“Soy un compositor de la vieja guardia y me gusta crear la música con mis manos y mi cabeza”
I: el aspirante a virtuoso del pueblo
Sobre la gran hoja en blanco, surcada por las grandes líneas del pentagrama, antes que mancharlas de figuras blancas, negras, de siluetas de corcheas y semicorcheas, de fusas y semifusas, además de silencios o de anacrusas, el compositor polaco Krzysztof Eugeniusz Penderecki prefería trazar amplias avenidas coloridas, líneas o barras de tonos vivaces sobre la partitura, mismas que le sugerían no las notas precisas de sus obras sino una estructura general, amplia, de trazos previos de senderos, retruécanos, llanuras y hondonadas, en una conceptualización más visual y cartográfica que la notación tradicional y aparentemente exacta. Para ello, más que lápices de grafitos de grado duro o plumas de metales costosos y tintas de punto fino, prefería los marcadores anchos, de plásticos llamativos, con coloraciones y tonos variados. Así era la manera en la que, abordado desde una perspectiva general, desde una vista más amplia, digamos en lontananza, iba concibiendo o moldeando la forma musical de las distintas obras de su profuso y muy interpretado catálogo.
Cierto, el músico nacido en Dębica, una muy pequeña ciudad del sureste de Polonia, el 23 de noviembre de 1933, perteneció a la generación que se alimentó (y después formó parte) de las grandes vanguardias de la postguerra, aquella de la experimentación a ultranza, en las que no sólo se echó mano de las bandas magnéticas y de los aparatos eléctricos y de bulbos, de los transistores y los sintetizadores electrónicos, sino que acogió con gran confianza tendencias como el serialismo, el atonalismo y la politonalidad (además del particularísimo caso del sonorismo polaco derivado de la obra del más importante entre los compositores polacos de la primera mitad del siglo XX, Karol Zymanowski), escuelas para las que no resultaba ajeno escribir partituras con dibujos de figuras geométricas, indicadores novedosos como flechas o círculos y óvalos, con regiones de manchas y hasta con dibujos y mapas matemáticos, con las que aspiraban a conseguir efectos y texturas nunca antes ejecutadas en la tradición occidental de la música de concierto. Sólo que, además, mantenía un pie en ambos mundos, tanto el de la exploración a ultranza de formas, mentalidades y sonidos, claro está, pero partiendo de una muy sólida formación inicial de la que se amamantó en los viejos conservatorios europeos, que se basa en la armonía y el contrapunto, en la fuga, en el análisis musical, en la noción de la creciente orquestación con dotaciones instrumentales modernas, así como en la escritura musical ortodoxa.
Aunque su pueblo natal, ubicado en el voivodato —una especie de provincia— de la Pequeña Polonia, siempre contó con pocos pobladores, recibió un decidido impulso gubernamental para instalar un corredor industrial y conformarse como una zona próspera justo en la década en que el compositor nació. Dębica era, también, una localidad que había sido históricamente habitada por una mayoría de judíos jasídicos, es decir, ortodoxos —su topónimo deriva de Dembitz, su nombre en yídish—, y si bien en su propia familia se hallaban, más bien, raíces armenias, alemanas y polacas, además de que mantenía la confesión católica, el medio ambiente influyó en el joven músico, especialmente en el ámbito sonoro, pues en sus obras suelen emerger, casi de su subconsciente, distintos motivos de música klezmer, casi rememorando su niñez y que descubría con asombro reiterándose principalmente en sus obras tardías, como claramente identifica en Sexteto (2000) o en su Concerto Grosso (2001), tal y como lo contó en una entrevista para la emisora estatal Radio Polskie.
Otro suceso ocurrido en sus años tempranos lo marcó en un grado igualmente terrible: su región fue una de las primeras —tras la casi inmediata anexión de Austria mediante la Anschluss de 1938— en ser ocupada por las tropas de invasión nazi, mediante la llamada blietzkrieg (guerra rápida), que inició el primer día de septiembre de 1939. (Para el día 8 de ese mismo mes, la región ya había sido tomada.)
A los pocos días de esta dominación nacional socialista, el villorrio no sólo había sido erigida como un ghetto para aislar a la población, que luego fue exterminada criminalmente en proporciones masivas, tanto en la propia localidad pero sobre todo aquella que era enviada a los campos de concentración de Auschwitz, que se encontraba a menos de 200 kilómetros de distancia, con la consiguiente persecución y señalamiento entre sus habitantes. Fue de este modo terrible que la familia y el futuro músico experimentaron muy de cerca no sólo los estragos de la segunda gran guerra sino la persecución, el genocidio y la muerte por designio racial y por método industrial, empleando el eufemismo por todos conocido: “solución final”.
