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Tu destino está escrito en el libro del cielo

‘In memoriam’: Dionicio Morales (1943-2025)

Julio, 2025

A sus 81 años de edad, el pasado jueves 17 de julio falleció en la Ciudad de México el escritor tabasqueño Dionicio Morales por causas naturales. Nacido el 15 de noviembre de 1943 en Cunduacán, realizó estudios de letras hispánicas en la UNAM. Era crítico de literatura y de artes plásticas, ensayista, periodista cultural y, ante todo, poeta. Artículos y poemas suyos fueron traducidos al inglés, francés, portugués y coreano. Prologó libros de Diego Rivera, Carlos Pellicer, Héctor García, Pablo Neruda, Sebastián, Alí Chumacero, Carmen Alardín y Abigael Bohórquez, entre otros. Publicó más de una treintena de libros, entre poesía y ensayo. Se le concedió el Premio Amado Nervo 1989 por la Asociación de Críticos de Teatro, el Juchimán de Plata 2003 por la Universidad Juárez Autónoma de Tabasco y el Premio de Poesía Carlos Pellicer 2003 por la mejor obra publicada en ese año. A manera de homenaje, de su libro Tres Poemas (colección “La Furia del Pez” dirigida por Víctor Roura, Ediciones del Ermitaño, 2012) extraemos el poema “El águila” dedicado a Sebastián y a Gabriela:

El águila

Naciste en las alturas, donde el aire serpea
los espacios vacíos, poblados de sonidos
primitivos y puros, intocados, serenos,
cuando el arrullo leve, majestuoso, de un canto
eufórico crepita en la oquedad del cielo
anunciando el nuevo, sutil advenimiento.
Las nubes se aglomeran hacia el círculo oscuro
a contemplar el agua donde nace la luz
y tus ojos se cierran con el deslumbramiento.

Azorada, te asomas al infinito espacio
que, incrédulo, arremete sobre tu tierna vida
con todos los dilemas que la naturaleza esconde
en su entraña perfecta. Pero no sabe, ilusa,
que naciste dotada de enigmáticos dones,
que para sobrevivir con el cielo y la estrella,
con la nube y el agua, con el sol derretido,
el fuego calcinado, el colérico viento,
un relámpago interno te sostiene en el aire.

La montaña es altura, envidiosa del cielo,
y no puede subir más allá de la piedra
aunque te haya parido. En cambio tú remontas
con viril aleteo todas las superficies
planas, curvas o rectas; te las bebes discreta
sin acusar cansancio, como si devoraras
una línea del cielo. La montaña te envidia,
se te queda mirando, como si por sus ojos
destrozados de ira maldijera tu vuelo.
Tu destino está escrito en el libro del cielo.
Con el paso del tiempo descubrirás si sientes
todos los aleteos, que tu mágico nombre
trajo a sentar sus reales. Figurará tu efigie
en usos imperiales, en escudos de sedas
devorando serpientes, en monedas antiguas,
en emblemas monarcas, en modernas banderas,
en cuadros nacionales, y en regias esculturas
que borrarán del todo tu depredada historia.

Por eso en las alturas tú reinas sin recelo.
El majestuoso vuelo irrumpe los espacios
altaneros del aire. En él se fortifican
las alas con sus remos. El pecho vigoroso
ensancha el colorido, escondido y secreto,
de tu plumaje aéreo. Las garras son el éter
que adormece a las aves del alimento diario.
Y en la cabeza llevas la potestad del cuerpo
bajo cuya mirada la noche se adormece.

La historia te recuerda a través de los siglos.
Y formas parte activa del quehacer rutinario
de los antepasados de los pueblos del mundo
que admiran tu esplendor. Eres la majestad
y la victoria alada que dirige su vuelo
en plena llamarada de agua, viento y sol.
Y nada te detiene. Y tu cabeza altiva
la imitan las deidades en el cuerpo de un hombre
que presume su raza, su gloria y su poder.

Eres la libertad. Tu reinado se extiende
no sólo a las alturas; en la verde llanura
o en el seco desierto no hay quien te derrote.
Sin muchos aspavientos impones desafíos
y en la supremacía de tu vida guerrera
sucumben a tu fuerza. Por eso muchos piensan
que eres peligrosa. No saben que en tu sangre
se esconde la realeza y que en tu libertad
es la soberanía la que alardea de vida.

Cuauhtémoc no es águila que cae,
Cuauhtémoc es águila que desciende.
Carlos Pellicer

Tu mirada es certera. No se pierde, curiosa,
el vasto panorama que congrega el paisaje.
Como el joven Cuauhtémoc, desciendes y no caes.
Vuelas altiva, lenta, por todos los espacios
y desde allí buceas. Interrogas al cielo,
abandonas montañas, trizas nubes azules
que algodonan tu viaje. Y desde las distancias
más grandes que tu ojos, espejeas, serena,
el momento supremo de la víctima diaria.

