Julio, 2025
Desde la muerte a tiros de DJ Scott La Rock en 1987, considerado el primer asesinato de alto perfil de un artista importante del hip-hop, las muertes (y las cifras) no han dejando de aumentar. El crimen contra el rapero G$ Lil Ronnie el pasado 3 de marzo de 2025, en Dallas, fue la última de las noticias que impulsó al periodista y cronista musical Víctor Roura a reflexionar sobre esta indecible saña criminal, proveniente de uno de los géneros de moda (y por ende más pujante económicamente): el rap y el hip hop.
1
George Brown tenía 30 años al finalizar la década de los setenta. Ya no poseía el mismo entusiasmo de hacía diez años atrás cuando decidió abandonar Miami y de paso, con esa ciudad, a su madre. La mujer de Brown, una negra encargada de supervisar un centro comercial, se lo reprochaba a cada momento.
—Tú te vas a cantar a nadie y me dejas con todos los gastos —dijo.
Pero George ya lo había decidido. En 1980 se enteró de que en Nueva York una agrupación llamada The Sugarhill Gang estaba provocando una alharaca, musicalmente hablando, y él tenía que integrarse a la nueva sociedad. En Miami, George Brown salía por las tardes a recorrer las calles para buscar una esquina estratégica. Ahí se paraba a cantar raps y la gente se quedaba a escucharlo y le aventaba monedas al suelo. Reunía buenas cantidades de dinero.
—Gritaba consignas contra la miseria —decía Brown—, ridiculizaba a los policías, me burlaba de las autoridades…
El rap fue la última semilla de la disco music, el último aporte de aquellos break dancers que colocaban sus inmensas grabadoras en el suelo y se ponían a bailar en las calles nomás por el gusto de exhibir sus acrobacias corporales. Estos bailes callejeros (¡quién iba a imaginar que medio siglo después, en París 2024, estas contorsiones formarían la disciplina olímpica del breaking!), al correr de los días, fueron requiriendo de otras expresiones. El puro baile sólo demostraba habilidades físicas y los negros, que eran en su mayoría los expositores de esta especie de arte instantáneo, necesitaban expandir sus gracias. Las voces entraron, entonces, a acompañar a los bailes.
—No éramos grandes cantantes, así que hablábamos de lo que nos viniera en gana de manera coordinada con los golpes rítmicos de nuestra música —decía George Brown.
Estos cantadores fueron creciendo en número y, sin tener un plan preconcebido, en corto tiempo llegaron a conformar un nuevo género de la música negra.
—Por comodidad le llamamos rap —decía Brown.
Que en el slang, en la jerga, quiere decir crítica mordaz y literalmente rap es un golpe duro y recio (ya vendría luego el acomodamiento de las siglas ritmo y poesía, rhythm and poetry, por la rima enjaretada en las canciones).
—Los raps eran la música de los desprotegidos, de los que cantaban sin ambición por ser nominados para un Grammy, de los que salíamos a las calles para burlarnos de la burguesía…
(Asunto que, con el tiempo, fue obviamente revertido: no hay rapero que, hoy, no aspire a la deseada fama y al inmenso dinero).
George Brown por eso fue a Nueva York.
Porque ahí, al principiar los ochenta, varios programadores de la radio se percataron de que esa música de las calles tenía posibilidades radiofónicas; es decir, podría ganar audiencia si se la transmitía constantemente. Eso fue lo que hizo, al final de cuentas, Alan Freed (1921-1965) al principiar los cincuenta: desde su cabina radiofónica se empecinó en transmitir la música de los negros. Freed, blanco él, sólo le cambió los nombres: en lugar de rhythm and blues lo nombró rock and roll. Fue un éxito. Así lo iban a hacer los disc jockeys de Nueva York. A transmitir los raps como si los raps fueran ya una música oficial. Y George Brown tenía que estar ahí. Ya que él fue uno de los reales iniciadores.
—Me gasté mis ahorrillos en el viaje —recalcaba Brown.
Dejó a su madre sola y fue a entrevistarse con los famosos The Sugarhill Gang.
No le fue bien.
Lo recibieron, lo oyeron, pero a George Brown le faltaba personalidad, según aseveraron los disc jockeys.
