiempo. Mientras los demás salen, nosotros nos encerramos.

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