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Diez años sin Gerardo Deniz

La universalidad de la maxmordonía

Noviembre, 2024

Nació en Madrid en 1934 y se marchó de este mundo, 80 años después, en la Ciudad de México en 2014. Fue bautizado con el nombre de Juan Almela Castell, pero firmó su obra literaria como Gerardo Deniz. Llegó a México producto del exilio español a principios de la década de los cuarenta, y ya no se fue de este país, donde echó raíces para convertirse —gracias a su gran erudición, ironía y humor negro— en una de las voces literarias más estimulantes y originales de su tiempo. Narrador, poeta y prolijo traductor, publicó dos decenas de libros, obras que le atrajeron premios como el Xavier Villaurrutia (1991), el de Poesía Aguascalientes (2008) o la Medalla de Bellas Artes (2014). En este 2024 cumpliría 90 años de edad, pero también se conmemoran 10 años de su partida; Víctor Roura lo recuerda.

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Cuatro meses después de haber celebrado sus ocho décadas de vida el 14 de agosto, el español —radicado en México— Gerardo Deniz cerraba sus ojos para no volverlos a abrir más el 20 de diciembre de 2014

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En el último número del año 1999, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, informativo que dirigía Tomás Granados Salinas, dedicada íntegramente al poeta Gerardo Deniz (de nombre real Juan Almela, nacido en Madrid, mexicano de hecho), Rogelio Villarreal precisaba que maxmordón es un término en desuso que significa “hombre de poca estima, tardo, pasmado y sin discurso”, y también “hombre taimado y solapado”. La palabra, rescatada por Deniz, y quien durante toda su vida se había visto enfrentado contra el maxmordonato, le fue aplicada inmediatamente, apuntaba Villarreal, a uno de sus colegas, “un sabihondo típico de editorial”, uno de ésos que “se solazan exhibiendo sus conocimientos del diccionario y explicando a la menor provocación la grafía o el uso correcto de tal o cual frase o palabra y por qué debe escribirse Estados Unidos y Argentina y no los Estados Unidos ni la Argentina o viceversa. Ratas de escritorio que no tienen otra cosa que hacer en su tiempo libre más que esperar a que den las ocho de la mañana para empezar a fastidiar al resto de la oficina con su sapiencia superficial”.

Por la mañana, si te callas, Rúnika,
oirás silbar sobre el fogón ardiente
las lágrimas de la portera neurasténica,
Cecilia, pero la llaman Clío
(la musa de la historia, dicho sea con perdón).

Algo más tarde, si te fijas, Rúnika,
congregados en torno del periódico
estudian en silencio
la foto que salió en primera página;
una fachada anodina y, pintada delante,
la flecha vertical de trazos gordos
que indica por dónde cayó el cuerpo.

La población ha votado que el mundo es plano, Rúnika.
Sólo queda aguantarse.

Gerardo Deniz. / Foto: Roberto Portillo.

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Todo esto tiene su origen en 1991 cuando Gerardo Deniz publicó, en Biblioteca de México, una columna intitulada “Mester de maxmordonía”, que siguiera escribiendo todavía dos años después en la misma revista. Sencillamente, decía Deniz, “el maxmordón es más papista que el papa y muy reacio a mudar de opinión. Que la Academia emita reglas nuevas, pase. Así los maxmordones tendrán su pasto espiritual supremo y, sobre todo, oportunidad para hacer más correcciones y retoques: placer de dioses. En cambio, que la Academia acoja en el diccionario palabras nuevas es asunto que con frecuencia molesta al maxmordón, pues no sólo disminuyen con ello dichas correcciones, sino incluso se debilitan o pierden criterios (maxmordónicos: taimados y solapados) para juzgar a las personas”.

Y Deniz ponía ejemplos: el maxmordón “puede pasar fecundísimas décadas de su vida repitiendo a quien quiera oírlo que todo el que utilice la palabra ‘banal’ es un papanatas que no sabe escribir. ¡Cuál no sería su desencanto cuando, cualquier buen día, la Academia reciba la palabreja en su mamotreto! (Ay, ya la recibió.)”

Decía Deniz que los maxmordones parecieran estar en éxtasis en aquellos momentos oratorios al explicar a los profanos (o sea todo el mundo) que no se puede hablar de “el futuro” más que en caso del tiempo verbal (“el futuro de dar es daré…”), pues fuera de ahí debe decirse “lo futuro” o, aún mejor, “el porvenir”.

Diferente es el caso de las recomendaciones académicas.