—Dijeron que me veía muy hosco —acotaba Brown, riéndose—, como si los raps no lo fueran…
Lo que no sabía Brown era que todo producto que entra al mercado es susceptible de ser modificado. Y los propios The Sugarhill Gang tenían que calificar a los exponentes desde un punto de vista radiofónico. Porque indudablemente hay raps para cantarse en las calles y hay raps para grabarse en los estudios de grabación.
George Brown siguió cantando en Nueva York sus irónicas canciones, pero al mediar los ochenta los raps callejeros no tuvieron ya ningún sentido pues demasiados raps se escuchaban noche y día en las estaciones comerciales tanto de amplitud como de frecuencia modulada.
George Brown acabó barriendo los pisos elegantes de un hotel neoyorquino. No quiso hablar más de su pasado. Había dicho lo que tenía que decir.
—Ahora los Rolling Stones de los sesenta dicen cosas más sensatas que todos los raps radiofónicos juntos —indicó Brown, molesto, en los noventa.
Y calló para siempre, perdiéndose en la geografía de su país.
El polvo se acumulaba a cada momento en todos los rincones del hotel donde se empleaba Brown, con más de medio siglo de vida.

2
En 1991, en mayo, estuve en Tijuana.
—Tienes que ir al Río Rita, Roura, para entender a la juventud actual —me dijeron.
Y aquí estoy, en el Río Rita, y supongo que los cientos de jóvenes que lo habitan piensan que su servidor es un personaje de Escape al futuro, pero al revés. Supongo, porque así me lo están diciendo los innumerables ojos azules que me contemplan. Para ellos soy un protagonista extraviado de los setenta que ha entrado por una puerta equivocada. Si en esos momentos saludo con el símbolo de la V con mis dedos índice y medio, irremediablemente me linchan. Porque ellos, los demás, están en lo suyo. Están en el rap que, a diferencia del rock and roll e incluso de la propia disco music, es la uniformidad corporal y visual.
Los chavos acaban de cumplir los dieciocho, o están a punto, y por eso sus pies se desordenan porque se mueven solos. Tienen, asimismo, su garganta reseca y los litros de cerveza ingeridos los convierten en actores traviesos de Coppola pero inofensivos. Las niñas, ¡ah las niñas!, todas ellas bellísimas, ríen hasta porque le sale humo al cigarro encendido, ríen porque la noche es negra y porque al esmirriado negrito de enfrente se le ve divina la gorrita de marinero y porque el rap, ¡faltaba más!, lo amerita. Porque la música es terriblemente reiterativa y no da chance ni siquiera de hilar una idea tras otra.
El rap es un golpe contumaz, en efecto.
Mientras más se repita la línea melódica, mejor suena el rap. Y mientras más repetitiva sea una música, más oportunidad tiene el bailarín de exhibir sus pasos. No le faltaba razón a John Travolta cuando en sus filmes, como Fiebre de sábado por la noche, estrenada en 1977, aseguraba que la juventud no llega a serlo si no perfecciona sus pasos bailables. Y el rap está para eso, cómo no.
La música negra siempre se ha preocupado por la gente blanca. Siempre los ha puesto a bailar, aunque a la hora de la verdad sean los propios blancos los que amenicen a los blancos con música de los negros (los Bee Gees fueron los creadores más renombrados de la disco music y luego los New Kids on the Block fueron los reyes del rap).
El Río Rita es un lugar inmenso que termina en un doble piso donde, por lo regular los jueves, hay música en vivo. Como un sótano interminable o un refugio antimisil. Uno de esos lugares idóneos para comprender el sentido del buen rock and roll (y por lo visto de cualquier rap también). Uno quiere creer que así debió de haber sido en su inicio La Caverna, donde los Beatles comenzaron a interpretar sus canciones.
