Abril, 2023
El pasado miércoles 12 de abril, el solista de la flauta de pico y director orquestal Horacio Franco ofreció en la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes el concierto 45 años haciendo música, con el que conmemoró y festejó a aquel adolescente de apenas 14 años y estudiante de violín que se presentó en el Conservatorio Nacional de Música, en esa misma fecha pero en 1978. Muy pronto partiría a los Países Bajos para estudiar su instrumento y comenzar una descollante carrera que le ha convertido en uno de los músicos más importantes de México. Para acompañar esta celebración, el periodista Sergio Raúl López recupera esta entrevista con Horacio Franco, en la que no sólo rememora sus orígenes, sino que expone su peculiar personalidad e inimitable forma de ser. ¡Enhorabuena!
Son cientos, si no es que millones, los estudiantes mexicanos de educación secundaria cuya instrucción musical ha transcurrido mediante un sencillo cuaderno pautado y un pequeño y barato tubo de plástico perforado y dotado de un silbato en su extremo, llamado flauta dulce. Pero de entre esa muchedumbre —multiplicada ciertamente por los correspondientes alumnos europeos y americanos desde que el alemán afincado en el Reino Unido, Arnold Dolmetsch, fabricó instrumentos y elaboró varios métodos pedagógicos en la década de los veinte del siglo pasado—, no ha surgido un talento incontestable que convirtiera esa formación didáctica como iniciación a las artes musicales en una forma de vida, en una pasión, en una profesión.
Nadie excepto uno. Y ésa es la razón por la cual la historia del capitalino Horacio Franco es extraordinaria, pues no sólo es el solista mexicano más reconocido tanto en el país como fuera de nuestras fronteras de la flauta de pico —que así se llama el instrumento profesionalmente ya confeccionado en madera por un laudero experto—, sino que ha sabido dotar de aires nuevos y frescos al mundo de la música mexicana de concierto con sus ideas desprejuiciadas y libres. Es, además, intérprete de excepción, tanto del repertorio antiguo como de la música nueva, director de orquestas y de coros —algunos de estos últimos formados bajo su impulso.
Lo cierto es que a las personas de mentalidad conservadora les cuesta trabajo entender un concierto de Horacio Franco, pues el solista dejó atrás el frac, los zapatos de charol y la corbata de moño para presentarse con ropajes vistosos y repegados, de colores llamativos, pantalones de cuero entallados, camisas vistosas abiertas hasta la mitad del pecho y zapatos puntiagudos, con el cabello corto y cuidadosamente despeinado, con flecos y puntas construidas a base de gel, dos grandes arracadas en las orejas, sin olvidar una musculatura propia de fisicoconstructivista; así, es más lógico que pasara por un músico de rock-pop o un actor excéntrico antes que por un gran músico de concierto. Y sin embargo lo es.
Además, es un decidido activista social, inicialmente del movimiento gay pero ahora también de las causas del LGBT+, que ha defendido, entre otras causas, la ley de sociedades en convivencia y la libre decisión de las mujeres sobre su cuerpo, también fue diputado ciudadano del Congreso Constituyente de la Ciudad de México. Y, en este sexenio, también se ha convertido en un enfático y convincente analista político muy claramente identificado con el gobierno federal de la Cuarta Transformación.
Un prodigio adolescente
Sin embargo, no siempre fue así. Su hogar era humilde. Su padre era cantinero y su madre trabajadora doméstica, por lo que en su casa no había oportunidades para introducirse a la música de concierto, pues se escuchaba Radio Variedades y el trío Los Panchos. Pero cuando una compañera de la secundaria tocó frente a él la Sonata Kv. 545 de Wolfgang Amadeus Mozart, se sorprendió: no era posible tanta belleza. Poco después compró su primer disco de larga duración, las sonatas para flauta de pico —recorder, en inglés— del famoso prete rosso —sacerdote pelirrojo— de Venecia, Antonio Vivaldi, por 9.90 pesos en una tienda de autoservicio de la cadena Aurrerá, solamente para sorprenderse aún más: aunque el sonido era más agudo, era muy similar al de la flauta dulce que estudiaba en la escuela secundaria, una burda Yamaha de plástico.
