Julio, 2024
Netflix ha anunciado que tiene listo el estreno de su película sobre Pedro Páramo, su adaptación de la novela de Juan Rulfo, una de las obras más representativas de la literatura mexicana. Será en septiembre en el Festival Internacional de Cine de Toronto, y será además el debut como director de Rodrigo Prieto, uno de los cinefotógrafos mejor posicionados en el ámbito internacional. Sin embargo, en el siguiente texto, el periodista Fernando de Ita alza la voz: “Sin haberla visto me tomo la libertad de hablar, no de la película, sino de la imposibilidad de que le haga justicia a la creación literaria por una cuestión de forma y de fondo”, escribe.
Porque al darle a la invención de la realidad la determinación de un rostro, un lugar, un tiempo y un destino igualmente inventado, pero fijo, de la imagen que ha concebido cada lector del libro insignia de la literatura mexicana del siglo XX, se termina la posibilidad de que ese rostro, ese lugar, ese tiempo, ese destino sea la película personal de quien ha buscado a su padre, como Juan Preciado, en “el más allá”.
Joanne Rowling se ha vuelto inmensamente rica porque Harry Potter pide a gritos los efectos especiales que han hecho de la saga del joven mago inglés un fenómeno global. En esa narrativa todo está escrito para ser filmado. Pedro Páramo es un poema del silencio interior que le permite a los vivos hablar con los muertos. No es magia. Es una revelación de la conciencia que crea una realidad sobrenatural a partir del lenguaje, y el logro del escritor es que ese transito entre la vida y la muerte sea de una naturalidad asombrosa.
Prescindiendo de la biblioteca que se ha formado a partir de las mil y una interpretaciones de Pedro Páramo, como lector lego que ha visto las películas y obras de teatro que se han hecho de esta obra, puedo decir que todas estas versiones han fracasado por la misma razón que ha fracasado la versión de Netflix de Cien años de soledad, de García Márquez: se trata de un cuento ilustrado que perdió en la filmación la magia de las palabras. Sabemos que el autor colombiano reverenciaba al escritor mexicano porque le abrió la puerta para narrar su propia fantasía, pero no a la manera de Rowling, ni siquiera de Rulfo, cuyo entorno es seco y mortuorio, a la manera del trópico que Carlos Pellicer cantó entre nosotros como nadie.
Para los tiempos que corren debe ser una paradoja que una frase diga más que mil imágenes, pero no hay manera de grabar los diálogos de Pedro Páramo o de Cien años de soledad sin que su ilustración fílmica sea una repetición del texto y no la invención de un mundo distinto al mundo que vivimos a diario. Eso es Pedro Páramo y su efecto no está en la novedad del relato sino en su estirpe, porque en el fondo lo que hizo Rulfo con su novela fue repetir la costumbre ancestral de los pueblos del mundo de resucitar a sus muertos. La particularidad de su relato está en la guerra cristera de los años treinta en México y el habla —que es el pensamiento— de su terruño. Lo asombroso, literalmente hablando, es que esa forma de formular los acontecimientos de un pueblo fantasma de la región del Bajío haya impactado a lectores de Uruguay y Argentina del tamaño de Borges y de Carlos Onetti, cuando el primero hizo del lunfardo, por ejemplo, una categoría del relato, y el segundo un homenaje al lenguaje coloquial. Pero ambos sabían que aquel hallazgo de Rulfo era la manera subterránea que tienen los grandes escritores de grabar en piedra el mismo mensaje de sus antepasados: “Aquí estuve yo”.
José Emilio Pacheco me jalaría las orejas por decirlo así. Él diría: “Aquí estuvo un poeta”. Rulfo, Borges, Onetti, Pacheco, todos ellos quisieron desaparecer como personas y sobrevivir como autores de algunos textos. Se aprecia la intención de ser la voz anónima de la tribu. Se duda de su veracidad porque sin la notoriedad pública de todos ellos Borges habría sido sólo un bibliotecario, Onetti un alcohólico, Pacheco un periodista anónimo y Rulfo un vendedor de llantas para automóvil. En cambio, sigo envidiando la capacidad de José Emilio de relacionar el pasado con el futuro, el presente con el pasado y el futuro con la posibilidad de hacer actual un poema persa del siglo VI. Cómo no creer que Juan Rulfo hablaba con los muertos si yo sigo tomando lecciones con el ‘Inventario’ de José Emilio Pacheco.
La cuestión es que el extraordinario fotógrafo mexicano Rodrigo Prieto está por estrenar en el Festival de Cine de Toronto su versión fílmica de Pedro Páramo, y sin haberla visto me tomo la libertad de hablar, no de ella, sino de la imposibilidad de que le haga justicia a la creación literaria por una cuestión de forma y de fondo; esto es, por la naturaleza del relato, que ya es en sí una película de manera que al reintentarla para el cine sólo puede ser una parodia. Apenas si he visto los relucientes trajes de charro de algunas escenas de Prieto y ahí está el detalle: Hollywood no es Comala, aunque la maestría del cineasta hará sin duda maravillas con el sentido onírico del relato, pero qué hacer con los diálogos.
En la película de Pedro Páramo de Carlos Velo en los años sesenta, la adaptación fue de Carlos Fuentes, la fotografía de Gabriel Figueroa y Pedro Páramo fue John Gavin. El director español aceptó demasiado tarde que ese fue su primer error; el segundo: en todas las adaptaciones fílmicas y teatrales, es el habla, la forma de ser, verbalmente de los personajes. Nadie habla como en los cuentos de Rulfo, por más que sea verdad que así hablaban sus paisanos. El oído humano es el primer editor del lenguaje. Rulfo editó las conversaciones de sus mayores y les dio un valor literal que en la escritura es la voz de la tierra y en el cine la imitación de un acento, un sonsonete, unos regionalismos. Habría que tener, en el cine y el teatro, la tradición centenaria de los ingleses para hablar en pasado como si fuera hoy. Por ello los poetas isabelinos de hace 600 años son tan actuales para ellos, porque hay una tradición dramática, esto es, una entonación, un ritmo verbal, una cadencia sonora identificable. Macario, una de las cumbres fílmicas de nuestro entorno cultural, original de Bruno Traven, un escritor alemán, en adaptación de Emilio Carballido, apuntala mi aseveración. Tizoc, de Ismael Rodríguez, muestra hasta qué punto se puede pervertir el habla natural de los naturales de México.
Antes de concluir debo confesar que no sé cómo y por qué me embarque en este artículo; acaso desde que tuve la noticia de que un laureado fotógrafo mexicano quería filmar Pedro Páramo, esto es: registrar el misterio de la entre vida, de la entre muerte, del entre sueño, de la realidad alternativa que nos da la invención literaria y cinematográfica. Nada me gustaría más que la película de Prieto desmintiera mis temores de que hay obras literarias que ya están filmadas en el papel y el intento de llevarlas al cine es, por lo tanto, una reiteración que las empobrece. Él es un master de la cinematografía. Yo acaso un defensor del misterio de estar vivo. Como Páramo.