Para añadirle complejidad al panorama que acompañó la etapa formativa de Penderecki, habrá que advertir que, a medio camino entre la pequeña ciudad y el campo de concentración, se encontraba la ciudad de Cracovia, la gran capital de la región y sede de la arquidiócesis que durante largo tiempo ocupó un sacerdote nacido en la localidad de Wadowice —poblado aún más pequeño, con apenas 20 mil habitantes—, Karol Józef Wojtyła, con el que habría de mantener una relación bastante cercana, no sólo porque el compositor compartía la confesión del futuro Papa católico, sino porque además el seminarista había sido ajedrecista y cursado estudios de teatro, mientras estudiaba en la Universidad Jagelónica, ya en la ciudad de la que sería Obispo Auxiliar y Arzobispo.
Era inevitable: ambos acabarían cultivando una profunda amistad en las salas de concierto y en el circuito intelectual de la Pequeña Polonia, que fuera uno de los centros culturales más influyentes de la Europa de posguerra; a su amigo le dedicó primero un Tedeum (1980), por su designación como Obispo de Roma el 22 de octubre de 1978 —adoptando el nombre de Juan Pablo II—, y posteriormente, a su muerte, escribiendo una “Chacona para cuerdas” (2005) —Ciaccona “In Memoria Giovanni Paolo II per archi”—, misma que añadió, a manera de un segundo movimiento extra para su Réquiem polaco (1984) —previamente le había añadido ya un Sanctus, en 1993—, en una obra de talante eminentemente político, quizá no en su estructura pero sí por la dedicatoria de sus distintos elementos: bien a los mártires de las protestas antigubernamentales del astillero de Gdansk, en 1970; al líder del sindicato obrero Solidaridad y futuro presidente, Lech Walesa —Premio Nobel de la Paz en 1983—; al beato franciscano Maximilian Kolbe, asesinado en Auschwitz en 1941; al Alzamiento de Varsovia de 1944, así como a la masacre de Katyn, de 1940.
Hijo de Tadeusz, un abogado aficionado al violín y al piano, el joven Krzysztof tomó en su niñez algunas lecciones privadas de piano, de las que pronto desertaría, decepcionado, y no sería sino hasta toparse con un violín que le obsequiaron a su progenitor, que abrazó la meta de convertirse en un virtuoso del instrumento. Tomó lecciones con Stanislav Darlak, el director de la banda de guerra de la pequeña aldea —la única opción posible para hacer música en la localidad—, pero además de practicar a toda hora y estudiar las sonatas bachianas, llegó a fundar y a dirigir una agrupación musical juvenil concertante que le dio relevancia local.
Inopinadamente y pese a su afición —o quizás a causa de ella—, el jefe de la familia consideraba que esta arte era un simple entretenimiento y no una profesión seria, por lo que, a sus 18 años, Krzysztof hubo de solicitarle un plazo de 12 meses para probarse en la Universidad Jagielloński, en Cracovia, la segunda más antigua del centro de Europa —fundada en 1364—, en la que prosiguió el aprendizaje del violín con Stanisław Tawroszewicz y se inició en la teoría musical con Franciszek Skołyszewski. De manera simultánea, cursó estudios en filosofía, historia del arte y literatura en la Universidad de Cracovia. Aunque continuó con su formación universitaria, luego de unos meses la decisión ya era irrefutable: había hallado su vocación como músico.
Para 1954 lo hallamos matriculado en la Academia de Música de aquella ciudad, en la que acabó los estudios de su instrumento en apenas un año y dedicó el resto de sus estudios a la composición, primero con Artur Malawski y, tras su muerte, ocurrida en 1957, con el especialista en obras corales Stanislaw Wiechowicz. Su carrera musical se vio beneficiada, además, al coincidir con el Octubre Polaco de 1956, que significó una separación política y social del estalinismo de línea más dura, por lo que la censura y el control a la creación artística del bloque comunista disminuyó y se gozó de un periodo libertario, fuera de epítetos oficialistas como el del arte decadente o burgués o degenerado y también muy lejos del realismo socialista soviético casi la única expresión permitida en el régimen. Así, la influencia de compositores como el ruso Igor Stravinsky, el austriaco Anton Webern, el francés Pierre Boulez, e incluso del estadounidense John Cage, circularon con libertad entre los estudiantes polacos.
