Julio, 2024
El paso tiempo lo único que ha logrado es dificultar la respuesta; si es que la hay. Y es que, 70 años después de su muerte, nadie sabe a ciencia cierta dónde comienza y dónde termina el ser humano, la artista y el mito. De lo que no hay duda es que Magdalena Carmen Frida Kahlo Calderón es —sigue siendo— una de las artistas más famosas de México y, desde hace tiempo, es, ya, un verdadero ícono de la cultura pop. Su historia se cuenta en pinturas, exposiciones, libros, su casa y su estudio hechos museos, e incluso en souvenirs que se venden por doquier. Ahora que se cumple el 70 aniversario de su fallecimiento —julio la vio nacer en 1907 y julio también la vio marcharse en 1954—, Víctor Roura recuerda a la pintora mexicana.
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El cuento es inacabable, porque Frida, como Moana, como Ariel, como la Bella Durmiente, no tiene fin mientras se sigue hablando de ella o su figura continúe siendo rentable para los contadores —instigadores— de historias. Frida Kahlo, no Nahui Ollin, no Elena Garro —pese a que también estas mujeres dependieron completamente de un hombre para convertirse en lo que posteriormente fueron exaltadas—, ha sido la elegida acaso por su accidentada vida en hospitales y su martirio entendible por esta misma causa —pues la abundancia de varones en su intimidad asimismo puede ser compartida de igual modo con las otras dos referidas damas.
Frida es, como el Che, objeto de consumo itinerante lo mismo en tazas que en sábanas, en toallas que en zapatos, en muñecos que en juegos de mesa, en pósters que en vasos, en dijes que en cubrecolchones, etcétera, una variedad infinita de mercancías que la hace inolvidable.
Ahora que se cumplen siete décadas de su muerte, ocurrida el 13 de julio de 1954 (siete días después de haber celebrado su onomástico número 47), Frida seguramente volverá a ser homenajeada en diversos recintos plásticos e intelectuales, porque la mancomunión amorosa que tuvo con Diego Rivera la hace, casi obligadamente, una personalidad cercana al pensamiento gravitacional.
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El problema no son los mitos, sino los mitificadores. Molesta su empeño, artificioso y afectado, en remarcar ciertas situaciones, incluso tendientes a la más ridícula cursilería (porque, hay que reconocerlo, no toda la cursilería es forzosamente ridícula), que sólo sirven para subrayar la festiva imaginación de los exaltadores de la quimera.
Por ejemplo, Norma Anabel Barrera, en su libro Frida Kahlo y Diego Rivera (Planeta/DeAgostini, colección “Grandes protagonistas de la historia mexicana”, 2002), persevera en el cuento de hadas de una manera que, caray, hace enrojecer al interesado en la vida cultural, y que uno creería desprovisto y distanciado de cualesquiera frivolidades.
La noche del domingo 24 de noviembre de 1957, dice la biógrafa, “la bóveda celeste, con su intensa oscuridad y luciendo un luminoso bordado de estrellas, serenamente cubría el descanso de los habitantes de la Ciudad de México. A eso de las 23:30 horas, un sorpresivo viento frío sopló por la colonia San Ángel, la traviesa ráfaga se coló a la habitación de una casa localizada en la calle de Altavista: tenía como misión apagar la ya débil y cansada llama de una vida que fue inquieta, intensa y creativa”. La de Diego Rivera, obviamente, “diestro en pintar sobre muros y lienzos”.
Pero no le bastó a la biógrafa describir esta candorosa escena, con su celestial bóveda y su inesperado viento frío cuya misión era acabar con la vida de un artista enamorado, sino habría de agregarle algunos otros condimentados dramas: “Esa noche, mientras Ruth y Lupe, sus hijas, y Emma Hurtado, su nueva esposa, conversaban en la planta baja de la casa, Diego descansaba. En el ambiente reinaba la tranquilidad pero, sorpresivamente, fue interrumpida por un frío y juguetón vientecillo que logró colarse al estudio del artista. Frente a él se levantó un remolino, de inmediato dos figuras femeninas fantasmagóricas aparecieron. Las reconoció, ya las esperaba: una era la flaca pero elegante y emperifollada calavera Catrina y la otra era su Fisita, Frida Kahlo, su compañera y esposa que vestía un atuendo de tehuana [más bien: su ex esposa… porque la nueva esposa de Diego Rivera era, como ya se ha dicho, Emma Hurtado]. Tal y como las pintó en su mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, así se le presentaron para recogerlo”.
