Noviembre, 2024
Nació en febrero de 1915 y se machó de este mundo en noviembre de 1994. Periodista, editor, escritor y gran intelectual mexicano del siglo XX, Edmundo Valadés fue también —y sobre todo— un férreo defensor del cuento. Y aunque suyos son varios de los mejores relatos escritos en las letras mexicanas, a don Edmundo se le reconocería más y principalmente como un inmejorable teórico del género, impulsando su escritura a través de encuentros, talleres y con la fundación de la revista El Cuento, la cual se convertiría en una de las más difundidas y buscadas publicaciones periódicas literarias de la época. Ahora que se cumplen tres décadas de su partida, Víctor Roura aquí lo recuerda.
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Igual que la novela Pedro Páramo de Juan Rulfo, La muerte tiene permiso, del sonorense Edmundo Valadés, también cumplió en 2005 medio siglo de haber salido por vez primera de las imprentas. Don Edmundo Valadés partió de este mundo el 30 de noviembre de 1994, a sus 79 años de edad, razón por la cual conmemoramos tres décadas de su fallecimiento.
Autor de sólo tres libros de cuentos, y de un puñado de antologías narrativas, puede decirse, sin temor a ningún equívoco, que Valadés fue, paradójicamente, más que un correcto hacedor de relatos, un persistente e inmejorable teórico del cuento. Su conocimiento del mismo, su voraz lectura de cuanto se hacía en el mundo con el género, lo llevó a crear una maravillosa revista, única en su especie en México, intitulada justamente El Cuento cuando apenas contaba con veinticuatro años de edad, la cual sólo pudo publicar, en esa su primera etapa, cinco números debido a la escasez de papel producida por la Segunda Guerra Mundial. Tuvo que pasar un cuarto de siglo para que Edmundo Valadés, en 1964, por fin la rehabilitara, publicación que era no sólo un puntual muestrario de lo que se hacía con el arte narrativo en el planeta sino, además, fungía de eficaz y pluralizado taller literario.
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Es famoso el cuento que da título a su libro, “La muerte tiene permiso”, que quiere emparentarse, infructuosamente, con el lenguaje rulfiano —no por inhabilidad creativa sino por cuestiones, probablemente, de raigambres interiores: mientras en Rulfo brota de manera natural el lenguaje aposentado en el ruralismo, en Valadés es notoria la vena urbana—, impresiona no por la reconstrucción granítica del relato, como sucede invariablemente con Rulfo, sino por su impacto final. En una reunión campesina, donde acude el presidente, Sacramento habla por sus representados, habitantes todos de San Juan de las Manzanas. Sin alterar sus facciones, sin poner énfasis en sus acusaciones, sin pausas premeditadas, imperturbable, se queja de las impudicias de su presidente municipal:
—Primero les quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Hernández porque colindaban con las suyas. Telegrafiamos a México y ni nos contestaron. Hablamos los de la congregación y pensamos que era bueno ir al Agrario, pa la restitución. Pos de nada valieron las vueltas ni los papeles, que las tierritas se le quedaron al presidente municipal.
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El mandatario nada más lo escucha. Todos callan. Luego vino lo de las cuentas, los préstamos, los intereses.
—Crescencio, el que vive por la loma, por ai donde está el aguaje y que le intelige a eso de los números —dice Sacramento—, pos hizo las cuentas y no era verdá: nos querían cobrar de más. Pero el presidente municipal trajo unos señores de México, que con muchos poderes y que si no pagábamos nos quitaban las tierras. Pos como quien dice, nos cobró a la fuerza lo que no debíamos.
Después mataron al hijo de Sacramento porque, enturbiada la cabeza, se atrevió a reclamarle a la autoridad su incompetencia.
—Lo mataron a la mala, que dizque se andaba robando una vaca del presidente municipal. Me lo devolvieron difunto, con la cara destrozada.
Luego vino lo del agua, la cerrazón del canal, la seca de sus milpas. Y lo imperdonable fue lo del sábado:
—Salió el presidente municipal con los suyos, que son gente mala y nos robaron dos muchachas: a Lupita, la que se iba a casar con Herminio, y a la hija de Crescencio. Como nos tomaron desprevenidos, que andábamos en la faena, no pudimos evitarlo. Se las llevaron a fuerza al monte y ai las dejaron tiradas. Cuando regresaron las muchachas, en muy malas condiciones, porque hasta de golpes les dieron, ni siquiera tuvimos que preguntar nada. Y se alborotó la gente de a de veras, que ya nos cansamos de estar a merced de tan mala autoridad.
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Debido, pues, a la ausencia de justicia, Sacramento no tiene otro remedio que pedir la gracia para castigar a la principal autoridad de San Juan de las Manzanas. “Todos los ojos auscultan a los que están en el estrado —relata Valadés—. El presidente y los ingenieros, mudos, se miran entre sí. Discuten al fin”.
Es absurdo, dice uno, “no podemos sancionar esta inconcebible petición”. No, compañero, no es absurda, agrega otro, “absurdo sería dejar este asunto en manos de quienes no han hecho nada, de quienes han desoído esas voces. Sería cobardía esperar a que nuestra justicia hiciera justicia; ellos ya no creerán nunca más en nosotros”.
Pero somos civilizados, recalca otro, “tenemos instituciones; no podemos hacerlas a un lado”. Sería justificar la barbarie, se escandaliza uno más, permitir “los actos fuera de la ley”. ¿Y qué peores actos fuera de la ley que los que ellos denuncian?, pregunta otro. El presidente, por fin, interviene. Su voz es inapelable:
—Será la asamblea la que decida. Yo asumo la responsabilidad —y el asunto se pone a votación.
“Todos los brazos se tienden a lo alto —dice Valadés—. También los de los ingenieros. No hay una sola mano que no esté arriba, categóricamente aprobando. Cada dedo señala la muerte inmediata, directa”.
La asamblea otorga permiso a los de San Juan de las Manzanas para lo que solicitan. Entonces, Sacramento, que ha permanecido en pie, con calma, termina de hablar:
—Pos muchas gracias por el permiso, porque como nadie nos hacía caso, desde ayer el presidente municipal de San Juan de las Manzanas está difunto.
Por supuesto, el México de Edmundo Valadés —y el lector lo va comprobando conforme va dando lectura al libro, reeditado en 2005 por el Fondo de Cultura Económica para conmemorar el medio siglo de La muerte tiene permiso— se ha difuminado para dar lugar a otro muy distinto, por lo menos en sus formas, ya que políticamente continúa viviendo con la misma traza miserable de los tiempos poscardenistas. Si bien ya Valadés vislumbraba la violencia urbana, misma que sobresale en varios relatos suyos, están, sin embargo, aquellas maneras educadas de mediados del siglo XX, las cortesías entre los hombres, la amabilidad citadina, el respeto a la palabra prometida aun en los tratos indecorosos.
Sí, el México de don Edmundo Valadés es otro a pesar de ser el mismo, es decir los cuentos requieren de otra mirada para contarlo, porque en efecto es el mismo México pero armado con distintas disposiciones; se dice, por ejemplo, que ya no hay corrupción cuando ésta abunda en los resquicios de siempre, pero habría que contar estas peripecias de otra manera: don Edmundo, que era un certero teórico del género narrativo, entendería estos complejos percances literarios, seguramente.