Su frenesí creador era tan impetuoso que le permitía dedicar regularmente 12 horas del día a la elaboración y escritura de cada nueva obra; justo esta dedicación, aunada a su natural pericia y a su talento innato, le volvieron muy pronto una luminaria de las salas de concierto. Los ejemplos abundan. Al presentar tres piezas con seudónimo al Concurso de Jóvenes Compositores de 1959, convocado por la Sociedad Polaca de Compositores (la Związek Kompozytorów Polskich), el jurado descubrió azorado que tanto el primer premio como los dos segundos lugares que habían otorgado —Strophen (Strofy), para soprano y 10 instrumentos; Salmos de David (Psalm of David, sobre los textos de Jan Kochanowski), y Emanaciones (Emanacje), para orquesta, respectivamente— correspondían a un mismo individuo. En efecto, todas eran de Penderecki. (Desde entonces las reglas fueron modificadas y ya no permiten inscribir más que una sola obra por autor en cada edición.)
El trío de piezas encontraron su estreno mundial en 1959, como parte del Festival de Otoño de Varsovia, uno de los más importantes escaparates para la música contemporánea, de modo que su nombre comenzaría a destacar en el concierto internacional y a despertar el interés de promotores, directores y editores.
Un año después, en 1960, escribiría una pieza que incluso para los parámetros de la vanguardia experimental europea de la época resultaba retadora —y que fue su primer hito internacional—: el Lamento por las víctimas de Hiroshima (Tren Ofiarom Hiroszimy), que también podría traducirse como Treno o Trénodo, derivado de la forma griega del canto fúnebre. (Era, es, una obra concebida para una dotación de 52 instrumentos de cuerda a los que lleva a sus registros extremos, les exige figuras aleatorias, estructuras insólitas, racimos de notas, rangos dinámicos de alto contraste, en plena rebeldía contra las vanguardias de moda.)
Originalmente titulada 8’37” —pues tal es su duración y en lo que pretendía rendir cierto homenaje al subversivo 4’33” de Cage, una partitura para piano con sólo silencios concebida en 1952—, la pieza representa la esperanza de que el “sacrificio” de la ciudad japonesa “nunca se olvide ni se pierda”, para que, al contrario, “se convierta en símbolo de la hermandad entre las personas de buena voluntad”. Así lo escribió su autor el 12 de octubre de 1964.
El crítico Jan Topolski relata que muchos directores y atrilistas simplemente se negaban a tocar la pieza, tal y como ocurrió con los ensambles de Roma y Colonia que aplazaron los ensayos y sólo después de largas negociaciones y de reuniones de trabajo —para que el compositor explicara sus ideas musicales— aceptaron continuar. El estreno ocurrió finalmente en el Festival de Otoño de Varsovia con interpretación de la Orquesta Filarmónica de Cracovia, dirigida por Andrzej Markowski, el 22 de septiembre de 1961. Curiosamente, el paquete con la partitura original, enviado al editor alemán Hermann Moeck —una de las figuras clave para que su música se conociera en el bloque de países occidentales, junto con el musicólogo e impulsor de la música contemporánea Heinrich Strobel— se extravió en el correo, así que el compositor tuvo que apelar a su memoria para reescribirlo. En realidad, el servicio de aduanas lo había retenido con la sospecha de que se tratara de los planos cifrados de la bomba atómica o de ciertos documentos del Pacto de Varsovia. Lo desconcertante del asunto es que, al comparar ambos manuscritos —es decir: tanto el original como la reescritura—, resultaban idénticos, lo que habla de la claridad, certeza y memoria fotográfica del músico.
La obra le mereció premios y reconocimientos; una aclamación mundial que muy pronto acompañó a las obras experimentales subsecuentes que creó: Polymorphia (1961), para 48 cuerdas —la mitad de las cuales son violines— y dedicada a Moeck, en un gesto de genuino agradecimiento por la edición y difusión de su obra, que fuera un encargo de la Radio del Norte de Alemania (Norddeutscher Rundfunk), de Hamburgo, y que junto con Fluorescences (1962), esta ya para orquesta y comisionada por la Radio Alemana del Sudeste (Südwestrundfunk) en Stuttgart, para ser estrenada en el Festival de Donaueschingen, se consideran el epítome de su etapa experimental, previas a sus sinfonías, música sacras y otras formas canónicas.