Casi de inmediato comenzó a imitar las piezas de oído y a transcribirlas en papel pautado, con las limitadas herramientas técnicas que había aprendido en el salón. Su habilidad le convirtió en una especie de mascota en la escuela: le hacían tocar en festivales del día de las Madres o del Maestro, en el cumpleaños de la directora o de la subdirectora. Compró varios discos más y una flauta sopranino de madera, de marca Adler, en la Casa Veerkamp.
Ya estaba listo para iniciar su aventurera carrera. Ingresó de manera clandestina al Conservatorio Nacional de Música, buscando maestros de flauta de pico, un instrumento que no se impartía en la institución y del que no existía un solo solista en el país, por lo que tuvo que matricularse en el violín como instrumento principal. Pero cuando su maestro Icilio Bredo le escuchó tocar la flauta, le recomendó que dejara el instrumento de cuerdas para concentrarse en el de aliento, para el cual tenía un talento fuera de lo común.
Fue a esa edad temprana que hace 45 años inició su carrera. El miércoles 12 de abril de 1978, el adolescente interpretó, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, el Concierto para flauta en La Menor de Vivaldi, acompañado por la Orquesta de Cámara del Conservatorio, dirigida por el propio Bredo. Era el momento propicio para emigrar.
Así que indagó por medio del servicio postal —en esa época todavía no existía el Internet— y descubrió que la mejor escuela especializada en las técnicas de instrumentos barrocos era la Sweelinck Academie del Conservatorio de Ámsterdam, en los Países Bajos, donde se encontraban grandes músicos como el mítico flautista Frans Brüggen. Ahí, estudió con Marijke Miessen y Walter Van Auge, egresando con el grado de solista Cum Laude.
Así, ese muchacho flaco, de nariz prominente y casi nulo contacto con la música clásica, nacido en 1964 en la Ciudad de México, que, al tomar el plástico ligero de la flauta dulce descubrió atónito su talento musical, al que se le reveló una capacidad fuera de lo común en dedos y pulmones, que ninguno de sus numerosos compañeros de clase poseía, y una atracción casi hipnótica hacia la música clásica, es ahora un hombre de su tiempo al que poco le interesan las viejas y caducas convenciones sociales sobre lo qué es o no el arte o sobre las rígidas reglas de la música de concierto convencional.
Habrá que insistir: es un prodigio que sólo ha ocurrido una vez. La excepción que confirma la regla: la educación musical con flauta de pico sirve para muy poco por no decir que para casi nada.
Lo barroco y lo contemporáneo
Para describirlo, más que su colección de flautas de todos tamaños y orígenes, quizá resulte más indicado echar un vistazo al clavecín que tiene en su casa. Sobre la duela y junto a la ventana, se encuentra el instrumento barroco, antecesor del piano —aunque con plectros y no con martillos— que estuvo muy de moda en los siglos XVII y XVIII, pero en este caso convertido en una pieza de arte contemporánea en sí mismo, con sus oscuras aunque brillantes tonalidades pardas, debido a los trazos pictóricos abstractos de Eduardo Núñez Padilla, autor asimismo de un cuadro de gran formato que cuelga de la misma estancia.
Y es que, pese a ser un virtuoso de un instrumento desechado de las orquestas sinfónicas y de la música de concierto modernas que le dieron paso a la flauta traversa, confeccionada de metal y mucho más controlable, así como al resto de instrumentos de viento: clarinetes, oboes y fagotes, Horacio Franco es en realidad un hombre de su tiempo, cuando no adelantado al mismo.
