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Conmemoraciones natal y mortuoria de Adolfo Bioy Casares

Discípulo y maestro de Borges

Octubre, 2024

Dos efemérides cruzan su figura en este 2024: el 110 aniversario de su nacimiento y el primer cuarto de siglo de su partida —es decir, vio la luz primera en Buenos Aires en 1914 y falleció en 1999. En los 84 años que habitó en esta tierra, creó y dejó una de las obras más sobresalientes del idioma español, que lo colocan entre los grandes escritores hispanoamericanos. Maestro del cuento y de la novela breve, Víctor Roura le dedica una líneas a Adolfo Bioy Casares.

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Myrta Sessarego, en su libro Borges y el laberinto (colección “Tercer Milenio”, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1998), recuerda que “el primer discípulo público de Borges y su más fiel colaborador fue Adolfo Bioy Casares”, de quien celebramos este año su 110 aniversario natal en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914 y conmemoramos el primer cuarto de siglo de su fallecimiento ocurrido el 8 de marzo de 1999 en la capital de su Argentina.

Ambos argentinos, Borges y Bioy Casares, se conocieron en casa de Victoria Ocampo en 1932 (Borges contaba entonces con 33 años y Bioy Casares con 18), precisa Sessarego, “en la época en que Borges ya estaba en la revista Sur. En seguida iniciaron una amistad [reforzada por el casamiento de Bioy Casares y Silvina Ocampo en 1940] que pocos años después daría como fruto la colaboración de los tres [incluida Silvina Ocampo] en diversas aventuras literarias”.

Borges reconoció públicamente su gratitud hacia Bioy Casares: “Se da siempre por sentado en estos casos [de colaboración] que el hombre mayor es el maestro y que el menor es su discípulo. Esto puede ser cierto en un comienzo, pero pocos años después, cuando empezamos a trabajar juntos, Bioy fue real y secretamente el maestro. Él y yo intentamos muchas empresas distintas. Recopilamos antologías de la poesía argentina, de cuentos fantásticos, de cuentos policiacos; hemos escrito artículos y prólogos; hemos hecho ficciones anotadas de sir Thomas Browne y de Gracián; hemos traducido cuentos cortos de escritores como Beerbohm, Kipling, Wells y Lord Dunsany; hemos fundado una revista: Destiempo, que perduró hasta tres ediciones; hemos escrito guiones para el cine, que fueron invariablemente rechazados. Frente a mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la calma y la contención eran más deseables. Si se me permite una generalización, Bioy me llevó gradualmente hacia el clasicismo”.

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Su colaboración conjunta más famosa fue la creación del escritor H. Bustos Domecq (Bustos por un bisabuelo de Borges y Domecq por un bisabuelo de Bioy), un ficcionador policial. “A través de Bustos Domecq —dice Sessarego—, Borges y Bioy liberaron su capacidad para la trama de misterio y para el humor. Los cuentos de Parodi, detective que resuelve los enigmas desde la cárcel, son una parodia de la novela detectivesca al estilo de Chesterton y resultan la parodia de una parodia; los personajes (más figuras del habla que de la narración) utilizan el lenguaje coloquial argentino para revelar sus ideas y su psicología en un contexto social ricamente pintado”.

Bioy y Borges, una dupla literaria de excelencia. / Foto: Secretaría de Cultura Argentina.

Bioy y Borges llegaron todavía más lejos con la invención de un escritor más, discípulo de H. Bustos Domecq, denominado esta vez B. Suárez Lynch con el cual firmaron dos libros: Dos fantasías memorables y Un modelo para la muerte. La parodia, entonces, de tan paródica se extravía a veces en “bromas desaforadas”. Si ya, bajo el seudónimo de Bustos Domecq, Bioy y Borges se desatan desnudando íntegramente el lenguaje con palabras inaccesibles por coloquiales —o arrabaleras— o altamente eruditas (donde en ocasiones vale más, incluso, la frase perfecta que la ilación de lo narrado), amparados en Suárez Lynch se convierten ambos en el colmo de la búsqueda de la perfección literaria distanciándose, por lo mismo, del fondo para encumbrar la forma.