Esta popularidad le hizo engrosar las filas de los compositores de música de vanguardia que alimentaban las producciones fílmicas, especialmente las grandes películas hollywoodenses, como había ocurrido ya con el húngaro György Ligeti y la inclusión de piezas suyas —como Atmospheres (1961), Requiem (1962) o Lux Aeterna (1966)— en 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odissey, Estados Unidos-Reino Unido, 1968), de Stanley Kubrick. De hecho, unos años después, el director de cine inglés utilizaría de Penderecki su Polymorphia —junto con otras piezas entre las que se cuentan El despertar de Jacob (Als Jakob erwachte, 1975), El santo entierro (Utrenja, 1970) o De Natura Sonoris 1 (1966) y 2 (1971)— para esa obra maestra del drama de suspenso que es El resplandor (The Shining, Reino Unido-Estados Unidos, 1980). Aunque se incluye una pieza de Ligeti, Lontano (1967), en realidad la selección musical de Penderecki es la que domina el soundtrack.
Y con todo lo abundante y con toda la difusión a su obra que le significó formar parte de un filme tan exitoso y conocido, su verdadera entrada a la cultura popular ya había ocurrido años antes, cuando William Friedkin seleccionó su Canon para orquesta y cinta magnética (1962), junto a su Cuarteto para cuerdas número 1 (1960), su Concierto para cello número 1 (1971) y fragmentos de la ópera en tres actos Los demonios de Loudun (1969) —basada en la novela homónima (1952) de Aldous Huxley, que denunciaba la caza de brujas del macartismo—, para la cinta que renovó la fórmula del cine de terror y posesiones, El exorcista (The Exorcist, Estados Unidos, 1973). Por cierto, en este filme la obra de Penderecki estaría acompañada de Threnody: Night of the Electric Insects (tutti), uno de las 13 segmentos de la obra para cuarteto amplificado de cuerdas Black Angels (1971), del estadounidense George Crumb, así como la Fantasía para cuerdas (1966), del alemán Hans Werner Henze, que curiosamente es el otro cultor de las grandes formas sinfónicas orquestales de la segunda mitad del siglo XX así como de la escritura de obras de largo aliento, en un periodo como lo fue el final de milenio repleto de obras cada vez más breves y de minúsculos desarrollos de las ideas musicales.
A partir de entonces, comenzó el periodo de las grandes obras formales de Penderecki, tanto sacras como sinfónicas, que lo convirtieron en el gran referente de la música de concierto de la segunda mitad del siglo XX y que le harían un ciudadano universal que era invitado frecuente de universidades, salas de concierto, estudios de grabación y ensayos orquestales.
También, un invitado frecuente a festivales:
—¿Por qué afirma que su música, durante sus exploraciones en las vanguardias de las décadas de los años 50 y 60, tenían un rostro más humanista? —le pregunto al compositor, sentados ambos en una mullida butaca del Teatro Juárez de Guanajuato, en pleno frenesí del trigésimo tercer Festival Internacional Cervantino.
—En realidad, quizá sólo existen dos piezas mías que cuentan con este rostro humanista: el Treno para las víctimas de Hiroshima, dedicado a quienes sufrieron la bomba atómica, y el Dies Irae (Auschwitz Oratorio), compuesta en enero y febrero de 1967 para cantantes, coro y orquesta (y dedicada en memoria de los presos y los asesinados del campo de concentración nazi de Auschwitz-Birkenau), curiosamente ambas fueron escritas en los años sesenta. En realidad no quería que mi música fuera descriptiva de nada, simplemente están dedicadas a estos sucesos. Pero tengo muchas otras piezas que quizá no sean tan conocidas, por la sencilla razón de que llevan títulos más abstractos como Polymorphia o Fluorescences. La gente siempre me pregunta por aquellas dos piezas, pero yo pienso que estas dos son incluso mejores, lo que ocurre es que les atraen más por el sólo título.
—¿El espíritu de las dedicatorias las relaciona, de algún modo, con el Cuarteto para el fin de los tiempos de Pierre Boulez y esas obras fruto de la posguerra?
—Sí. En aquellos tiempos estaba en boga titular a las piezas vanguardistas con palabras relacionadas con las matemáticas o la física y yo hacía lo mismo porque era parte de esa vanguardia, pero sólo fue por un breve tiempo durante los sesenta; muy pronto, en esa misma década, escribí dos piezas en la tradición sacra, el Stabat Mater y La Pasión según San Lucas, que eran obras muy diferentes.
—¿A qué cree que se deba que este periodo de posguerra en la música contemporánea, que buscó la exploración y la innovación a ultranza, haya terminado del todo y ahora sólo encontremos reiteraciones y parodias?
—Porque había un límite de lo explorable, mismo que consistía en explotar todas las nuevas posibilidades sonoras de los instrumentos de concierto, especialmente la voz humana y las cuerdas, pero también algunos otros como los de viento. Pero luego de hacer esto, ya no había otras vías por transitar y tampoco deseaba repetirme a mí mismo, buscaba hallar otro camino para hacer música y no el idioma de concierto que habíamos heredado.
