Abril, 2025
Los accidentes en la Curva del Diablo eran la constante. Cada semana se registraban unos 10, entre vehículos que derrapaban, chocaban contra vallas de seguridad o que, de vez en cuando, caían por la barranca, pero pocas veces se incendiaban, por lo que, cuando encontraron el auto de Ernesto, les llamó la atención que estuviera calcinado, aunque aún así consideraron que no era extraño que se haya rajado el tanque de gasolina y que una chispa se encargara del resto.
Los cuerpos de emergencia bajaron sin problemas; había un equipo especializado en rapel para agilizar los rescates ante el nivel de riesgo en esa autopista. El destino permitió que no se quemaran las placas y eso ayudó a saber que era el Datsun de Ernesto, que alguna vez fue azul. El conductor estaba irreconocible, pero no había duda de que era él.
Graciela, su esposa, llegó al área de gavetas de la morgue con un trabajador de la agencia del Ministerio Público y cuando destaparon el cadáver, más que dolor su rostro reflejó las náuseas que le provocó ver el cuerpo calcinado, mezclado con los signos de descomposición, un olor a quemado, formol y podredumbre que la acompañaría siempre; su estómago se contrajo unos segundos y logró evitar el vómito. Controlado el primer impacto, comenzó a llorar en silencio, con espasmos largos, como quien ya sabe una noticia pero espera no confirmarla.
Dos semanas antes había llegado a la misma oficina donde ahora firmaba papeles para que le regresaran a Ernesto, sólo que en esa ocasión fue para reportar su desaparición: “Nos peleamos esa noche, se fue muy molesto y no regresó. Ya va casi una semana. Al principio creí que me castigaba porque siempre decía que los problemas eran culpa mía, pero cuando lo busqué en su trabajo me dijeron que tampoco había ido. Por eso decidí venir para que me ayuden a encontrarlo, pensé que podría ir a Solera, ahí en el puerto vive su amigo de toda la vida, pero le llamé y no sabe nada de él”, relató sin asomo de duda de que era una pareja conflictiva y de paso deslizó una pista para que lo encontraran.
De ahí inició la peregrinación: ir al centro de personas extraviadas, llenar formatos, sacarle copias fotostáticas a la hoja oficial con foto y señas particulares de Ernesto, pegarlas en oficinas, estaciones del Metro y cuanto lugar fuera posible. Fue una operación impecable.
Cuando lo encontraron en la Curva del Diablo, coincidió con el relato. Para el policía encargado de informar las malas nuevas, igual que para los agentes investigadores, la historia era simple: decidió huir a la playa con su mejor amigo y olvidarse de los problemas en la ciudad.
Ahora en la cárcel, Graciela repasaba una y otra vez el error.
La confianza en la forma de morir no tenía cabos sueltos, pero ese pequeño detalle la puso tras las rejas. Unas cuantas preguntas habrían permitido cometer el crimen perfecto.
Las exequias fueron un acto íntimo: unos cuantos familiares y muy pocos amigos. Sólo hubo una corona de despedida y no hubo velorio. A las 12 de la noche Graciela pidió en la funeraria que cerraran la sala y por la mañana del día siguiente el cadáver fue incinerado. Las cenizas serían tiradas al mar, “como pidió cuando estaba vivo”.
Esperó otras dos semanas y fue a tramitar el seguro de vida, 30 millones de pesos permitirían una vida sin complicaciones, en un lugar nuevo, aunque el costo era dejar de ver a la familia, a los amigos, pero eso era lo último que importaba. Ernesto contrató el seguro y a la hora de la muerte aún no terminaba de pagarlo, el plazo era a 20 años, pero la cobertura lo permitía, 12 mil pesos mensuales le daban el privilegio de que si fallecía durante el tiempo del pago, su familia estaría protegida. De hecho, su familia era sólo Graciela, pues de jóvenes decidieron no tener hijos y estaban tan habituados el uno al otro que pocas veces participaban en las convivencias familiares.
Mientras estaba en la oficina del asesor de la aseguradora, recordó los problemas que le había traído a Ernesto la mensualidad tan alta de la póliza: bajó el nivel de vida, aunque aún conservaban la casa, el auto, las joyas y, antes que deshacerse de sus pertenencias, decidió pedirle un préstamo a su jefe, que se volvió impagable, después solicitó un crédito en el banco; estaba al borde del infarto con tantas deudas y a punto de cancelar el seguro.
El asesor revisaba una y otra vez el fólder con los documentos. Graciela se desesperó y le dijo que entendía que la compañía no quisiera cubrir la póliza, que si necesitaban más tiempo estaba bien. Pero el joven detrás del escritorio le respondió que no se preocupara, que sólo eran revisiones de rutina. Se paró de su asiento y con una sonrisa le pidió que lo esperara un segundo, que regresaba rápido.
La espera fue eterna y, cuando se dio cuenta, habían pasado más de 15 minutos, se levantó y al darse la vuelta se topó con dos policías que la detuvieron. Entonces apareció el asesor y, con la misma sonrisa encantadora, le dijo: “Un fraude es muy difícil de encubrir y éste fue casi perfecto, pero algo no cuadraba… En su examen médico para obtener la póliza, su marido declaró no haber tenido ninguna cirugía; la autopsia reveló que el muerto fue operado de apendicitis”.
Graciela gritó que la soltaran, que era una confusión, que ella nunca había hecho algo fuera de la ley, pero ya era tarde.
En la cárcel, con el proceso enfrente, confesó la verdad.
La noticia llamó la atención de los medios de comunicación y eso alertó a Ernesto, que puso pies en polvorosa. Estaba muy lejos, sabe dónde, pero fuera del alcance de la justicia. Ella pagó por los dos.
En su declaración, relató que un día —dos años atrás— cerca de su casa vio a un hombre de espaldas, lo llamó creyendo que era Ernesto, pero cuando éste volteó se dio cuenta de que era un vagabundo; el parecido era impresionante. Por la noche se lo contó a su esposo quien no le dio importancia, pero una semana después fraguaron el plan para, por fin —después de tres décadas de trabajar para tener una vida medianamente holgada—, retirarse a gozar plenamente, sin ninguna clase de ataduras, libres.
Primero convencieron a Ricardo, el vagabundo, de que entrara a su casa. Ahí, le dieron de comer, le regalaron ropa de Ernesto y dejaron que se bañara. El hombre platicaba cosas incoherentes y le preguntaron por su vida, sin que se les ocurriera siquiera cuestionar algo sobre su salud.
Pese al evidente desequilibrio mental, era muy dócil, por lo que no fue difícil convencerlo de vivir en un albergue.
Casi dos años después lo regresaron a su casa —a Ricardo— y, como una broma macabra, le ofrecieron su última cena, con una alta dosis de Valium, la suficiente para dormirlo sin que dejara huella. Graciela le pidió el auto a su hermana y con los dos coches se fueron a la Curva del Diablo; ahí, lo colocaron en el asiento del conductor y empujaron el vehículo para tirarlo por la barranca; Ernesto bajó con cuidado, quitó el tapón de gasolina e inició el fuego… lo demás fue historia.