La mancuerna que hizo con Borges, que a la larga —y debido sobre todo a la fama e insigne prestigio que iría alcanzando Borges con los años— sería finalmente una especie de “carga” literaria por el “honor” concedido por Borges de participar con él, de algún modo identificó a Bioy Casares como un escritor en la línea borgeseana, es decir apegado a los contenidos “fantásticos” de los que tanto gustaba Borges.

Sin embargo, Bioy Casares es, fue, un escritor independiente de Borges. Por algo, es considerado uno de los cuatro autores de mayor relevancia de la Argentina de todos los tiempos (los otros tres son Julio Cortázar, el mismo Borges y Ernesto Sabato). Sus cuentos son impecables. Basta recordar “Máscaras venecianas”, de su libro Historias desaforadas, en el que aparece magistralmente la clonación de una mujer enamorada. O “La sierva ajena” (de su volumen Historias fantásticas) en el cual la mordacidad y la ironía —presentes en su obra toda, como en su connotada novela El sueño de los héroes (1954)— salpican constantemente en la trama.

Trata el relato “La sierva ajena” de un desgraciado poeta Urbina y su Flora largándose con un maldito hombrecito llamado Rudolf (no de manera despectiva, sino de verdad un hombrecito: “De un palmo de estatura —apunta Bioy Casares—; vale decir que las dimensiones de las momias reducidas, de los jíbaros, eran, aproximadamente, las suyas”), un hombrecito que apareciera de pronto en sus vidas para, con sus maldades, separar a Urbina y a Flora; un hombrecito que volviera ciego a Urbina al enterrarle el cetro de su bastoncito en los ojos ante la inconmovible sensibilidad de su Flora quien, al final, decidiera abandonar a Urbina para regresar (¿acaso por temor: para no ser la próxima víctima de la maldad de Rudolf?) con el hombrecito.

“La felicidad es inventar historias”

No hay duda de que Adolfo Bioy Casares tiene su nichito en el muro de los grandes escritores de Hispanoamérica. Maestro del cuento y de la novela breve, frecuentó con destreza, sapiencia y autoridad las literaturas fantástica, policial y de ciencia ficción, creando y dejando una obra mayúscula, entre la más sobresaliente del siglo XX.

Nacido en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914, Bioy Casares supo desde muy joven que la literatura era su vocación. Empero, fue la publicación de La invención de Morel, en 1940, la que marcó el inicio de una vasta carrera literaria que desplegó en el cuento, la novela, el ensayo, el diario, las memorias y las colaboraciones.

Casado con la escritora Silvina Ocampo y amigo entrañable de Jorge Luis Borges, Bioy Casares dejó su sello personal en la narrativa argentina; huella que, aún hoy, continúa vigente y que lo ha convertido en uno de los escritores más destacados del siglo XX argentino. La agudeza de su inteligencia, el tono satírico de su prosa y su imaginación desbordada y visionaria le permitieron unir la alta literatura con la aceptación popular. La invención de Morel (1940); La trama celeste (1948); El sueño de los héroes (1954); Una muñeca rusa (1991); Una magia modesta (1997) son algunos de sus libros que le dieron nombre propio.

Una superstición contra lo muy sencillo

A Borges lo conoció en 1932 y entabló una amistad personal y literaria de por vida. Junto a él, Bioy Casares escribió obras en colaboración, utilizando varios seudónimos que adoptaron entre los dos. De igual forma, junto con Borges y Silvina Ocampo publicaron Antología de la literatura fantástica (1965), en la que los tres autores reunieron una serie de cuentos del género en que Bioy Casares se destacó a lo largo de su carrera literaria.

Sin embargo, con su amigo Borges también tenían discrepancias sobre autores favoritos. Por ejemplo, Bioy Casares fue un ávido lector de la obra del español Azorín. Leyó casi toda su obra. Borges, en cambio, lo detestaba rotundamente. Al respecto, Bioy Casares expresó una vez: “Borges tenía una especie de superstición contra lo muy sencillo. Creo que de esa discrepancia resultó algo bueno para ambos. Él empezó a comprender que en lo muy sencillo había méritos también. Algo muy sencillo tenía que valer para hacerse apreciar. En cambio, en las cosas complejas uno podía ocultarse y hacer pasar por valioso algo que no fuera tanto”.

Su obra narrativa le valió diversos galardones, y abarcó casi todos los géneros: escribió novelas, cuentos, ensayos, memorias, cartas, incluso periodismo. Varios de sus libros y relatos, además, fueron llevados a la pantalla grande.