Esta es la razón por la que no se conformó con interpretar piezas de los grandes maestros barrocos como Johann Sebastián Bach, Antonio Vivaldi, Georg Philipp Telemann o Jan van Eyck, sino que se ha arriesgado a encargar piezas a compositores contemporáneos como Ana Lara, Sergio Cárdenas, Hilda Paredes o Luis Jaime Cortez e incluso zafarse del ámbito concertístico ortodoxo y tocar canciones clásicas del dueto creativo de The Beatles, John Lennon y Paul McCartney, lo mismo que danzones famosos de Amador Pérez “Dimas” o Ernesto Lecuona, e incluso explorar la música tradicional mexicana como ocurrió con los flautistas del Totonacapan.
—Estoy muy feliz por ello —explica con una sonrisa franca—. Siempre estoy buscando proyectos, cosas nuevas que hacer, desde vincularme con otras disciplinas como la danza (con la coreógrafa y bailarina Tatiana Zugazagoitia), recreando la dificilísima obra de un compositor contemporáneo de origen argentino, Sebastián Castaña, muy padre, muy prendido. Son muchos proyectos nuevos. El hecho de haber pintado mi clavecín moderno, o el que me hayan hecho mi retrato, también es una interacción con artistas plásticos; es una cuestión que me atrae porque me interesa explorar y buscar nuevas vertientes de lo que puedes hacer como flautista, como músico.
—El sistema decimonónico persiste en la mentalidad de mantener un poder vertical, un director-dictador de orquesta y un gobernador-patrono que decide mantener el proyecto de una gran orquesta sinfónica, que es muy costosa —le digo en un momento dado a Horacio Franco.
—Es un sistema vertical y muy ingrato —responde—. Es una mentalidad de mecenazgo, de hacienda henequenera verdaderamente poco funcional para una sociedad que está cambiando y vislumbrándose a ser más democrática y plural, donde lo único que queremos los artistas es trabajo pero dignamente remunerado, hacerte rico de la noche a la mañana no es funcional, insostenible. Queremos trabajo pagado decentemente pero organizado con una calidad y un humanismo y un cometido social que tenga alcances. El poder totalitario del director de orquesta se tiene que acabar porque no funciona con artistas, funciona con obreros altamente calificados que ya no quieren serlo. Yo tengo la fortuna, por el instrumento que toco, de no trabajar en una orquesta, pero si tuviera que hacerlo sería terrible.
—Sobre todo, mantienes una disciplina absoluta con tu cuerpo y mente, más allá de la imagen relajada que proyectas.
—La vida bohemia también es un mito decimonónico. Como gente del siglo XXI tienes que procurarte una vida más sana. Lo artístico, lo musical, lo introspectivo, no tienen nada que ver con tu manera de ser en la vida. Los músicos somos gente muy poco aterrizada y me di cuenta que la mayoría de mis colegas sufrían deterioro muy tempranamente por la edad, el alcohol o las drogas. Además, tengo una carga genética muy fuerte: por parte de mi papá que murió de diabetes, sin las dos piernas, y de mi mamá, que era hipertensa, cayó de un derrame cerebral y tenía artritis reumatoide degenerativa. Yo no quería esa carga genética que con la edad te va aumentando y vas teniendo más riesgos. Ésa es la razón por la que me puse a hacer ejercicio, finalmente lo hice por salud y por vanidad.
—¿Te consideras vanidoso?
—Soy muy vanidoso y no lo puedo negar. No creo en ninguno de los pecados capitales, pienso que son tendencias naturales e instintivas en el ser humano a tener o a ser, y las pusieron como pecado precisamente para que la gente no se saliera del huacal, como medida de control. A mí me gusta sentirme bien viéndome bien, y tengo una imagen que vender como la tiene Yahir o Latin Lover, sólo que soy flautista, instrumentista y director. Yo no vendo una imagen nomás por venderla, está sustentada por la calidad. Nunca he oído cantar a Yahir o bailar a Latin Lover porque no tengo tele, desde hace muchos años no tengo interés ni tengo tiempo de ver televisión. Pero de repente oigo cosas que pasan en la radio comercial y me parece detestablemente desafinados. Todos estos corridos… tendrán mucha intuición y mucha creatividad para hacerlos pero todos los grupos son tan desafinados, no tienen ni como ensamblar una trompeta con una tuba o una guitarra, qué horror, sorry, pero así no se hace la música.