“De hecho, para mí, la vanguardia en la música de concierto sólo ocurrió a finales de los años cincuenta y al inicio de la década de los sesenta, es decir nada más unos diez años. En los setenta hubo otros compositores en otros países repitiendo las mismas cosas que nosotros habíamos encontrado y explorado antes, un fenómeno que sigue ocurriendo reiteradamente hasta la fecha. Nuestra vanguardia, la vanguardia centroeuropea en la música de concierto, ocurrió durante un periodo bastante corto, quizá desde el 1955 o 1956 y hasta 1965, que es el año en que escribí La Pasión según San Lucas, para entonces la vanguardia había concluido. La Escuela de Darmstadt (integrada por creadores como el citado Boulez, el alemán Karlheinz Stockhausen o los italianos Luigi Nono y Luciano Berio, por citar algunos estudiantes de los Cursos Internacionales de Verano de Música Nueva) fue importante al inicio, a finales de los cincuenta e inicios de los sesenta, pero después se volvió demasiado académica”.
—¿Tengo la sensación de que, tras la densidad de las obras de la vanguardia de posguerra, ocurre que la música de concierto actual raya en lo fácil, en lo superficial, en el desarrollo breve?
—Claro, porque la vanguardia ocurrió sólo en los cincuenta y sesenta, todo lo que después llamaron de vanguardia era solamente epidémico. Esto ocurre porque nosotros en verdad descubrimos algo, realmente estábamos escribiendo música que nunca se había escrito antes, un nuevo idioma, un fenómeno que no encuentras en la actualidad. Por supuesto que es posible que esté equivocado, no lo sé.
II: subida al podio
Con el correr de los años y debido a la alta exigencia que significaba su corpus orquestal, Penderecki decidió subir al podio para dirigir él mismo sus obras y evitar las complejas explicaciones de cómo interpretarlas. Lo hizo cada vez con mayor frecuencia, así que si bien abandonó su primera pretensión de convertirse en un concertista virtuoso del violín, poco a poco, y cada vez con mayor desenvoltura, fue tomando la batuta y aceptando una segunda carrera que acompañaría a la exitosísima que logró como compositor —su trascendencia para las segunda mitad del siglo XX frecuentemente se compara con la de Igor Stravinsky en la primera—, a partir de 1972, en que fungía como profesor de la Escuela de Música de la Universidad de Yale y radicaba en Londres.
Fue así que ocupó el podio de algunas de las más importantes orquestas del mundo, como las sinfónicas de Londres y Filadelfia, las filarmónicas de Berlín, Nueva York, Múnich y Varsovia, o la del Festival de Lucerna, en una larga carrera repleta de compromisos contractuales. Además, para sus giras internacionales solía echar mano frecuentemente de la Sinfonia Varsovia, un ensamble de músicos polacos reunidos en 1984 para acompañar una gira del violinista suizo-británico Yehudi Menuhin por Polonia, como solista y director. Así, hallando en este ensamble orquestal un nivel de ejecución lo bastante eficiente para su obra, es que la eligió para acompañarle en sus giras internacionales convirtiéndose, además, en su director musical en 1997 y luego artístico en 2003.
El polaco llegó a México por primera vez al principal podio del país —si no en términos de calidad estética o de presupuesto, sí en el correspondiente al poder centralista e inventor de una ciudad y un instituto que represente a la República toda—, la Orquesta Sinfónica Nacional, en 1974, para supervisar el estreno en el país de La Pasión según San Lucas (Passio et Mors Domini Nostri Jesu Christi Secundum Lucam, 1965), bajo la batuta de su compatriota Jerzy Katlewicz, a invitación del director dominante de una era que duraría 18 años y atravesaría varios sexenios, Luis Herrera de la Fuente, que también contaba con una faceta como compositor pero mucho más discreta. Desde entonces, visitaría muy distintas orquestas, entre ellas la Filarmónica de la UNAM (OFUNAM); la Filarmónica de Xalapa (OSX) y giras en festivales como el Cervantino de Guanajuato con la orquesta polaca. Su apostura y presencia poderosa imponían tanto en el podio como lo hacía su firma en las partituras en el ámbito de la música de concierto.
—¿Se considera parte de la genealogía en extinción de los compositores nacidos de la gran tradición occidental de la música de concierto y de las grandes formas orquestales como la sinfonía o el oratorio?