En la ruda tormenta de aires montañosos,
de relámpagos grises que ensombrecen el cielo,
de aguaceros cerrados que apachurran tus plumas,
de vientos milenarios que airean la conciencia
el espíritu bronco que anida en tu garganta,
te pertrechas, gozosa, con tus garras profanas
en cualquier rama firme que soporte tu peso
y te quedas muy quieta, cavilando la nada,
como si de la nada nuevamente nacieras.

Tu visión siempre es diurna, porque el día agiganta
el gran peso del sueño de la noche anterior.
En el día te vives, en la noche te mueres.
Regocijada cruzas el umbral con el sol.
Y es un lujo mirarte inventando los ritmos
espaciosos y leves, que al contacto del aire
y con abiertas alas, tu majestad extiende.
Tu vuelo es muy pausado, como si deletrearas
con tu pico cerrado el gran peso del mundo.

Dionicio Morales, 1943-2025. (Foto: Rodulfo Gea | INBAL)

Los peces, las serpientes, los tiernos roedores,
los ágiles conejos y las aves pequeñas,
igual que las tortugas, conforman tu universo
de los festines diarios. La mirada de águila
—como dicen que dicen los humanos perversos—
te delata primero y, después, con sigilo,
te preparas al vuelo. Tus visiones de altura
aceleran tu sangre. Y tus alas se abren
y cierran silenciosas: sólo se oyen las garras.

Migrante o sedentaria, te abandonas y aireas
de acuerdo a los lugares en los que el tiempo dicta
la ferocidad trunca de días terrenales:
el viento enloquecido, las lluvias torrenciales,
los relámpagos ciegos que iluminan la noche
perforada de estrellas, o el calor incesante
que agoniza saudades. Sabia, buscas el sitio
ideal para las crías, y vives donde sientes
que anidarás tranquila tu esperada progenie.

Eres el poderío, la fuerza que levanta
espíritus caídos. Bajo tu imperio, el hombre
se pone cabizbajo cuando está derrotado
y un amigo le dice: hay que ponerse águila.
Los humanos te asedian citando tus poderes
y esa mística sana de nombrarte seguido
fortalece tu alma. Tu nombre es un conjuro
obligado y terreno, para imitar tus garras
con que enfrentas la vida y llegar hasta el cielo.

Tu fama es legendaria, la arrastras de hace siglos.
Representas —¿lo sabes?— en los grandes imperios
o en los pueblos antiguos, el poder, la templanza,
fuerza de voluntad, majestad, gallardía;
la victoria esperada venciendo incertidumbres.
Por eso apareces en todas las culturas.
Vienes en las monedas, en la numismática,
en los escudos de armas, en coronas y rostros
simbolizando triunfos. Bien haya tú, suprema.

Y desde antes de Cristo aparece tu gracia
en el libro de salmos de la fe de Israel.
Y rejuvenecer, como el águila, pide,
a sus fieles devotos; con dignidad, aclara.
Es un cambio solemne de la patria del juicio
el rejuvenecer para que los sentidos oníricos
del alma amacicen los días
de alentar otros años a una vida mejor.
Repiten los humanos claro ejemplo a seguir.

¿Cómo rejuveneces? Cuando sientes que el tiempo
ha minado tus días, te retiras ufana
a las altas montañas tristísima a morir.
Se han caído las plumas, ya no puedes volar
y el pico no te sirve ni con los alimentos.
Te encierras en las piedras y te dejas, pasiva,
morir de inanición. Es un ejemplo digno
de cómo tú, fiereza, te despides del mundo.
¿Entonces?- Hay momentos que tú quieres vivir
otros treinta años más. Y cuando llega el día,
con sobrado entusiasmo y pocas peripecias
viajas a lo más alto del monte donde vives,
con dolor en el alma te arrancas uno a uno
el plumaje, discreto, y el pico lo revientas
en las piedras más duras hasta que se desprende
de tu desnudo cuerpo. Esperas que ambos
crezcan para vivir feliz otra vida deseada.

La creación de otro artista ha llegado a tu puerta
en los tiempos modernos. Sebastián es su nombre.
Y con todo el bagaje de tu narrada alcurnia
te ha bajado de cielos, de altísimas montañas,
y ha borrado tu signo de piedras milenarias
para traerte ahora a otro mundo terrestre.
En su mente brillante fraguó tu arquitectura
como a ti te gustaba, asida siempre al aire,
en geométricos juegos de resolanas puras.

Los trazos simpliciales —una técnica suya
sintetizan el verbo original y puro
que emplea con sus líneas. Es la mano maestra
que en su fiebre nocturna porque de noche sueñan
los creadores de alturas desparrama sus mieses
sobre el carbón del día. Trazos bellos, latentes,
que principian la forma que tomarás mañana
y el acero te ciña. Y poéticamente
resucites, águila, en este territorio.

Quien te toque de nuevo quedará sorprendido
al mirar tu figura, por tus formas tranquilas,
onduladas, poéticas, que ha esculpido en acero
Sebastián, escultor. Volarás hacia siempre,
majestuosa y serena. Desplegarás tus alas
rumbo a todos los cielos. Tu mirada de águila
ensanchará tu aliento. Te posarás, como antes,
en todos los espacios, y vientos, lluvias, soles,
te bañarán torrentes de aquí a la eternidad.

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