Enero, 2025
Es autor de dos libros esenciales del siglo XX: Rebelión en la granja y 1984. Su nombre real era Eric Arthur Blair, pero es con su seudónimo con el que ha quedado registrado en la historia y en la literatura universal : George Orwell. Escritor y periodista británico (nacido en la India), cultivó casi todos los géneros de la palabra escrita, desarrollando desde crónica periodística hasta ensayo, cuento y novela, también poesía. Ahora que se cumple el 75 aniversario de su partida —nació en junio de 1903 y murió en enero de 1950—, Víctor Roura recuerda al autor británico.
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Se fue de este mundo hace tres cuartos de siglo, cuando contaba con 46 añs de edad, el 21 de enero de 1950. George Orwell, seudónimo del británico —si bien nacido en la India el 25 de junio de 1903— Eric Arthur Blair, conocido sobre todo por dos de sus libros: Rebelión en la granja (1945) y 1984 (1949), fue asimismo un sobresaliente ensayista.
“Orwell poseía una gran vocación literaria descubierta desde muy temprana edad —acota Eduardo Rabasa en el prólogo del libro Ensayos escogidos (Sexto Piso Editorial, 2003)—. Escribió su primer poema a los cuatro años, leyó Los viajes de Gulliver a los ocho y pasó el resto de su vida obsesionado con la lectura y con la escritura. Le quedaba claro que vivía en una era esencialmente política y que no había forma de que nada ni nadie permaneciera ajeno a ella, y por supuesto no consideraba que la literatura fuera la excepción”.
Dicha idea queda manifiestamente clara en su texto “Los escritores y el Leviatán”, uno de los ocho capítulos incluidos en el volumen, cuando aseveraba que “la invasión de la literatura por la política estaba destinada a suceder. Tenía que ocurrir incluso si el problema especial del totalitarismo nunca hubiera surgido, porque hemos desarrollado una especie de compunción de la que carecían nuestros abuelos, una conciencia de la enorme injusticia y miseria del mundo, y un sentimiento de culpabilidad de que uno debiera hacer algo al respecto, lo cual hace una actitud puramente estética hacia la vida totalmente imposible. Nadie, ahora, podría dedicarse a la literatura tan de lleno como Henry James o Joyce”.
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Confrontado ante la tensión entre el impulso de manifestarse políticamente y el goce estético de la literatura, Orwell “optó por convertirse en el political writer por antonomasia —dice Rabasa—. Como se verá en este libro, incluso sus ensayos sobre temas eminentemente literarios, en los que analiza la obra de Henry Miller, o un virulento ataque de Tolstoi a Shakespeare o el ensayo dedicado a uno de sus escritores favoritos, Jonathan Swift, están plagados de elucidaciones políticas. Este rasgo de la obra orwelliana queda de manifiesto en un comentario de su amigo de toda la vida, el también escritor británico Cyril Connolly, quien, en una reflexión sobre su finado amigo, mostró su apreciación del principal rasgo de George Orwell, el escritor y el hombre:
“—Orwell era un animal político. Reducía todo a la política. No podía sonarse la nariz sin moralizar sobre las condiciones de la industria del pañuelo”.
En “Los escritores y el Leviatán”, que data de 1948, en efecto Orwell deja asentados, incuestionablemente, demasiados principios insoslayables que aún predominan, y seguirán predominando, en la clase intelectual: “La posición del escritor en una época de control estatal es un tema que ya se ha discutido con amplitud —decía el autor inglés de origen hindú—, aunque la mayor parte de la evidencia que podría ser relevante no está disponible todavía. Aquí no quiero expresar una opinión a favor o en contra del patrocinio estatal de las artes, sino sólo señalar que el tipo de Estado que nos rige debe depender parcialmente de la atmósfera intelectual prevaleciente”.