Válganos el Señor.
Ahora resulta que la biógrafa, en ese su entercado afán mitificador, nos asegura, porque ella así lo supone, porque así deben ser las cosas en el romance eterno, que Diego Rivera vio con sus propios ojos que era Frida Kahlo la que venía, junto con la Muerte, por él para llevárselo al otro mundo y continuar adorándolo, tal como marcan los cánones de la pasión ensoñadora.
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No conforme con empezar de dicha manera romantizada, Norma Anabel Barrera dice que “la historia la han hecho hombres y mujeres a los que se les ha vestido de bronce y colocado en pedestales en calidad de héroes, pero suele pasarse por alto la naturaleza humana de esos personajes que el destino puso en el lugar y tiempo exacto para su actuación en el ámbito político, social, económico o cultural. Es esa parte del hombre que ama, que odia, que tiene necesidades físicas, emocionales y espirituales la que llega a determinar su acción en la vida y, por supuesto, en la historia”.
Dice que es un “asunto interesante” ése, el del amor, “palabra que no tiene una definición precisa o absoluta. Solemos hablar del tema según nos tocó vivirlo, se disfrutó o se padeció. Y es que cada quien lo vive con su cada cual y juntos hacen de su amorosa experiencia una singular creación”.
En el hombre, afirma la biógrafa demasiado perogullescamente, “existe la necesidad del amor”. El ideal que desea alcanzar, el hombre en general, “es el de amar y ser amado. Por tal razón irá por la vida buscando quien quiera o pueda corresponderle. Ante el miedo que siente a la soledad, busca en el amor salvar su situación. De acuerdo con esa necesidad se presentarán varios tipos de amor: romántico, apasionado, trágico, prohibido o enfermizo”.
Nadie escapa (“no importa edad, raza, creencia religiosa, ser noble o plebeyo [sic]”) a “este amoroso tormento”, como bien dijera Sor Juana Inés de la Cruz en una de sus famosas redondillas.
Y, bueno, se sigue de largo aleccionándonos con esto del amor. Todo para concluir que no ha habido otra pareja tan ma ra vi llo sa como la conformada por Diego y Frida, así sin apellidos, “dos vidas, dos pinceles que hicieron de su relación de pareja una composición pintoresca y apasionada”.
Nada se dice, por supuesto, de la conveniencia de la mujer, en este caso, de estar apegada a la viuda de un hombre con poderosas influencias, pues si Diego, así sin apellido, no hubiera pintado como pintó seguramente Frida jamás se hubiera aparecido en su camino (como tampoco Nahui Ollin en la vida del Dr. Atl). No en vano Salma Hayek interpretó gustosa a la Frida que se acostaba con cualquier hombre que pudiera tener en su lecho en una actuación que le atrajo, a Salma Hayek, distintos reconocimientos. Porque, dicen ahora las feministas, los hombres se acostaban con cualquier mujer, ¿por qué una mujer no iba a acostarse con cualquier hombre? Y Frida lo hizo con hombres y con mujeres por igual, sin hacer distingo alguno en su sexualidad, razón más que suficiente para enmarcar a Frida en su adelantada vida amorosa desprejuiciada.