Los Sugarhill Gang pudieron haber salido del Río Rita y colocarse de disc jockeys en Nueva York. Y como los neoyorquinos naturales, empecinarse en hablar radiofónicamente como lo hacían en sus barrios, si bien nunca hubieran creído que su idea iba a ser transportada diez años después a las discotecas para divertir a los hijos distraídos de pá y má. El rap surge como respuesta de los jóvenes marginados de Detroit, Chicago, Nueva York y Los Ángeles. La música de rap, como el graffiti entonces de los chicanos, es la expresión del, digamos, submundo cultural de los negros. Los cantantes, en lugar de cantar, van diciendo o narrando sus problemas cotidianos. El rap era considerado la nueva edición del rhythm and blues. Pero como ha sucedido una y otra vez en la industria del disco, este tipo de música fue atraído por los empresarios para comercializarla y ahora (recuérdese que estoy al comienzo de los, literalmente, pasados noventa) el rap es la moda en las discotecas de Estados Unidos… y de Tijuana, que es casi lo mismito. El rap aminoraba, con destreza, su fuerte carga de crítica social para pasar a ser una forma bailable.
Y aquí están los jovencitos demostrándolo. Todos bailan de manera idéntica. Porque el rap, a diferencia del rock and roll e incluso de la propia disco music, es la uniformidad corporal y visual. Porque todos los jóvenes ahora quieren tener la misma personalidad. Están sus pelos cortados como si fueran sardos advenedizos y bailan como si tuvieran siempre enfrente una cámara de televisión. Porque saben que entre ellos se están admirando. Las bellas niñas bailan como Janet Jackson y están como Janet Jackson, que es lo mejor. Pero los muchachos están como Vanilla Ice, que es lo peor.
Y ahí están todos casi rapados bailando el rap.
Por eso yo diría que el rap proviene de rapados y no de crítica mordaz ni de golpes cortos y recios ni de ritmo poético. Rap de rapados.
Porque, por primera vez desde los sesenta, el casquete corto está ya en los catálogos de las estéticas.
Pareciera el rap estar acorde a estos tiempos del derrumbe de socialismos y exhortaciones al capitalismo. El rap pareciera, por lo menos en su lenguaje físico, un homenaje involuntario al militarismo, a los soldados combatientes en el Golfo Pérsico, a los policías que saben de la disciplina férrea.
El mismo baile del rap tiene mucho de férrea disciplina.
(El anterior texto lo escribí en 1991, en el mero apogeo del crecimiento del rap: faltaban por venir las numerosas muertes de raperos, los afamados hiphoperos, los poderes millonarios de la fama, la búsqueda afanosa de los Grammy por parte de los raperos, las bellas mujeres apaleadas por los afamados raperos ante el silencio feminista que miran —congraciadas— cómo estas hermosas damas vuelven amorosas, saliendo de los hospitales, a los brazos de quienes les han propinado tremendas golpizas, etcétera.)

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Se dice ahora, en 2025, que son casi los 80 raperos y hiphoperos los asesinados o involucrados en reyertas criminales desde aquel trágico viernes 13 de septiembre de 1996 en que fuera asesinado, a los 24 años de edad, Tupac Amaru Shakur a balazos por Orlando Tive Baby Lane Anderson quien siempre se declaró inocente —aunque todo el mundo lo sabía culpable— salvándose, por lo menos, de ese homicidio (por asuntos de conflictos callejeros siendo él, Orlando Anderson, un afiliado de la banda Southside Crips), muerto dos años después, el viernes 29 de mayo de 1998 —a la edad de 23 años—, a causa del tráfico de drogas.
Y, cosas de la frágil vida, se fue de este mundo —Orlando Anderson— con el reconocimiento generalizado de haber sido el responsable de la muerte de 2Pac, lo que —aun sin haber sido un rapero sino un vulgar pandillero callejero— le atrajo miles de admiradores.
Pero como había sido ya eliminado el entonces mayor rapero de un bando —2Pac, muerto el mismo día en que tanto él como varios de su séquito habían apaleado en el suelo a patadas al rival de una pandilla adversaria—, al año siguiente, el domingo 9 de marzo de 1997, fue asesinado —a los 24 años de edad— the Notorious B.I.G. (conocido también como Biggie Smalls o sólo Biggie), el máximo rapero del otro bando: rivalidad entre las discográficas, finalmente, pues mientras Tupac grababa para la Death Row Records, Biggie lo hacía para la Bad Boy Records, del millonario rapero Sean John Combs (Diddy), hoy encarcelado —en espera de juicio desde septiembre de 2024— por venta de prostitución, violación, crimen organizado y quién sabe cuántos delitos más de los que se clama, por supuesto, completamente inocente —a pesar de que mujeres hermosas como Jennifer López, quien fuera su amante, han sido testigos de su violencia, ahora resulta que no saben nada ni han visto nada arbitrario en el, ¡ay!, dulce Diddy que tantos millones de dólares ha invertido en ellas. Y es sabido, excepto por las autoridades (que argumentan no tener pruebas suficientes), que a Notorious B.I.G lo mandó matar Suge Knight, el apoderado de la Death Row, para poder saldar cuentas pendientes en paz… consigo mismo.