—Sí, me considero uno de los últimos mohicanos en la música. La sinfonía quizá muera como forma musical, espero que no porque es lo que escribo, pero no espero que la generación de las computadoras sea capaz de escribir un gran oratorio o sinfonía, porque se requiere de una imaginación distinta. Debes comenzar la pieza en tu corazón, no en una máquina, pero quizá esté equivocado y el futuro se encuentre sólo en la música electrónica o escrita en computadora. Y lo mismo le ocurrirá a los escritores, la mayoría usan la computadora sin emplear la letra manuscrita y eso los hará una generación pobre, una generación perdida.
—¿Cree que la música de concierto actual se inscriba dentro de la corriente del posmodernismo?
—Actualmente presenciamos un renacimiento de la música clásica, especialmente en Europa, donde existe una gran cantidad de festivales, más de 900 en Francia y una cantidad similar en Alemania, incluso en Polonia tenemos dos o tres festivales. Por todas partes existen, la mayoría repitiendo cierto repertorio como Las cuatro estaciones, los Carmina Burana o unas tres sinfonías de Beethoven, pero qué pueden hacer si lo que buscan es atraer al público y si tocaran sólo música contemporánea no podrían hacerlo. En Guanajuato [se refiere al Festival Cervantino] vi a tanta gente joven atendiendo un programa difícil [con obras suyas y de Shostakovich], si este festival lleva tantos años, entonces tendrás un público creado y podrás mezclar música clásica con repertorio moderno.
—Estamos iniciando un nuevo milenio, ¿cómo ve en perspectiva la música del siglo XX, especialmente en su segunda mitad?
—Creo que fue muy interesante porque implicó una revolución en las artes y no sólo en la música, en arquitectura, pintura, escultura, así que ahora estamos descubriendo lo que se hizo, porque no lo conocemos todo. Fue un siglo muy rico desde su inicio, con Strauss, Stravinsky, Shostakovich, Prokofiev, Hindemith… Digo, tantos compositores fantásticos y cada uno de ellos era distinto, no como ahora, que escuchas una obra y no sabes distinguir si el autor es japonés, latinoamericano o lo que sea. Aquellos lograron crear un estilo, lo cual se ha perdido actualmente, quizá vuelva, pero necesitas compositores importantes para lograrlo.
—¿Qué sigue en su carrera? ¿Cómo define su estilo en los primeros cinco años del nuevo siglo?
—Realmente cambiaba mi estilo con mayor rapidez durante mi juventud, desde hace 20 años no he cambiado mucho, creo que mi música se ha establecido en un estilo que es reconocible como ocurre con mis oratorios, con mi música instrumental, la música coral a capella o la música de cámara, que me parece una síntesis de los años pasados y deseo seguir en el futuro con lo que he hecho, concluir mis sinfonías, la sexta que está inconclusa y la novena que será mi última, pues ya no pienso seguir en el género. Ya comencé a componer una Pasión según San Juan [que nunca acabó pero en los años siguientes entregó un Sanctus (2008), un Gloriosa virginum (2009) y una Missa brevis (2013), ambas para coro a capella; así como Kaddish (2009) y un Dies illa (2014), para cantantes, coro y orquesta, y tampoco entregó su novena sinfonía], también quiero concluir mis oratorios, y me interesa asimismo escribir un par de óperas más para añadirlas a las cuatro que ya tengo hechas, una de las cuales será infantil, dedicada a mi nieta. Y entonces creo que me dedicaré mucho más a la música de cámara que ha ido creciendo en mí en todos estos años y que no he tenido tiempo de escribir, porque siempre he estado trabajando en las piezas de gran aliento, pero siento que necesito esta música íntima, música doméstica, no necesariamente escrita para un gran músico o por comisión, sino para mi propio placer. Hace cinco años escribí un concierto para piano, y creo que ahora haré uno para corno francés, luego quizás para dos piano o un concerto grosso para cuatro o cinco violines. Todavía tengo muchos planes, no todos se concluirán, pero lo intentaré.
III: de Xalapa al Centro Nacional de las Artes
Justo fueron esas visitas recurrentes a México —no tan frecuentes como se desearía pero ya se sabe que los cultores de la composición contemporánea no gozan de la popularidad ni del arrastre masivo de los creadores del canon occidental—, que en un par de días de octubre, del ya lejano 2005, tuve de nueva cuenta la oportunidad de charlar con el maestro, previo a la primera interpretación continental de su entonces recién concluida Chacona.
