Artículos

Las siete décadas de Humberto Rivas

¿Y dónde está el tal Williams ahora?

Julio, 2025

Humberto Rivas es, sobre todo, narrador. Aunque también ha ejercido de tallerista, traductor, además de haber colaborado en medios como El Universal, Excélsior, unomásuno, La Semana de Bellas Artes o ‘La Jornada Semanal’. En este 2025, el escritor mexicano ha cumplido siete décadas de vida —nació en la Ciudad de México el 25 de marzo de 1955—, motivo que le ha servido a Víctor Roura para traer a cuento una de las obras más peculiares del autor: la novelita Sam Williams, caballista.

A veces uno se topa con uno de esos libros raros por su extraña e inasible confección literaria, como este asombroso Sam Williams, caballista (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2003), de Humberto Rivas, que va en esa tesitura de la peculiaridad escritural. El autor, nacido en la Ciudad de México, en este 2025 llegó a sus siete décadas de vida el pasado 25 de marzo.

Para comenzar, el lector no sabe nunca de dónde es originario el tal Williams, y aunque su nombre anglosajón nos indica que debe provenir de alguna región inglesa, el breve relato (apenas 60 páginas) nos desmiente de inmediata la suposición, ya que la trama nos ubica, a tientas, en una nación incivilizada, en guerra, permanentemente asediada. Si bien la ciudad se denomina Antigua Ocupada, ignoramos de qué país procede. Sólo sabemos que tiene nieve por un apresurado pasaje (en el cual se inscribe, Williams, en un campeonato de trineo con perros), pero también, inexplicablemente, que los combates suceden únicamente en aquella región pues en la metrópoli, que es adonde va a radicar Williams (en el mismo país, se supone), no se libra batalla alguna, y que es parecido a cualquier urbe del orbe.

Todo es una apariencia.

Y si en el inicio Humberto Rivas nos advierte, con rapidez, que el tal Williams es considerado un loco “porque prefirió irse, porque dejó de hablar con todo el mundo, porque entrena en un parque con arco y flechas, porque ahora tiene perros de todas las razas, porque se hizo tatuar serpientes retorcidas en los antebrazos, porque abandonó su caballo carbonizado y escribe en un cuaderno a todas horas y en todas partes”, no podemos entender cómo este hombre, un inconcebible solitario en permanente mordaz cordura, puede cometer tanta tontería impunemente.

El escritor Humberto Rivas. / Foto: Archivo CNL-INBA.

Por ejemplo: “Busqué una cabina —cuenta el propio Williams— en la que hubiera fax, computadora, impresora, teléfono con pantalla… entré y me instalé frente a los aparatos. No tenía a quién enviarle un mensaje, ni tenía ganas de hablar con nadie. Entre mis pertrechos busqué la punta de una flecha antigua, de obsidiana. Con ella firmemente apretada, entre el índice y el pulgar, comencé a grabar sobre las pantallas y las paredes metálicas nombres de mujeres imaginarias y números de verdaderos teléfonos. El tiempo pasó y cuando abrí la puerta para salir, me esperaban dos mujeres policías, en short y camiseta, eran hermosas y me identificaron”.

Todo pareciera, en efecto, una enorme mentira (¿qué novela no lo es, por lo demás?) contada por el mismo Williams, que, para acabarla de amolar —lo que indica que no está loco, como suponen quienes lo califican por sus sorpresivas locuras —, es un escritor de contraportadas y solapas para un editor que lo explota con vileza (¡Jesús Gardea y Gerardo Deniz y Agustín Monsreal y Severino Salazar y Humberto Rivas pisándose los talones!).

