Enero, 2024
Las diversas facetas de su trabajo intelectual lo han convertido en una figura imprescindible en el ámbito de las letras mexicanas. Su obra poética, por ejemplo, es una de las más populares, pese a su complejidad y a los requisitos que exige de los lectores. Su obra ensayística, por otro lado, abarca temas literarios, económicos, políticos y sociales. Hombre profundamente discreto, Gabriel Zaid, uno de los intelectuales contemporáneos más importantes y solventes de México, llega a las nueve décadas de vida —nació en enero de 1934—; Víctor Roura le dedica unas líneas.
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Eran los tiempos de la bonanza mediática, en efecto. Tres lustros después, el demasiado dinero que recibían tanto informativos como periodistas se diluyó prácticamente, aquí sí, de la noche a la mañana convirtiendo, el asunto de la prensa, en una circunstancia de sensaciones de iracundia y de pesimismo, porque la costumbre del privilegio financiero se deshizo en añicos para volverse volátilmente azaroso.
Y los documentos nos lo exhiben así: ahora que está por cumplir las nueve décadas de vida, traigo a colación un texto de don Gabriel Zaid (Monterrey, 24 de enero de 1934) que corrobora la situación ya citada.
El análisis que habla de aquel beneficio fue publicado en el número de enero de la revista Letras Libres del año 2002.
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Apuntaba don Gabriel Zaid que había en ese momento “cinco fuentes de financiamiento para la cultura: el sacrificio personal, la familia, los mecenas, el mercado y el Estado. Todas pueden liberar o esclavizar, aunque de maneras distintas. Todas tienen consecuencias en la calidad de la obra, más allá de sus efectos en la situación económica de los participantes”.
El gran arte popular tiene la situación más deseable, decía Zaid: “Que la obra excepcional sea apreciada y pagada por quienes la reciben, sin necesidad de sacrificios ni patrocinios, implica una obra que dice algo importante a la mayoría; implica una renovación creadora de la tradición: algo original y valioso que no rompe con la historia, ni con la sociedad. Las circunstancias pueden ser pueblerinas (como en la pintura de Hermenegildo Bustos) o mediáticas (como en las canciones de los Beatles), con resultados económicos muy distintos, pero secundarios. Bustos y sus vecinos alcanzaron en sus retratos una plenitud semejante a la que alcanzaron los Beatles y su público”.
A falta de eso, agregaba Zaid, “lo ideal sería recibir una herencia sin ataduras. Así se han hecho cosas muy notables. Un joven heredero se retira a una casa de Copenhague y, pensando en danés (una lengua tan marginal, como su vida, para los grandes centros filosóficos), llega a cuestionamientos decisivos en el pensamiento occidental. Nadie le hubiera dado una beca para eso, menos aún anticipos sobre futuras regalías autorales. ¿Y quién le hubiera dado a una señora de Buenos Aires dinero para hacer una editorial que nunca sería negocio, aunque modificó la cultura argentina y abrió horizontes para todos los lectores de habla española? Es asombroso lo que hicieron Søren Kierkegaard y Victoria Ocampo con la libertad que les dio una cantidad relativamente modesta. Y está claro que no lo hubieran hecho sin esa oportunidad”.
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Gabriel Zaid se asombraba de lo que hizo Van Gogh, “que se pasó la vida como un fracasado, mantenido por su hermano; o Sor Juana Inés de la Cruz, mientras tuvo protección. En el caso de Van Gogh, el mercado permite calcular la inmensa desproporción entre lo que costó la manutención del pintor y lo que vale su obra. Pero puede decirse lo mismo de los otros. Algo que vale mucho costó poco y, aunque era poco, el mercado no lo pagó”.
Según Zaid, “toda vida es creadora de muchas maneras, y lo mejor sería que, sobre la marcha, supiéramos convertir nuestra opresión en libertad, nuestra vida cotidiana en milagro. No es imposible que el resultado de un encargo sea prodigioso y satisfaga plenamente al autor y a los otros, a un buen precio para ambas partes. Pero este cielo del encuentro feliz entre unos y otros, objetivado en una obra de valor perdurable, puede nublarse de muchas maneras. El desencuentro puede ser terrible. La realidad de que el mercado son los otros puede vivirse como ‘El infierno son los otros’: para vivir tengo que hacer cosas que no me gustan, pues lo que hago por mi gusto no gusta como para dedicarme a eso”.
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Si el mercado fuera perfecto en sus juicios de valor (“como parecen creer algunos economistas”, añadía Zaid), uno debería dejar de hacer lo que a los otros no les gusta: “Si mi obra respondiera a las necesidades populares (como decían los revolucionarios), el pueblo la reconocería, liberándose y liberándome. Pero las cosas son como son. Es posible que mi obra no valga nada, y que, al rechazarla, con buen juicio, el mercado me esté situando en la realidad para que me dedique a otra cosa. También puede suceder algo peor, aunque parezca una bendición: que mi obra no valga nada y guste mucho, y me la paguen maravillosamente. La verdadera bendición es que sí valga, y me la reconozcan y paguen bien; aunque, para las modas nihilistas o relativistas, no hay obras objetivamente valiosas: hay precios en el mercado, chifladuras colectivas, prestigios manipulables, enjuagues del poder, mercadotecnia y relaciones públicas”.