Fue durante nuestra segunda conversación que yo habría de corregirme: más que el último gran sinfonista —y aquí me refiero a la gran forma musical, a las obras de gran ímpetu y concepción, del tipo que solamente entregaban tanto el polaco como el alemán Hans Werner Henze (1926-2012), pues en los años recientes con frecuencia se nombra como sinfonías a piezas de unos cuantos minutos y de desarrollo mezquino, por no decir carente de ideas sonoras amplias—, Penderecki se consideraba, más bien, como el último polifonista, especialmente por su desarrollo de la forma del pasacalle renacentista y barroco —llamado passacaglia en italiano y pasacaille en francés—, forma de la que apreciaba su enorme claridad y estricta estructura que impedía improvisar gratuitamente.
Pero habría que retrotraerse unos ocho años para encontrarnos en un viernes de verano del año 1998, en la ciudad de Xalapa —capital de la entidad y llamada pomposamente y también de forma cándida la “Atenas” veracruzana—, a la que viajé nada más que para escuchar a la brillante Orquesta Sinfónica local, dirigida por largos años por Francisco Savín —entre 1965 y 1967, 1984 y 1985 y, finalmente, de 1990 a 2001— y que ese día tendría a Penderecki como director invitado para dirigir su segundo Concierto para violín “Metamorphosen”, que dedicó y grabó con la virtuosa alemana Anne-Sophie Mutter, para la Deutsche Grammophon, con la Sinfónica de Londres. La motivación principal era, claramente, escuchar la obra, además de conocer a uno de los últimos sinfonistas de la gran tradición occidental, pero el intermedio me depararía una mayor recompensa cuando logré entrar al camerino del invitado tras presentarme como periodista especializado, ante lo que me propuso, dado el cansancio de los ensayos además de los compromisos que le agobiaban —se levantaba diariamente a las seis de la mañana para concluir su Credo (1997-1998), sobre el que declaró: “enorme, el más largo que se ha escrito, pues dura más de 70 minutos, claro que le añadí algún texto extra, regularmente lo hago, pero siempre extraídos de la propia liturgia”, y en cuyo honor el aula del conservatorio en que trabajó fue bautizada con su nombre—, viajar a su lado en el autobús de la agrupación en su traslado a la Ciudad de México, donde ofrecerían un segundo concierto en el auditorio “Blas Galindo” del Centro Nacional de las Artes.
Por fortuna había cargado dos cassettes que llenamos durante la mitad del trayecto. El resto lo dedicamos a una plática aparentemente baladí, en el que compartió su preocupación por la inclusión de carne de atún en las ensaladas mexicanas —en inglés se llama tuna, al igual que la fruta que emerge del nopal, cosa que él ignoraba. También me interrogó sobre la calidad y desempeño de los coros mexicanos, un asunto que en verdad le preocupaba y sobre el que hube de advertirle que no se confiara, con toda la sinceridad que fui capaz. Además de que probó unos mazapanes poblanos rociados de azúcar glass que compré durante el camino. Tener un poco más de cinco horas con el gran compositor de concierto de la segunda mitad del siglo fue todo un privilegio, lo sé, pero también una responsabilidad muy demandante, pues había que comportarse al menos como un interlocutor enterado.
Un año antes de su muerte, en 2019, Penderecki entabló negociaciones para que el ministerio polaco de cultura adquiriera su propiedad de Luslawice, de 30 hectáreas, con una mansión del siglo XVIII y un arboreto con mil 800 especies de plantas, para preservar esta gran obra. Supongo que ya presentía cercano el final de su vida. Apenas el 29 de marzo del 2020 se anunció su deceso en Cracovia —a la que había vuelto después de residir largas temporadas en Inglaterra y Estados Unidos—, luego de sufrir una larga enfermedad crónica que no se ha especificado, pero la pérdida de una de las más importantes figuras de la composición contemporánea provocó que súbitamente se me agolparan estas nostálgicas memorias y que colectara material de aquellas entrevistas que ahora presento…
—¿Qué opina de los intérpretes de música antigua con instrumentos históricos y criterios interpretativos que aseguran son fieles a la época, tan populares actualmente?
—Bueno, ¿quién puede saber realmente cómo sonaba aquella música? Ahora tenemos mucho mejores instrumentos… o al menos siempre están afinados no como aquellos que eran imperfectos. Simplemente no encuentro una razón para estas prácticas interpretativas; para mí, son sólo fenómenos modernos tanto la interpretación y la investigación de la música antigua. De hecho, la mayoría de estos músicos malos por lo regular no eran conocidos en los instrumentos modernos por su falta de capacidad y encontraron fama y trabajo en este ámbito, también una manera de ser originales… Aunque eso no impide que haya algunos pocos que son realmente magníficos, como John Eliot Gardiner.