Cuando la academia aceptó, por ejemplo, la división etimológica de las palabras, “la maxmordonía se frotó las manos”. La división puramente silábica era “no-so-tros”. Un día la Academia autorizó, además, la división etimológica “nos-o-tros”. No necesitaban más los maxes, decía Deniz, “para corregir lo uno a lo otro y lo otro a lo uno. ¡Retocar, retocar, máxima actividad humana!”

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A los subversivos, como Gerardo Deniz, la división etimológica autorizada por la “bendita Academia” les pareció simpática “por representar un paso —corto— hacia la única receta razonable: dividir las palabras por donde convenga en un momento dado: nosot-ros, por ejemplo. ¿Absurdo, ofensivo? Quizá. Y, desde luego, nimio. Pero cómodo, asimismo. ¿Cómo calificar, en cambio, la reacción de los maxmordones? Extendiendo lógicamente la división etimológica aceptada por la Academia (en nos-otros, p. ej.), llegaron a divisiones audaces, que hacían a cualquier max sentirse en la cresta de la ola de la modernidad: arz-obispo”.

Deniz tuvo, decía, “el dudoso placer de escuchar discusiones a este respecto que duraban horas enteras. Vi a Maxmordón, autorizado para dividir arc-ángel, recuperar, a los 60, la emoción de cuando, en 1906, su mamá le permitió beber un poquito de café negro”.

Aunque esto de la división de palabras no acababa ahí, ni mucho menos. Deniz recordaba el problema de las divisiones obscenas de “espectáculo” o “servicio”. Pues bien, precisaba el poeta, “existen otras divisiones que repugnan al Lector —ese viejo conocido nuestro—, no ya por groseras sino por feísimas. Imagínese un renglón comenzando por ‘rrocarril’, o por ‘rril’. ¿No es algo muy ofensivo? Hay maxmordones (muy pocos, es verdad) que, en estos casos, se lanzan, temerarios, a simplificar la atroz erre inicial: ‘rocarril’. Por el hecho accidental de caer en principio de línea, la inicial de ‘rocarril’ asume pronunciación fuerte, pese a tratarse nada más de un pedazo de palabra”.

—Bueno, don Max —preguntaba Deniz—, pero si aplicamos la regla a pe-rro, se nos va a confundir con pe-ro.

—De ningún modo. Debía usted saber que las palabras de cuatro o menos letras son tipográficamente indivisibles, por razones de alta estética.

—Es que perro tiene cinco letras…

—Pero quedaría reducido a cuatro, y entonces…

Y la discusión, decía Deniz, “se inicia, fecunda”.

Sin embargo, “se está quedando en el tintero un tema tristón aunque esencial —reconocía el poeta—, el de la universalidad de la maxmordonía. A toda la gente insípida que se ocupa de estudiar el Hombre le encanta repetirnos que todos llevamos dentro diversos monstruos (salvo, claro está, quienes han disfrutado de un prolongado y nada económico psicoanálisis del género llamado ‘humanístico’, en cuyo caso lo único que debe quedar dentro es un lindo retrato de Marx haciendo ganchillo). En fin, lo que importa es que, gústenos o no, todos llevamos dentro un maxmordón”.

Si bien hay minucias o, como decía Deniz, “también hay personas que sólo están salpicadas de maxmordonía en mayor o menor grado: distintos profesionistas, periodistas y similares, escritorcillos, personas cultitas. Unos de ellos escriben mucho, otros poco o nada. Comparten, sin embargo, rasgos esenciales. No han mostrado la perseverancia precisa para volverse maxmordones de cuerpo entero”. No obstante, “conocen unas cuantas normas (en casos extremos, una sola), aprendidas de cualquier modo: por haber oído a un maxmordón, por haber hojeado uno de esos incontables manuales (que tantas veces se contradicen entre ellos) titulados Diccionario de dudas del idioma, Escriba usted correctamente, etcétera. Lo maxmordónico del caso es que estos pobres salpicados exhiben una jactancia, una suficiencia que a estas alturas conocemos bien. Alcanzado este nivel, la variedad es, ahora sí, infinita. A veces curiosa, desagradable siempre”.

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Los maxmordones, apuntaba Rogelio Villarreal al poeta Gerardo Deniz, “ocupan puestos y lugares en todos los ámbitos de la vida y de alguna manera se las arreglan para confabularse en contra de los que ejercen su derecho a vivir con la menor burocracia posible y con una concepción poética de la vida y de la historia”.

Pulula, pues, la maxmordonía, y tal vez la gente ni cuenta se ha dado de esta calamidad expansiva.

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