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El crimen contra el rapero G$ Lil Ronnie el pasado lunes 3 de marzo en el suburbio de Forest Hill, en Dallas, cuando contaba el cantante con 30 años (donde también pereciera su hija R’Mani, quien acababa de cumplir los cinco años de edad), viene sólo a sumarse a esta indecible saña criminal donde, como fue notorio en este incomprensible asesinato de una niña, lo de más es la vileza humana para disminuir visiblemente al quehacer musical: ¡desde 1996 ocurren cada mes, en la pavorosa numeralia, dos crímenes en Estados Unidos contra los protagonistas del género rapero donde la mitad de estos fallecimientos permanece sin resolver!
Y la contienda pareciera no tener fin: durante el Super Bowl 2025 se presentó, en el medio tiempo, el rapero Kendrick Lamar Duckworth (nacido en Estados Unidos en 1987, el primer artista no clásico o de jazz en ganar un Premio Pulitzer de Música en 2018 por su álbum Damn dado a conocer en 2017) para despotricar contra otro rapero: Drake (Canadá, 1986), quien obviamente no se quedará callado ante esta reprimenda pública que le diera Lamar, supuestamente el mayor rapero hoy en día con miles de millones de vistas en la Internet.
Y esperamos que el furor no se exceda en la ira ciega. Porque, vaya uno a saber por qué, los raperos, la mayoría de ellos, se envalentonan con sus canciones pese a que, evidentemente, ni el rap ni el hip hop hacen violentos a los jóvenes (recuérdese cómo, al surgimiento del rock, se relacionaba mediáticamente el sexo y la droga con este género), lo cierto es que el rap proviene —su manifestación empieza a detectarse a mediados de los años setenta del siglo XX— de las zonas marginales, por lo tanto vulnerables, de las urbes norteamericanas, de manera que, se dice, los contenidos —es decir, estas iras y estos descontentos sociales— son nada más un reflejo de las vidas de sus hacedores, que a veces de la miseria pasan —con una sola canción— rápidamente a la riqueza inesperadamente exorbitada, de ahí la exultante exhibición de las mansiones, los yates, las bellas mujeres, las onerosas fiestas con drogas y alcohol desorbitados, el dinero excesivo.

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El rap, como tal (de las siglas Rhythm And Poetry, ritmo y poesía), antecedió al DJ (disc jockey), pues los MC (microphone controller), o maestros de ceremonias, eran las figuras principales de las fiestas o reuniones multitudinarias que regían las audiciones, donde surgieron los primeros contadores de historias rimadas (raperos) como los neoyorquinos Coke La Rock (nacido en abril de 1955) quien fungiera en sus comienzos de acompañante del padre del hip hop, el inmigrante jamaicano Clive Campbell (curiosamente también nacido en abril de 1955), más conocido como DJ Kool Herc; Melle Mel (Melvin Glover, 1961) y Kurtis Blow (Curtis Walker, 1959): los tres son considerados los pioneros del rap, género que en 1979 registra la primera canción grabada, intitulada “Rapper’s Delight”, producida por Sylvia Robinson (cantante estadounidense fallecida a los 75 años de edad el 29 de septiembre de 2011, fundadora del sello Sugar Hill Records), pieza de Bernard Edwards, Nile Rodgers, la propia Sylvia Robinson, Henry Jackson, Michael Wright, Guy O’Brien, Curtis Brown y Alan Hawkshaw que cristalizara —la canción “Rapper’s Delight”— el trío The Sugarhill Gang, integrado por Wonder Mike (Michael Anthony Wright, 1957), Big Bank Hank (Henry Lee Jackson, 1956-2014) y Master Gee (Guy Anthony O’Brien, 1962).
