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El lenguaje es como un avispero que subyace en la persona y que pugna por salir en forma de palabra

Desde hace unos días y hasta el 26 de noviembre se lleva a cabo, de manera virtual, el Primer Encuentro de Poetas Horas de Otoño, organizado, desde Ensenada, por el Seminario de las Artes de Baja California, que preside el poeta y ensayista Lauro Acevedo. En esta reunión de poetas se coló, por invitación de los organizadores, el periodista Juan José Flores Nava, quien en el texto que sigue leído durante su participación en el citado encuentro reanima el pensamiento de algunos poetas con los que ha podido conversar en las más de dos décadas que lleva ejerciendo el periodismo cultural.


Uno casi siempre empieza, con la poesía, como autor o como lector, da lo mismo, por bocetar momentos bellos o dolorosos, pero siempre extraordinarios (extraordinarios, al menos, ante nuestras propias pulsaciones), momentos que se gozan o que se sufren ante la persona amada, admirada, deseada. Aparece entonces una mágica relación específica de versos que quizá fueron o serán entregados alguna vez a una mujer (o a un hombre, vaya uno a saber). Luego, acaso, uno intenta atrapar con la palabra el día a día, sin dedicatoria alguna: situaciones, ideas, sucesos cotidianos que brillan, emotivos o melancólicos. Son, pues, las dos caras de nuestros primeros versos, como autores o como lectores, da lo mismo: una cara llena de ternura, la otra con esas lindas trivialidades de la existencia.

Diría Neruda, por ejemplo: “Pequeña rosa, rosa pequeña,/ a veces,/ diminuta y desnuda,/ parece que en una mano mía cabes,/ que así voy a cercarte y a llevarte a mi boca,/ pero de pronto/ mis pies tocan tus pies y mi boca tus labios,/ has crecido/ suben tus hombros como dos colinas,/ tus pechos se pasean por mi pecho,/ mi brazo alcanza apenas a rodear la delgada/ línea de luna nueva que tiene tu cintura…”.

Pero a veces también aparece una voz que ha madurado y se compromete con la dignidad humana, con la reivindicación de la memoria histórica, con la verdad, con la denuncia de las injusticias. La poesía anda entonces por nuevos derroteros: el lenguaje se estira hasta sitios insospechados, hilvanando obras que deshacen y rehacen juegos de palabras. La poesía como purificación del encuentro.

Diría, por ejemplo, el poeta Juan Gelman: “Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío,/ como un amo implacable/ me obliga a trabajar de día, de noche,/ con dolor, con amor,/ bajo la lluvia, en la catástrofe,/ cuando se abren los brazos de la ternura o del alma,/ cuando la enfermedad hunde las manos.// A este oficio me obligan los dolores ajenos,/ las lágrimas, los pañuelos saludadores,/ las promesas en medio del otoño o del fuego,/ los besos del encuentro, los besos del adiós,/ todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre.// Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos,/ rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte”.

Sin embargo, cuando alguien se empeña en seguir andando sobre versos tarde o temprano descubrirá que, como dice el gran poeta romano Ovidio, todo aquel que ose llamarse poeta debe de cargar sobre sus hombres un gran tema, siempre y cuando sea capaz de soportarlo. Como Antonio Leal y las sirenas que cobran vida en su Thalassa. Un libro en el que Leal se mete a la mina con pico y pala y entonces encuentra sirenas bogavantes, olas que cabritean, horas núbiles, náufragos aún dentro del curricán, días mandala, canoras sirenas que laudan, dádivas de conchas cantadas siempre en todos los balandros, a la sirena Ligia inmemorada: manuficiente musa de la flauta…