Esta es una época política, aseveraba Orwell [y se refería en concreto a la década de 1940, al pavoroso periodo de la Segunda Guerra Mundial, pero también ésta lo es, la del principio del tercer milenio, como lo fue en las cinco últimas décadas del siglo XX, e incluso en los tiempos de la Roma antigua y en realidad durante todos los tiempos con sus respectivas variaciones y particulares preámbulos y tácticas y revelaciones guerreras y enjundiosas asonadas simbólicas]. “Guerra, fascismo, campos de concentración, porras de goma, bombas atómicas, etcétera, es en lo que pensamos diariamente y, por lo tanto, en gran medida sobre lo que escribimos, incluso cuando no lo mencionamos abiertamente. No podemos evitarlo —decía Orwell, orwellianamente—. Cuando estás en un barco que se hunde, tus pensamientos versarán sobre barcos que se hunden. Pero no sólo están nuestros temas reducidos, sino toda nuestra actitud hacia la literatura está coloreada por lealtades que al menos intermitentemente reconocemos como no-literarias. Frecuentemente tengo la sensación de que incluso en las mejores épocas la crítica literaria es fraudulenta, dado que en ausencia de algún estándar aceptado (alguna referencia externa que pueda dar significado de que tal o tal libro es ‘bueno’ o ‘malo’) todo juicio literario consiste en inventar una serie de reglas para justificar una preferencia instintiva. La verdadera reacción de uno hacia un libro, cuando se la tiene, es generalmente ‘me gusta este libro’ o ‘no me gusta este libro’, y lo que sigue es una racionalización. Pero ‘me gusta este libro’ no es, creo, una reacción no-literaria; la reacción no-literaria es: ‘Este libro es de mi bando y por lo tanto tengo que hallar mérito en él’. Por supuesto, cuando uno alaba un libro por motivos políticos uno puede ser emocionalmente sincero, en el sentido de que siente una fuerte aprobación del mismo, pero también sucede frecuentemente que la solidaridad partidista requiere de una franca mentira”.
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Contrariamente a los escritores victorianos, decía Orwell (y es difícil buscar una refutación a sus lúcidas e irrebatibles premisas), “tenemos la desventaja de vivir entre ideologías políticas bien definidas y de saber generalmente con una sola mirada qué textos son heréticos. Un intelectual literario moderno vive y escribe en constante temor (no, por cierto, de la opinión pública en el sentido amplio de la palabra, sino de la opinión pública de su propio grupo)”.
En su ensayo, Orwell, como si estuviera diciéndolo apenas hoy mismo, apuntaba que la ortodoxia dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido el término “izquierda”. Las palabras clave, decía —y jamás supo que sus ensayos se acoplarían perfectamente bien al siglo XXI—, son “progresista”, “democrático” y “revolucionario”, mientras que las etiquetas que uno debería evitar son “burgués”, “reaccionario” y “fascista”.
Casi todo el mundo hoy en día, “incluyendo a la mayoría de los católicos y conservadores, es ‘progresista’, o al menos desea ser así considerado. Nadie, que yo sepa, se describe a sí mismo como ‘burgués’, del mismo modo que nadie que sea suficientemente leído para haber oído la palabra admite jamás ser culpable de antisemitismo. Somos todos buenos demócratas, antifascistas, antiimperialistas, despreciamos las distinciones de clase, somos inmunes al prejuicio racial, etcétera”.
Bueno, ¿entonces qué?, se preguntaba George Orwell, ¿debemos concluir que, debido a esa idea civilizadamente correcta de las lealtades y las coerciones silenciosas, es deber de todo escritor “no meterse en la política”?
¡Ciertamente no!, se respondía acaloradamente a sí mismo, “en cualquier caso ninguna persona pensante puede no meterse en política en una época como ésta”. [De nuevo, Orwell se refería, y hay que recordar que dicho ensayo fue escrito en 1948, a ese periodo infame del nazismo.] Sólo sugería que se debía “trazar una división más clara entre nuestras lealtades literarias y nuestras lealtades políticas, y reconocer que la voluntad de hacer ciertas cosas desagradables pero necesarias no trae consigo la obligación de tragarse las creencias que suelen ir con éstas. Cuando un escritor se involucra en la política debe hacerlo como un ciudadano, como un ser humano, pero no como escritor. No creo que por sus sensibilidades tenga derecho a librarse del trabajo sucio cotidiano de la política. Tanto como cualquier otro debe estar listo para dar discursos en salas con corrientes de aire, para pintar el pavimento, para distribuir panfletos e incluso para pelear en ciertas guerras si es necesario. Pero haga lo que haga por servir a su partido, nunca debe de escribir para éste”.