Pero, curiosamente, este Samuel Williams no era un don nadie porque tenía un caballo en su antigua ciudad, “un caballo que superaba —según dice—, con mucho, toda la cuadra del Productor —el mismo editor que lo explota—. Por eso me hace gracia enterarme de los cuidados que pone en sus potrillos. Mi caballo era pinto, como un caballo apache (lucero en el frente). Me lo mató el trueno. Vi un resplandor en aquella ocasión, escuché el estruendo y mi caballo, que era una joya, quedó reducido a cenizas, negras cenizas, como las que ahora se depositan insidiosas en los ojos, en los pulmones, en el corazón de la gente que forma tumulto en la ciudad (ahora) Ocupada”.

En su ciudad natal, Williams era alguien; ahora, en la metrópoli, parece un primitivo con su arco y sus flechas, arma con la cual realiza verdaderos actos de escalofrío, como el siguiente: “Estamos en un teatro pequeño, redondo, oscuro. Los reflectores recogen la figura de un actor desnudo, colgado y con los ojos vendados. La luz va disminuyendo poco a poco hasta que el escenario también se queda a oscuras. El público empieza a reír. Expulsan por la boca las letras con las que se representan la risa. Las letras son fosforescentes, verdes, anaranjadas, rojas… Me enfurezco al ver la falta de sensibilidad del auditorio. Busco el rostro de Jenny entre los reidores y no aparece. En un santiamén armo mi pequeña ballesta que al entrar he disimulado en partes, atada a mis brazos. En pocos segundos disparo seis o siete flechas y escucho a los recipiendarios, anónimos que quedan prácticamente clavados en sus butacas”.

Pero posiblemente todo sea una mentira.

Es decir, todo lo que cuenta Williams.

Porque, sencillamente, nada es creíble.

Portada del libro Sam Williams, caballista.

De ahí, tal vez, el juego literario de Humberto Rivas: su ejercicio estuvo basado en contarnos una historia que no es, una historia sin argumento posible, sin protagonista visible (porque el tal Williams puede ser sólo una apariencia, una quimera en una urbe donde no se conciben ya los idealistas, los que piensan aún en noblezas deschavetadas, en que la política, ja, es un bien para la ciudadanía), sin una temática razonable, sino se puso a describirnos fragmentos de un imposible rompecabezas, fragmentos de una historia que jamás será contada, sino sólo el boceto de una idea inconclusa. Un divertimiento sin soluciones.

¿Un proyecto para armar un día después de la siguiente guerra mundial, quizás?

¿Una historia cuerdamente desquiciada?

¿Una historia que busca ser una fábula irónica sin principio ni final?

Porque, vamos, ¿qué había hecho Williams, por Dios, para que lo persiguieran, para que cambiara extensamente de vida, para ser ahora lo que es: un chiflado peligroso que incluso es vigilado en los aviones?

“Recuerdo —dice Williams, pero también esto puede ser una mentira— que sólo había puesto en contacto a gente que compartía las mismas ideas. Fui un enlace, decían, un puente, y esto se paga caro en el nuevo orden social, creo que fue algo así lo que alegaron. Pero no pude evitarlo, y no me arrepiento de nada, por otra parte”.

Sin embargo, quienes lo juzgan (porque, sí, estamos posiblemente en un juzgado, en la corte donde se está enjuiciando al tal Williams) son lapidarios: “Si tan sólo aceptara [Williams] que ha servido de intermediario, de enlace entre los insurrectos. Si tan sólo aceptara la paternidad”.

Con su caballo muerto (con un lucero en la frente), con su arco y las flechas, con una jauría de perros, sin hablar con nadie, haciendo estúpidos textos para las contraportadas de libros horrendos, enamorado asesino de una mujer [Jenny] que no tenía ojos para él (¿sería precisamente México ese país lúgubre donde habita Williams por la pista que nos da de una cantina donde un cantante borracho cantaba “y su canción decía que él no entendía esas cosas de las clases sociales”, que es una clara alusión a José Alfredo?), ¿no será el tal caballista Williams el enloquecido hombre utopista que aún no tiene un lugar disponible en la sociedad opresora contemporánea del siglo XXI?

Related Articles

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Back to top button