Como género derivado finalmente del rock, el rap efectivamente es uno de los más sencillos de producir si el cantante posee cierta labia o algún dominio de la rima proveniente de la poesía: hay, sí, fondos raperos más ingeniosos que otros, mas no deja, este género, de ser uno de los más reiterativos en su forma melódica. Parecieran todos los raperos, si se les quita la música de fondo, entonar una y otra vez en la misma horizontalidad rítmica.
Y a riesgo de observarme obsoleto al dirimir esta cuestión, he de decir que estar presente en un concierto de una banda como la ya extinguida Queen, donde la habilidad melódica fue la base para la creación de sus ingeniosas canciones, no es en lo absoluto algo parecido a la asistencia a una audición masiva de rap —como quedó ampliamente demostrado en la presentación de Kendrick Lamar el domingo 9 de febrero de 2025 en el medio tiempo del Super Bowl LIX—, donde, fuera de la natural algarabía del espectador, se debe estar atento al discurso vocal del intérprete o compositor, no a la sonoridad instrumental, que sólo es la acompañante de los decires del rapero, si bien lo que lo diferencia del hip hop —acaso la única diferencia palpable, audible, constatable— es solamente la música que lo complementa, porque en el hip hop sí está permitida la integración de otras atmósferas sonoras, “distracción” que no ofrece el rap al estar concentrado, sobre todo, en la técnica de la narrativa vocal, donde todos los raperos, sin música de fondo, entonan de manera similar sus canciones: ¡tan elemental es su construcción melódica que hasta un Armando Manzanero, en un momento dado, rapeó para sentirse contemporáneo de la música!

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La mala sangre de estos raperos corre natural por sus venas musicales, digamos que, a diferencia de los roqueros, no querían, ni quieren, cambiar al mundo socialmente sino sólo causar conmoción en los espectáculos para adherirse a las riquezas codiciadas a partir de sus respectivas famas.
Otro ejemplo de estas inmisericordias humanas ocurrió en el mes de julio de 2020 cuando una noche, después de haberse divertido en una atronadora fiesta en la mansión de Kylie Jenner en Hollywood Hills, Los Ángeles , la cantante Megan Thee Stallion (Texas, 15 de febrero de 1995) fue herida a balazos en sus pies por su amante el connotado hiphopero Tory Lanez (Canadá, 27 de julio de 1992) quien, por este hecho —que fuera encubierto en primera instancia por su bella amante para culpar, ésta, a su asistente y entonces mejor amiga Kelsey Harris, acaso por celos, que los acompañaba aquella trágica noche—, fue sentenciado a 10 años de prisión en 2023.
Estas escenas son comunes, por desgracia, en el orbe rapero.
Podrían contarse cientos de anécdotas parecidas.
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Si los roqueros como Hendrix, Janis, Morrison, Elvis o Cobain se suicidaban, o se mataban ingiriendo drogas ilícitas, que viene a ser la misma cosa mortuoria, ahora los raperos se matan entre sí, ya sea acabando sus vidas por sucumbir al imperio de las drogas o por dominios territoriales, pero no se suicidan, ¡por favor!, sino utilizan sus cinco sentidos, aun drogados, para deformarse mutuamente: la maldad es el recurso infalible, además de natural, de abarcar poderes y exhibir popularidad: ¿no los gritos de ansiedad femenina, alaridos de admiración corporal, ante la presencia de 2Pac advirtió a los asesinos que, en efecto, se aproximaba su víctima?
¡El Ídolo ha muerto, larga vida al Ídolo!

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Dos meses después de haber escrito este texto sobre el rap, el crítico y periodista musical Diego A. Manrique publicó el domingo 18 de mayo de 2025 en su columna “Universos Paralelos” el breve ensayo intitulado La mala fama : “Pretendía simplemente señalar que el foco mediático ahora apunta con mayor intensidad a artistas del hip-hop que a figuras del rock. Habrá quien argumente que aquí funciona el racismo, que de alguna manera castigar a los triunfadores afroamericanos. Y algún sustrato racista puede detectarse, aunque urge considerar las disparidades entre el rock y el rap. Este último, entre otras características, se define por la jactancia y el insulto. Se alardea de poderío económico, sexual y las lesiones son parte esencial del arsenal verbal de los raperos, dando lugar a réplicas y contrarréplicas que, conviene decirlo, son muy celebradas por su público. Y que pueden desbordarse, como ocurrió con las absurdas hostilidades entre raperos de la Costa Este y la Costa Oeste de Estados Unidos, que se saldó, a finales del siglo pasado, con las muertes de Tupac Shakur y Notorious B.I.G., por citar solo los caídos más visibles”.