—En Holanda encontraste no sólo las técnicas barrocas sino una sociedad con mucho más apertura.
—Fui descubriendo miles de cosas que son muy valiosas. Que la flauta de pico es un instrumento muy difícil y en desarrollo, una herramienta muy útil para hacer música, siempre y cuando tengas una técnica solvente. Aprendí verdaderamente el estudio técnico metódico, ponderando al instrumento como instrumento y no como fin último. Y me ayudó a ver la flauta como un instrumento con muchas carencias y posibilidades, por ser ancestral pero con potencial para desarrollarse. Se dejó de usar en el siglo XVIII por su boquilla, que tiene la gran tragedia de ser muy fácil de insuflar pero muy difícil de controlar, a diferencia de otros instrumentos que son muy difíciles de soplar pero se controlan mejor. Siempre fue un instrumento de aficionados y por eso no ponderó su repertorio, pues la mayoría de su música es muy deficiente. Los grandes compositores no la pensaron como un instrumento serio, ni ahora tampoco. No hubo grandes compositores que hicieran música original para flauta, más que Van Eyck en el siglo XVII, Vivaldi, Rubinstein y Telemann en el XVIII, pero no la pensaron como un instrumento serio, ni ahora tampoco.
—Es parte de esos instrumentos como la gaita o la guitarra que se fueron quedando fuera de la tradición de la dotación romántica.
—Claro, cuando se instaura la vida pública del músico como profesionista y no como sirvienta de las cortes o de la iglesia. La emancipación de Beethoven le dio mucho a la música y le implicó un desarrollo totalmente inusitado para lo que hubiera sido el patrocinio social y económico de los músicos a partir de la iglesia o de las cortes, la revolución francesa lo logró, finalmente.
—El contraste entre salir y regresar a México es grande. Tanto como estudiante en Holanda como ahora, que eres solista internacional.
—Regresé porque en Holanda era yo un extranjero más y en mí país tenía mucho que hacer, no había flauta de pico y no quería que hubiera gente interesada que se quedara sin la oportunidad. Yo fui muy audaz, pero mucha gente no lo es y desea estudiar el instrumento sin lograrlo. Además no quería ser un ciudadano de segunda en un país de primera para vivir aparentemente muy bien. Yo quería propiciar, también, una plataforma de conciertos, tener un repertorio escrito por compositores mexicanos y enseñar la flauta de pico. Era una posición de conveniencia mutua para mí y para México, muchos de mis alumnos graduados allá tienen una vida muy padre, pero muy pocos conciertos. A la mayoría no les interesa venir aquí a picar piedra, como lo hice cuando llegué.
—México era un páramo en eso que planteas.
—Era un terreno vivo. Es como si los españoles o los ingleses no hubieran colonizado América porque estaban mejor allá y aquí había que construirlo todo. Todavía hay muchísimo trabajo por hacer.
—¿La flauta te permite una carrera longeva, por qué elegiste acompañarla de la dirección?
—Porque me encanta dirigir. Soy un comunicador de ideas muy padre para los músicos, me encanta hacerlo y a ellos les gusta. No soy un director con la escuela del muñequito porque no me interesa, pero me gusta lograr la comunión de ideas, el ser catalizador de la emoción de cantantes y músicos a mí me fascina.
—Existe una parte muy corporal en la música, que no sólo es un esfuerzo cerebral sino más físico de lo que podría suponerse.
—Sí, por supuesto. Pero es que nosotros somos cuerpo y mente. Desde que hago mucho ejercicio aprendí que el intelecto puede funcionar muy bien, pero que en un momento dado tu cuerpo te empieza a minar las facultades expresivas y mentales. En verdad es mente sana en cuerpo sano, finalmente somos entes físicos y mentales, cuando lo descubres lo puedes poner en práctica, ya eres tú mismo dirigiendo.