Por si todo esto fuera poco, Bioy Casares también era conversador nato. Así lo atestiguan entrevistas y crónicas. Por ejemplo, en una de sus últimas participaciones en público, durante la Feria de Libro de 1998 en su natal argentina, habló esa noche, que ya es historia, de estos temas:

Retrato de Adolfo Bioy Casares, en 1968. Del libro Grandes Maestros de la fotografia argentina, de Alicia D’Amico. (Wikimedia Commons)

La infancia. “Tuve una infancia feliz. Mi padre fue el que me inició en la poesía: solía leerme largos poemas argentinos mientras llenaba la bañera. Mi madre era muy valiente, solía decirme que no me creyera el centro del mundo. Si yo no estaba con ellos no era feliz. El pasaje de mi predilección por las mujeres antes que por los juguetes se dio cuando una vez me llevaron a “El porteño” y me enamoré de Haydeé Bozán. Sin dudarlo, una noche le robé el auto a mi madre y la fui a buscar. Creí que todo había salido bien, después de dejarla en su casa, pero algo me decía que ella me esquivaba… Tenía diez años, yo. Me la encontré muchos años después y fingí ser más viejo que ella”.

Las mujeres. “Las prefiero porque son menos egocéntricas que los hombres. Los hombres me aburren, casi siempre están pensando en ellos mismos”.

Escribir. “La felicidad es inventar historias. Escribirlas implica un considerable esfuerzo. Sin embargo, he sido afortunado: ese trabajo siempre me resultó en algún punto gozoso”.

El inicio. “Empecé a escribir en una revista deportiva-humorística: el peor de los tres redactores era yo. Hoy entiendo que lo mío como periodista era tan olvidable como algunos de mis primeros libros. Después vinieron mis estudios de Derecho y de Filosofía y Letras, que duraron hasta que me di cuenta de que lo mío era escribir, que no sería abogado ni juez y que la carrera de Letras me alejaba más de la literatura que el Derecho. Recién entonces me fui a administrar un campo, período que duró diez años, y que finalizó cuando me convencí de que también como administrador era un fracaso, tras comprar una importante cantidad de vacas que jamás dieron cría”.

Borges. “Aunque parezca mentira, empezamos a escribir juntos cuando nos pidieron que hiciéramos el folleto de un yogurt. Ya nos habíamos conocido en la casa de Victoria Ocampo. Nos divertíamos muchísimo juntos. Pretendíamos escribir buenos policiales y siempre terminábamos yéndonos por las ramas. Nos reíamos tanto que siempre terminábamos preguntándonos qué a hacer para darle verosimilitud a los personajes. Silvina solía decirnos por lo bajo ‘vamos, no sean idiotas’. Y nosotros nos proponíamos dejar de bromear y ser sensatos. Pero durábamos poco: entonces, Borges decía: ‘bueno, acabemos con esto y pongámonos a escribir’. Así dábamos fin a un esfuerzo desde todo punto de vista vano”.

La invención. “La publicación de mi primer libro la financió mi padre, pero yo tardé 40, 45 años en descubrirlo. Cuando se me ocurrió escribir el libro que de alguna manera me consagró, La invención de Morel, yo tenía 27 años. El puntapié inicial fue un espejo trifásico que había en el cuarto de mi madre: viendo como la imagen de la habitación se repetía mil veces en el cristal, tuve la poderosa sensación de que estaba viendo con mis propios ojos algo que en realidad no existía. Esa anécdota, aparentemente banal, es la que me llevó a escribir el libro y la que me acercó a la literatura fantástica. Cuando se lo mostré a Borges él me dijo ‘la estructura es perfecta’ y yo comprendí que lo que en realidad quería decirme era que mejorara el estilo, cosa que hice”.

La humildad. “No me gusta la soberbia. Ni siquiera tolero el amor propio: eso es para las personas que están enceguecidas. Yo prefiero a los que son coherentes y humildes”.

Adolfo Bioy Casares fallecería el 8 de marzo de 1999, a los 84 años de edad. Pero aún hoy, aquel prestigio continúa acompañando su nombre, memoria y legado.

(Fuente: Secretaría de Cultura Argentina y Página 12).

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