Palabras que al poeta le fueron sugeridas en sueños. Porque sabe bien que, en su oficio, no se puede incluir cualquiera. Mucho menos si los versos van medidos, como en Thalassa, en endecasílabos. El autor debe de encontrar, pues, la palabra justa, aquella que diga lo que quiere decir y no otra cosa. Y se vale hacer trampa y buscar la palabra que “mide”, que “cabe” justo en el espacio que el poeta necesita para “rematar” felizmente su verso. Dice Leal, por ejemplo: “Como un rebaño de olas cabritean/ en la blancura de esta página./ Buscan el vaivén de las horas más/ núbiles de las tres de la mañana./ Suelen esconderse en el vestíbulo/ del silencio y nadie las vislumbra./ Duermen yermas contigo, aunque nunca/ serán tuyas. Al escenario siempre/ llevan el mismo papel desde antaño/ en el poema, que es donde envejecen,/ sin morir./ Se les puede invocar en las puertas/ del sueño, memorando antiguos nombres/ de náufragos infaustos que playean/ entre escombros, quienes buscan un trozo/ infalible, algún breve cascajo/ de salitre, el ansiado maderamen/ de un barco perdido entre la pujanza/ marítima, sacudiendo inútiles/ botellas vacías que hoy repiten/ desde la punta de este lápiz: ‘rilke’, ‘rilke’, ‘rilke’, ‘rilke’, canto augural/ de las sirenas cuando así fustigan/ sobre los hombres el venal deseo”.

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Es verdad que ante estos colosales despliegues del lenguaje uno se amilana frente a la poesía, queda aturdido; uno se siente inútil, torpe, incapaz de acometer algún día (con un poco de seriedad) el titánico oficio de tejer palabras cargadas de tanto sentido y belleza, de tanta cadencia y musicalidad. Pero hay mujeres valientes, como Minerva Margarita Villarreal, poeta de la sensibilidad y del amor; poeta del abandono y de la soledad; poeta de la ausencia, del dolor, de la herida, del sueño. Ella dijo un día: “Soy poeta”. Apenas había pergeñado unas cuantas líneas pero se atrevió a decir, con toda inconsciencia, con toda inocencia: “Soy poeta”. Y pasó lo que no sabía, lo que no esperaba, lo que sólo acariciaba: se volvió poeta. Para Minerva Margarita la poesía fue el material de la vida. Y, sobre todo, siempre tuvo clara la ecuación inversa: la vida es el material de la poesía.

Fue una mujer sencilla y generosa que tenía bien puesta su existencia en la realidad mundana; no obstante, sólo podía descubrir la realidad a través de la poesía. Los versos, para ella, eran su propia carne. Como cuando dice, por ejemplo: “En la sonoridad de este árbol a mitad de la lluvia/ con los ojos abiertos/ encima de tu cuerpo que se desvanece/ algo anterior me une a tu principio/ Soy tu principio/ tan intenso y real/ como el canto de este árbol a mitad de la lluvia”. Minerva Margarita sabía que para que se dé el poema, tiene que haber una afinidad y una comunión entre sentido y sonido. Que es lo mismo que decir entre destino y música. Y destino es sentido, como en un anagrama. El ritmo no puede estar ausente. Tiene que haber siempre un tono, algo que lo construya. Y eso que va construyendo al poema es el ritmo. El ritmo es una música. Y uno en esa música tiene que perderse para encontrarse.

Con todo, es muy importante no creer que la poesía le pertenece a unos cuantos elegidos. Minerva Margarita no se ausentaba de la existencia más terrenal para crear. Por muchos años la computadora y el escritorio que empleaba para escribir estaban en un pequeño rincón aledaño a la cocina de su casa. Le gustaba entender el arte como la vida misma. Así que se le volvía un asunto imposible el deslindar su trabajo como poeta con lo que para ella significaba ser madre, esposa, amante, profesora o editora. Lo más importante para ella era la posibilidad de encontrarse con lo inusitado. Que la poesía apareciera. Y la poesía se le aparecía en cualquier rato, con cualquier ente: una piedra, una flor, la luz. Diría Rubén Darío: “Con un verso y una perla, y una pluma y una flor, hacerla decorar un prendedor”.