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El resultado escritural es decepcionante: un libro para celebrar la mitificación, nada más. Guiado, además, por supuestos y creencias populares, no por una investigación formal ni tesis renovadoras, como la mayoría de los libros relacionados con este tema. Vea si no: cuando nacen —el 8 de diciembre de 1886— los gemelos Rivera Barrientos, Diego María y Carlos María, los habitantes de Guanajuato celebran, en la plaza principal, “con esa singular mezcla de alegría y devoción, muy del mexicano, la fiesta de la Inmaculada Concepción”, pero este jolgorio no ocurre en una de “las ondulantes y empedradas calles, la de Pocitos, en la planta baja de una casa de tres pisos que tenía marcado el número 80”, ya que en este hogar “se respiraba angustia” por el “trabajo de parto” de la señora María del Pilar Barrientos (que “había pasado por tres embarazos frustrados”), quien dos años después perdería a Carlos María por la “fragilidad física y la imprudencia de su nana”. Y la biógrafa se apresta a relatar la tragedia: “Sucedió que, al no poder criar a sus hijos, [la noble] María del Pilar tuvo que conseguir a dos nodrizas, las indígenas Antonia y Bernarda [plebeyas, si seguimos el curso de la narración]. Por un lío amoroso estas mujeres llegaron a los golpes y, según la creencia [y que Norma Anabel Barrera se apresura, irresponsablemente, a incorporar en su biografía], el coraje que hicieron hizo que la bilis se les derramara y envenenara su leche. Bernarda, que tenía bajo su cuidado a Carlos, por la misma muina que traía atravesada olvidó la precaución que debía tener y alimentó a la criatura mandándola al cielo”.
¿Y Antonia, la que daba el pecho a Diego, no tenía también derramada la bilis? ¿Esta otra indígena sí tomó las precauciones necesarias para no darle de beber a Dieguito?
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Si bien la historia de estos dos artistas, Frida y Diego, es harto conocida, y es por lo tanto difícil hallar aristas novedosas en su biografía, no significa que su romance (¿y de dónde el temor de no decir que finalmente su relación fue frustrante, malograda, infiel, desengañada e incluso —de dónde el prurito de no subrayarlo— desgraciada?) no pueda ser contado decenas de veces; pero si se va a abordar el tema con el propósito de contar un exaltado cuento de hadas, la situación literaria se va a ver, tal como lo apreciamos en esta deslucida biografía, desmoronada. Frida Kahlo, al percatarse de que Diego Rivera no era su hombre (¿acaso sólo un capricho perenne o ansia posesiva?), se entrega a cuanta relación encuentra a su paso (¿no hasta con Trotsky logró acostarse en la casa donde se acostaba con Diego Rivera?) para acabar, lamentablemente desvalida, sus días como la esposa sumisa, complaciente —aunque ella nunca complacida—, leal —que no fiel— del afamado pintor, que la cuidará, quizá con un arremolinado remordimiento en la cabeza —por haberla “traicionado” con otras mujeres tantas veces pudo y quiso—, como si fuera su hija.
Pero la biógrafa quiere contarnos la historia que todos conocemos. Insiste en la vida rosa de la niña rebelde y del hombre bonachón, de ojos saltones, que la mima pero apenas puede ya la está “traicionando”… ante la fortaleza apasionada, aunque heroicamente herida, de la mujer que rebosa de amor, ¡ay!, por su ingrato mas sin par amado… porque en una mujer como Frida la traición no existe, no se da, no es conocida, no se da de manera natural como en los hombres: Frida tuvo una fructífera vida sexual no por convicción, sino porque el maldito Diego la arrastró a ella, que es una situación muy distinta, pues las mujeres llegan hasta donde los hombres disponen.
Y no hay vuelta atrás.
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Nada hay, obviamente, de la pintura de Frida ni de los posibles trazos de Diego en los cuadros de ella (es algo impensado e incluso inmoral decirlo o sugerirlo), mientras la artista plástica siga convertida en una codiciada mercancía bastará para continuar con la mitificación: ¿a quién, finalmente, le duelen esos ojos descompuestos, llenos de temor, del Che Guevara minutos antes de ser asesinado si su figura sigue latiendo poderosamente en el mercado de la mitificación?
¿No los cuadros de Nahui Ollin, con o sin la ayuda del Dr. Atl, son significativamente autobiográficos como los de Frida?, ¿qué diferencia a unas de otras?, ¿qué las hace superiores a unas y no a las otras?
En cuestiones de arte, nada está escrito… que la mitificación se encargará posteriormente de ello: si Van Gogh lo hubiera sabido habría muerto antes de los 37 años (1853-1890), o la misma Frida antes de los 47 años.
Quién lo sabe.