—Hay personas que buscan la música clásica para relajarse, lo que te parece inconcebible.
—A mí Vivaldi me vuelve hiperactivo. La última sonata de Beethoven, la 122, me pone los pelos de punta, cómo me voy a relajar. En un momento dado el público es muy noble y tiene muy estereotipada una cuestión así.
—Incluso el vestuario es conservador en la música de concierto. ¿Cómo has ido desarrollando esta estética visual tuya en el escenario, tu imagen corporal, el vestuario, el body painting, que rompen con el conservadurismo y parecen ser más atrevidas y atractivas al espectador?
—No lo he hecho por romper nomás sino porque yo soy lo mismo. No puedo encasillarme en hábitos y costumbres que heredamos del siglo XIX porque soy completamente ajeno. Seamos honestos, los artistas pop cantan música mucho más fácil de interpretar que la que hacemos nosotros, por eso bailan y brincan. Tú no puedes hacerlo cuando estás tocando un instrumento o cantando un aria de ópera o una misa del siglo XVI porque se te va el aliento, la afinación, todo. Es música muy delicada, muy intelectual, pero no quiere decir que sea ininteligible o inaccesible, hay de petulancias a petulancias, pero hay cosas intelectuales que son fantásticas: un preludio de Chopin será muy intelectual pero es maravilloso y sumamente disfrutable, lo mismo un aria de Mozart o un concierto de Vivaldi o una obra de Bach. Como artista tengo una responsabilidad social y tengo que cuidar una imagen que se parezca a mí, que no sea diferente de lo que soy; de lo contrario, ahorita tendría esposa e hijos y estaría viviendo el patrón de lo que Nietzsche llamaba el lamentable bienestar de la familia clasemediera en que tienes todo resuelto. El simple hecho de pisar un escenario, que me merece mucho respeto, y al ser la figura que está tocando, no puedo ser otra persona. Toda la cuestión de mi atuendo, de mi imagen visual, como figura pública, bastión de la comunidad gay, representante y gestor de proyectos de beneficencia para niños desamparados o lo que sea que pueda hacer, es una cuestión pensada para tener una función social pero desde la óptica de ser yo mismo. No voy a cambiar mi manera de ser ni voy a negar que soy gay, librepensador y de izquierda, agnóstico y muy respetuoso de todas las creencias donde hay gente muy preparada y muy liberada dentro de su sexualidad. Las altas jerarquías los tienen muy oprimidos y muy reprimidos.
—Aunque eres famoso, hay candados que te impiden llegar a las grandes masas.
—Al parecer hago una cosa que no a todo mundo le importa. Además a mí no me interesa tener mucho dinero, simplemente tener mi patrimonio asegurado de aquí a que me muera, pasar mi vejez sin preocupaciones. Tener mucha lana me da escozor, no quiero ser secuestrable ni tener guaruras a mi lado, para mí sería la mayor muerte en vida. Es una pérdida de identidad gruesísima. Te juro que si tuviera un millón de dólares haría lo que me gusta hacer con todo el amor del mundo: dirigir una orquesta y un coro barrocos, los tendría becados, los trataría bien, les daría cafecito y galletas y rentaría una sala. No trabajar sería la muerte en vida.
“Por eso las altas jerarquías sociales aquí tienen a la gente rica muy reprimida y con mucho miedo a hacer cosas y a manifestarse como son en realidad, por eso hay tanta drogadicción en la gente de clase adinerada, tanta infelicidad. Ayer fui a un restaurante que me encanta , entre semana hay mucho más ruido que cuando vas en domingo y hay puras familias con caras de frustración que no se hablan. La gente rica en este país está muy frustrada por eso y muy reprimida, mucho más que la gente pobre, que la gente de clase baja que es mucho más liberal y más culta además”.