Lo más incómodo de todo, sentenciaba Zaid, “es creer en algo objetivamente valioso que los otros no ven: la astronomía, la música, los libros sin erratas, el rescate de un pintor desconocido, la novela que escribí o pienso escribir, las bibliotecas públicas, el teatro, todo lo que parece tonto a los ojos de quienes se niegan a pagarlo. Y, para sentirse todavía más tonto, a los veinte años de no convencerlos, puede aparecer de pronto el funcionario, el mecenas, el mercado, que diga: aquí está el dinero. Esto vale muchísimo. Es obvio. No hace falta explicarlo… Los mismos cuadros, antes arrinconados, de pronto valen oro”.
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El sostén último de las obras objetivamente valiosas está en el sacrificio personal, decía Zaid: “En creer en lo que se cree, a pesar de las opiniones de los otros, a pesar de las consecuencias deprimentes que eso tiene en la práctica, a pesar de la familia, los mecenas, el mercado y el Estado. No es un buen augurio para la cultura que el sacrificio personal empiece a parecer inaceptable y hasta ridículo. Cuando se produce únicamente lo que tiene mercado o patrocinio, hace falta un milagro para que la cultura no termine siendo próspera y conformista”.
Por supuesto, durante la elaboración de su artículo, intitulado “Dinero para la cultura”, Zaid ignoraba, evidentemente, que el Estado mexicano estaba a punto de acometer un asesinato cultural: imponer impuesto a las regalías autorales, excepción que se había mantenido intocada a lo largo de las administraciones priistas —pese a algunos frustrados amagos por parte de desorientados burócratas. Con un admirable descaro que no es sino la más pura exhibición de su desconocimiento e ignorancia del estado de la cultura nacional, el secretario foxista de Hacienda, Francisco Gil Díaz, declaró que, si en sus manos estuviera, preferiría exentar de impuestos a los toreros, a los actores y a los futbolistas porque los primeros, justificaba el funcionario panista, se juegan la vida, los segundos el público se olvida de ellos cuando envejecen y los terceros poseen una corta vida profesional (no observaba el fino secretario, no obstante, las hondas diferencias financieras que obtiene cada uno de estos protagonistas si se lo compara con la humilde condición económica de un modesto autor sin mafia que lo vanagloriase). La consideración, de todos modos, no dejaba de ser alegórica: los políticos que nos habían gobernado no tenían una mínima idea del significado del término “cultura”. Por algo priorizaban a los medios electrónicos y posponían a los escritos. No en vano planeaban una estrategia para hundir, aún más, a los creadores que, como mera curiosidad, no armaron tanto desbarajuste histriónico tal como lo amagado hoy en día a la política morenista por haberles retirado una parte del financiamiento oficial que los tenía optativamente seducidos y cooptativamente tranquilizados. Porque si en los gobernantes, acaso estudiados pero soberanamente incultos (porque una cosa es el estudio tenaz y otra la cultura que el hombre adquiere con el paso de sus años), hubiera radicado la legalidad jurídica del gravamen hacendario, habrían exentado de sus impuestos, pero ya, a los millonarios del país para imponer un nuevo régimen que consistiría en una especie de endiosamiento a los poderosos ciudadanos que con su dinero crean (éstos sí portentosos creadores, merecedores de exenciones fiscales) las reglas del juego mexicano.
¿Quién creyó, finalmente, en los discursos foxistas acerca de la libertad expresiva y la supresión de la censura creativa? ¿Quién si no un autor supo que esa disposición del impuesto autoral fue sólo una ofensa más al ejercicio cultural?
Por desgracia, la comunidad cultural se debatía a muerte entre su propia conciencia y sus íntimos intereses: los becarios, los agregados culturales, los recompensados y los hueseros callaron porque sabían que, a veces, en la boca cerrada no entran las moscas. El Estado, y los becados que leían a Zaid sabían de su equívoco, sí liberaba y esclavizaba con generosidad cuando actuaba como una confiable fuente de financiamiento.
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Pero ni en los tiempos más inverosímiles para la cultura, como en el pasado priista o panista, hubo tanto descontento y alharaca en los hacedores de la cultura como ocurre en la actualidad.
No sé si don Gabriel Zaid lo contempló con anticipación, lo cierto es que las cosas han dejado de ser como antes (la misma revista Letras Libres, que dirige Enrique Krauze, ya no recibe el alud de dinero que en el pasado reciente conseguía con inmoderada facilidad sólo subiéndose a los carros alegóricos del silenciamiento político, es decir el tratar de no ver, o mirando pero sin documentarlo, el atropellamiento de la política para no perder el arropo o el consentimiento monetario), por lo menos ya no son cinco, como bien apuntaba Zaid en 2002, las fuentes de la economía para un creador sino se han reducido únicamente a cuatro: el sacrificio personal, la familia, los mecenas y el mercado. Porque el Estado ya no lo protege como lo hacía antiguamente (a numerosos creadores que se subían, alborozados, al carrusel de la mimosidad del Estado), y más todavía si pertenecía, el creador, a una pequeña, aunque poderosa, mafia, como suele acontecer en los ámbitos políticos de ayer, de hoy y de siempre.