Esto es muy cierto: el asunto musical se ha modificado vertiginosamente al grado de que ahora, debido básicamente a las redes sociales que ofrecen otros entretelones de los artistas (donde la calidad musical sucumbe ante la fama, el dinero o la promoción publicitaria de las figuras del espectáculo), lo importante pareciera ser la apariencia en lugar de la convicción creadora.
Al final de su planteamiento, Manrique es ejemplarmente sarcástico: “La naturaleza del rap es ostentosa y tiende a manifestarse fuera del escenario en fiestas, casoplones, vehículos de lujo. Sean Combs caminaba por el filo de la navaja desde su millonario álbum de debut en 1997, como evidencian los documentales sobre su vida pública. Ya esquivó las responsabilidades por un tiroteo ocurrido en Manhattan, tras visitar una discoteca en compañía de Jennifer López. Ahí está otra diferencia: Paul McCartney, David Gilmour o Keith Richards, ¡ay!, ya no salen de noche”.
La mala fama, efectivamente, hoy deja a los artistas muchísimos emolumentos.

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Los tiempos han cambiado tanto después de la primera pandemia del siglo XXI a partir de 2019, que durara un lustro, que las discográficas, adaptándose a los modelos reinantes de la tecnología, no sólo han ido difuminando del mercado los discos compactos sino también han suplido sus departamentos de prensa por sitios de impacto monetario, es decir han preferido el artificio a la convicción poniendo en el lugar de los conocedores musicales a los blogueros ocasionales e inmediatistas al grado de que la propia industria cinematográfica elige a yutuberos, en vez de a periodistas, para “entrevistar” a sus actores y actrices sin que estos influencers tengan idea, a veces, de a quién tienen enfrente sino sólo saben, y es lo único que les importa, que están hablando con adinerados debido a su fama.
Manrique, en su artículo ya señalado, apunta: “Es parte de la rutina del periodista musical: consultar de buena mañana las páginas de medios internacionales en busca de noticias interesantes. Antes, esa información te podía llegar a través de las disqueras pero, tras el adelgazamiento de sus organigramas, muchas han prescindido de su Departamento de Prensa (ahora prefieren tratar con influencers, que resultan mucho más maleables)”.
Un ejemplo crucial de esta definitiva modificación musical la encontramos en un hecho concreto: cuando la crítica se percató de que la banda The Monkees había sido creada en 1966 por la compañía Raybert Productions, formada por Bob Rafelson y Bert Schneider, fue disminuida con prontitud sencillamente por su falta de credibilidad, circunstancia respaldada por el inmenso auditorio que ya tenía el grupo, calificando al grupo de farsante e indigno, acontecimiento que, medio siglo después, hoy ha sido revertido, y visibilizado, sustancialmente en asociaciones pop como Blackpink, cuarteto femenino coreano creado en 2016 por la empresa YG Entertainment, una agencia de espectáculos especializada en la formación y gestión de artistas de K-pop. Y el negocio ha sido tan estimulante millonariamente que ya han comenzado a salir más bandas coreanas de “trascendental éxito” con una monumental resonancia en las redes sociales, hecho musical respaldado por notorios influencers que desconocen de calidades musicales pero aplauden, en corro y en coro, todo lo que suene a millones de dólares y a fama inducida, pues lo que ahora importa es el dinero (¿a quién finalmente le interesa en estos momentos la calidad musical, ¡por Dios!?): ¡The Monkees, hoy, superarían al mismísimo Bad Bunny, otro “afortunado” producto del comercialismo rapero, millonario absoluto que, por eso mismo, merece, cómo no, el supremo apapacho de los blogueros!

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Vivimos otros tiempos musicales, sí, y uno es el que está mal si, primero, no aprecia a bandas como Blackpink y, segundo, no compra sus boletos cuando se acercan, generosas, a ofrecer sus conciertos cerca de donde vive uno con modestia irrazonada.