La lealtad
Septiembre, 2024
La lealtad es una sustancia adhesiva propia de la conciencia colectiva, delgadita, transparente, como KolaLoca, que hace que la gente se quede pegada a las personas, animales, cosas y recuerdos, aunque ya no tenga nada que ver con ellos y casi ni existan. Sin embargo, escribe Pablo Fernández Christlieb en esta nueva entrega, parece que ya no está de moda, que ya no se usa. Y eso se debe a que el habitante de la sociedad ya no es la gente, sino el dinero, y la gente es ahora un utensilio que el dinero emplea para vivir y multiplicarse.
Cuando las muñecas ya no tienen nombre, o por lo menos nadie se acuerda cuál era; cuando los futbolistas se pueden cambiar de equipo y de camiseta; cuando los narcos comenzaron a matar mujeres y parientes de sus competidores; cuando el suéter preferido es uno nuevo, y nadie guarda su primer celular, y los exmaridos no pasan la pensión; cuando alguien sale de su barrio y se cambia de clase social —y de color— y deja de usar hasta el acento y no vuelve a visitar a su abuelita, hay algo en el alma colectiva que se está corroyendo, y la sociedad se empieza a desmoronar. La lealtad se va perdiendo.
La lealtad es una sustancia adhesiva propia de la conciencia colectiva —ese orden de pensamientos y estado de ánimo que nos envuelve a todos—, delgadita, transparente, como KolaLoca, que hace que la gente se quede pegada a las personas, animales, cosas y recuerdos, aunque ya no tenga nada que ver con ellos y casi ni existan pero que sin embargo no la deja desprenderse, y en conjunto, la sociedad se mantenga entera y no se deshaga aunque vaya cambiando y transformándose en otra distinta que no obstante sigue siendo igual a sí misma. La lealtad no es enmielada, como el amor, sino limpia al tacto, y lisita, y no se termina cuando termina el amor.
Tampoco es como la fidelidad, que se acaba, obviamente, cuando se acaba la relación (aunque a veces es al revés, que se acaba la relación porque se acabó la fidelidad). Pero la lealtad nunca. Ni como el deber, que finaliza cuando cesan las circunstancias, y entonces ya no se tiene ese deber. Pero la lealtad nunca, porque ésta no es ni compartida ni recíproca, sino que es como una cosa propia, ya que es como un deber o una fidelidad para con uno mismo, y uno mismo no se acaba. Cuando el cariño o la responsabilidad llegan a su fin, la lealtad sigue y sigue, toda vez que no es un acuerdo, ni un sentimiento, ni una promesa, sino algo más total, como si tuviera que ver con toda la sociedad y toda la historia.
Y digamos que ya no está de moda, que ya no se usa. Y eso se debe a que el habitante de la sociedad ya no es la gente, sino el dinero, y la gente es ahora un utensilio que el dinero emplea para vivir y multiplicarse; y a la gente, para que sirva, entonces hay que disgregarla, desbandarla, para que no se anden juntando y se les ocurra hacer cosas comunitarias ni hacer cosas en nombre de todos, porque así no sirven bien, de modo que hay que disolverles el pegamento de la lealtad que las une. Y la manera práctica de hacer esto es ir convirtiendo a la lealtad en un truco comercial, en bonos de lealtad, en puntos de lealtad, en programas de lealtad de Starbucks y Walmart con los clientes frecuentes para “premiar sus comportamientos de compra” y “crear lazos emocionales entre la marca y el cliente”, de manera que la lealtad sólo se use para agenciarse consumistas cautivos y para aprovechar ofertas, hasta que suene desencajado sentir lealtad si no hay dinero de por medio. Hasta que vaya dando vergüenza ser gente entre tanto dinero.
Y quizá exactamente por eso, porque falta, empieza a notarse que la lealtad era una sustancia esencial, precisamente por discreta y nada espectacular, ya que cada quien se la guardaba como cosa muy suya, muy personal, casi con timidez; y uno solamente se da cuenta de que tiene lealtad hacia tal o cual cosa cuando hay algo interior que le impide hablar mal de eso, y no porque se vaya a enterar, sino porque se siente como una traición a uno mismo, y uno se lastima a sí mismo cuando le falla a sus lealtades.
La gente tiene lealtad para con su familia, su suelo, su patrón, su empleado, su oficio, sus ilusiones, sus amigos e incluso sus enemigos (hay enemigos leales y amigos desleales), que pueden ser ya de antaño y a los cuales puede hoy odiar y buscar venganza y fregárselos pero, a pesar de todo eso, saber que hay lealtad para con ellos en el sentido de que uno no se olvida de que de todos modos les debe algo, que será para siempre impagable: lo que les debe es uno mismo, es decir, lo que hace que uno sea quien es; o dicho de otro modo, lealtad es el nombre de todas las cosas, prójimos, ideas que lo formaron a uno, y es como la raíz de sus orígenes, la materia de su persona, y entonces, por decirlo así, por una especie de orgullo o de instinto de supervivencia, se les debe lealtad a las cosas de las que está uno hecho. La lealtad es lo que hace que la gente sea gente (y no dinero).