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La poesía no sólo encuentra temas, sino que también sabe comprometerse y expresarse en contra de las injusticias. Margaret Randall, escritora, activista y fotógrafa ha mostrado por décadas que si la mujer o cualquier persona que ha sufrido y sufre discriminación (negro, indígena, niño, anciano) logra conocer su condición, entiende su opresión. Y al conocer su opresión, esa persona está más en contacto con el deseo de cambiar aquello que no es correcto, lo que puede provocar, muchas veces, un cambio social. Ella ha sido una feminista incansable, lo que no quiere decir que esté en contra del hombre o que esté solamente con las mujeres. No, lo que ha cuestionado muchas veces en sus poemas es la forma en cómo se reparte el poder. Si se reparte equitativamente o no.

Diría Margaret Randall, en los versos de “Cuando la justicia se sentía en casa”: “Algo ha cambiado./ Solo lo viejos amigos,/ aquellos que compartían los chícharos/ y el arroz blanco/ en las noches sofocantes de La Habana/ me dicen todavía compañera:/ designación dulce/ que significa camarada o amigo/ amante o familia/ en esos días luminosos/ cuando la justicia se sentía en casa/ con nuestro deseo.// Ahora, no pocas veces,/ es señora:/ regresión a la prehistoria/ cuando casada o soltera/ joven o vieja/ era de mayor importancia.// De todos modos, compañera y compañero/ están labrados indelebles/ en los troncos oscilantes de las palmas/ en el granito de la Sierra Maestra/ y a lo largo de la costa oculta/ de una Isla que todavía grita libertad/ en los vientos huracanados”.

Si bien no es errada aquella figura del poeta solitario que escribe sus versos apartado del mundo, a Sergio Mondragón le gusta conversar. Él —que al lado de Margaret Randall y de otros poetas hizo la mítica revista bilingüe de poesía El Corno Emplumado (The Plumed Horn) en los convulsos años sesenta (entre 1962 y 1969)— afirma que conversar es ver a la gente exponer sus razonamientos, sus sueños, sus imágenes; sobre todo eso: sus imágenes. Cuando la gente es inteligente y sensible lanza y proyecta imágenes en el contexto de sus conversaciones. Es ahí donde el poeta puede asomarse a los mundos interiores de otras personas y asombrarse con ellos. Luego tendrán que pasar por el tamiz de quien escribe. Es ahí donde las palabras se transforman. Porque, como dice Mondragón, el verdadero creador siempre es el lenguaje. El lenguaje es como un avispero, algo en movimiento, muy ferviente, intenso, que subyace en la persona y que pugna por salir en forma de palabra, de pensamientos o de actos humanos. Es por eso que el poema se expresa a sí mismo, creando estructuras artísticas que resuman humanidad, experiencia, deseo de comunicación y de estancias existenciales más felices de las que tenemos, por lo general ideales, de bienestar humano, de descanso.

Si Minerva Margarita Villarreal sólo podía descubrir la realidad a través de la poesía, para Sergio Mondragón la realidad está contenida en el poema, pero también el poema crea sus propias realidades. Es decir, cada poema va en los dos sentidos. Es como esas puertas que se abren y se cierran en dos direcciones, depende de dónde venga el impulso. Así el poema, que depende del lugar del que proviene la ráfaga de emociones que lo impulsa o hacia dónde se dirige, de la presencia de los acontecimientos, de los sentimientos y hasta de la fisiología de una persona. Levantar el poema, para Sergio, es una edificación que se alimenta tanto del mundo como del cuerpo, del deseo, de la imaginación, de la capacidad creativa. Es un hombre que se involucra de manera total, completa, con lo que escribe. Que casi no haya distancia entre sus textos y lo que vive. Son carne de su carne. En el reino imantado del poema. Diría Sergio Mondragón: “El lenguaje,/ el cuerpo,/ el mundo y su paisaje…// El poeta,/ sus piruetas,/ sus visiones y sus tretas:// en el reino imantado/ del poema,/ donde todo se ve transfigurado”.