—¿Y tiene usted interés en componer para estos instrumentos antiguos?
—No, al contrario, prefiero componer para los instrumentos nuevos, como en mi Sinfonía número 7 “Las siete puertas de Jerusalén” (1996), en la que utilicé un instrumento completamente nuevo que es el tubáfono. El mayor problema es que en los siglos XVI y XVII, el compositor podía escribir para los nuevos instrumentos que estaban creándose continuamente, pero nosotros, desde hace más de ciento cincuenta años, no contamos con instrumentarium, con nuevos instrumentos pues ya no se construyen y los que empleamos tienen dos o tres siglos de antigüedad. El saxofón es el instrumento más reciente en las orquestas sinfónicas y tiene más de cien años de existencia, y pese a ser un instrumento fantástico, realmente no ha sido adaptado para la orquesta. Los violines cremoneses siguen siendo una de las más altas creaciones de la humanidad, pero, a cambio, el piano moderno es un instrumento fantástico.
—Usted fue uno de los pioneros de la música electrónica en el conservatorio de Varsovia, ¿qué opina de lo que actualmente se conoce con ese término, como el pop que hacen los disk jokeys o dj’s?
—Era un tipo de música muy distinto, todavía existía la manufactura y lo hacíamos con nuestras propias manos, mientras que ahora basta oprimir un botón para obtener el sonido del violín o de la celesta, por lo que se ha vuelto demasiado sencillo. Yo estaba realmente entusiasmado respecto de la música electrónica, pero realmente no tuvo desarrollo. Claro que la música pop emplea todas sus posibilidades, pero quizá algún día permita crear instrumentos nuevos, espero que así sea.
—¿Y qué opina de las posibilidades que brinda la computadora para componer, escuchar la obra con sintetizadores e incluso imprimir la partitura?
—No lo sé, soy un compositor de la vieja guardia y me gusta crear la música con mis manos y mi cabeza, siento que puedo hacerlo mejor que cualquier computadora aunque quizás no sea más rápido que una de ellas. Claro que tengo algunos alumnos que componen únicamente a través de la computadora, pero ninguno de ellos ha logrado realmente convertirse en un buen compositor. Cero que tienes que estudiar contrapunto durante años, a la manera que todos los compositores lo han hecho, aunque añadiendo las nuevas plataformas tecnológicas, pero sin exagerar en ello, y ciertamente cuidando de no iniciar a partir de la computadora. Ahora existe una generación que creció sin una educación manuscrita, ¿puedes imaginar toda una cultura que sólo emplea el papel en la computadora?, es terrible.
—La pátina del barroco, incluso del renacimiento, corre por sus venas, pese a que es considerado uno de los más prestigiados y consistentes creadores vanguardistas de la música de concierto en la segunda mitad del siglo XX. Detrás de sus experimentos sonoros y búsquedas de lenguajes nuevos, yacen las viejas estructuras de la polifonía y del contrapunto…
—Siempre quise completar el Requiem, llevo 25 años escribiéndolo y aunque en su estructura estará a la mitad, será la última pieza que escriba. Para crearlo, estuve a la búsqueda de una forma muy clara, bien sea chacona o pasacalle, que tienen la misma base, la misma armonía, pero cada segmento ofrece una variación armónica y no sólo melódica, y no sólo el título de este fragmento más reciente de mi Requiem es barroco, sino que la “Chacona” tiene ese sabor barroco, yo diría que es una pieza neobarroca.
“He sido considerado el último polifonista porque siempre retorno a la forma del pasacalle, que encontrarás en muchas de mis piezas, porque adoro su claridad, su estricta estructura que da límites a la música y te impide improvisar gratuitamente. Pero claro, debes estudiar esta forma a fondo, porque presentas la línea del bajo en tres compases y entonces se dispara y encuentra variaciones distintas”.
Nota bene: a lo largo de toda su trayectoria, Krzysztof Penderecki fue recipiendario del Prix Italia de la RAI (1967), del Premio de la Fundación Wolf de las Artes (1987), del Grawemeyer de Composición de la Universidad de Louisville (1992), del Príncipe de Asturias de las Artes (2001) y del Praemium Imperiale (2004), entre una vasta cantidad más de reconocimientos, que además incluye ser miembro de las academias de las artes o de la música de Irlanda, de Bavaria, de Viena, de Suecia, de Berlín, de Berna, de Burdeos, de la Royal Academy y de la Academy of the Arts, en Londres; la de Santa Cecilia, en Roma, así como de la Academia Americana de Artes y Letras de Estados Unidos.