Sólo es capaz de escribir algo así quien ha comprendido que “Más allá de las ávidas bocas se engendra el poema”: “Más allá del sentimiento de lo humano y lo inhumano/ se engendra el poema:// antigua criatura/ hecha con el humor del mundo; visible/ en todo cuanto existe; escrita/ sobre un espejo de agua/ con lápiz que trasuda/ el semen del cielo y los infiernos/ que moja las piernas ancestrales de la noche.// El poema/ ambigua criatura gestada/ más allá de las ávidas bocas/ de la ardiente realidad/ en la que todos actuamos desesperadamente/ con los labios resecos”.

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La poesía, en fin, funda en ocasiones su propia violencia. Emana voraz, ansiosa. Eso sucede cuando los imprevisibles diques de la experiencia revientan ante el indomable empuje de las emociones, de los sentimientos acumulados. Lauro Acevedo, nuestro anfitrión en Horas de Otoño, sabe muy bien de ello, pues toda su poesía es una poesía lírica, intimista. En cada palabra, en cada verso, en cada poema, en cada obra impresa (¡a estas alturas suman casi medio centenar!) lo que tenemos es un Lauro Acevedo volcado a la creación. Pueden pasar meses, años tal vez, sin que Lauro escriba algún poema, pero cuando lo hace no puede parar hasta que termina. Lauro, pluma, papel, palabras, atmósfera, emociones, pensamientos, silencios, música, son una sola cosa. Y cuando la obra está acabada, eso se nota. Así, cada instante se le vuelve al poeta una cuenta más para hilar en el sartal. No por nada uno de sus poemarios más recientes lleva ese mismo título: Sartal.

Lo expresa así en uno de los poemas de Lauro que más me conmueven: “Gracias al otoño”. En él, dice: “Hoy quise escribir sobre mi padre/ y// la hoja ha permanecido en blanco// porque/ primero/ quiero perdonarme// por no haber entendido su lenguaje// de seguro lo tuvo/ y no me acuerdo// de seguro que quiso/ y no me acuerdo// tal vez acudía a mí/ con la mirada/ cuando yo buscaba la palabra// tal vez acudía a mí/ con la sonrisa/ cuando yo buscaba la palabra// tal vez acudía a mí/ con la violencia/ cuando yo buscaba el abrazo// En ese eterno/ tal vez/ Y gracias al otoño/ que insertó las hojas del dolor/ en otros huertos de la memoria// hoy lo recuerdo// lo recuerdo/ en el amplio patio de la casa// dando tierra a las plantas/ que cuidadosamente cultivaba…”.

Entrometido, como periodista que soy, entre tantos poetas que me antecedieron en el uso de la palabra en este encuentro y que continuarán participando una semana más en Horas de Otoño, sólo me queda agradecer a la poesía y a sus creadores por los momentos bellos y dolorosos, por la emotividad y la melancolía, por la ternura y las trivialidades de la existencia, por la dignidad humana en primera línea, por la intensa reivindicación de la memoria histórica, por la verdad y la denuncia de las injusticias. En la poesía el lenguaje se estira hasta sitios insospechados y a veces uno queda aturdido, sintiéndose desfallecido, inútil, torpe, incapaz de acometer para siempre jamás una sola frase. Pero también con ella, con la poesía, uno sabe que la palabra puede ser música y tener ritmo y seguir una cadencia. Todo poema es vida. Porque las entrañas de la vida son el material mismo de la poesía. Aunque parezca estúpido decirlo, sólo la poesía es capaz de exponer con toda sinceridad, con toda brutalidad a veces, los sentimientos, los pensamientos, la experiencia. Éste, el de la poesía, es el verdadero (y por verdadero quiero decir el más profundo, el único atestado de sentidos) el verdadero lenguaje. Leamos poesía. Hagamos poesía. Sin miedo. Porque al final de cuentas, como dice Sergio Mondragón, el verdadero creador no somos nosotros, sino el lenguaje mismo.

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