Julio, 2024
Ahora que se cumple el 110 aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial —empezó el 28 de julio de 1914 y finalizó el 11 de noviembre de 1918, convirtiéndose en el primer gran conflicto internacional del siglo XX y uno de los enfrentamientos más destructivos de la historia moderna—, recuperamos este ensayo de Michael Mann. Tras ocho años de investigación histórica comparada, el historiador y sociólogo inglés rebate las opiniones aceptadas de la belicosidad de las democracias, de los fundamentos económicos de la guerra y de los cálculos racionales de los Estados en un sistema mundial marcado por la rivalidad. Escribe aquí: “En general, en la totalidad de las guerras que he estudiado es mucho mayor el numero de gente que pierde comparado con el que gana. Dada la certeza de que la guerra mata a millones de personas, la mayoría de las guerras parecen inútiles e irracionales tanto en términos de medios como de fines. ¿Por qué, pues, se producen innumerables conflictos bélicos?”.
Como muestran a diario los titulares, las guerras son sucesos terribles en los que los seres humanos se comportan de la peor manera posible, se mutilan y masacran unos a otros en grandes cantidades para lograr sus fines, si es que los consiguen, y tras as cuales pagan un enorme coste económico y social, cosechando una espantosa pérdida de vidas humanas. Sin embargo, el uso de la fuerza armada es solo una de las cuatro formas mediante las que los seres humanos pueden adquirir los recursos materiales o ideales que desean. He definido estas como las cuatro fuentes de poder social —militar, ideológico, político y económico—, las cuales son rastreables a lo largo de la historia de la humanidad[1]. ¿Por qué los seres humanos utilizan tan a menudo el poder militar y no las normas de la cooperación, el intercambio económico o la diplomacia política para alcanzar objetivos de política exterior?
Las teorizaciones predominantes sobre las causas de la guerra proceden de la escuela realista de las relaciones internacionales. La tradición postula dos conceptos fundamentales. El primero es la naturaleza anárquica del espacio internacional. A diferencia del imperio de la ley vigente en el seno de los Estados, no existe un árbitro mundial por encima de ellos que garantice la aplicación del derecho internacional. Así pues, los Estados siempre están preocupados por las intenciones del resto de Estados; piensan que cuanto mayor sea su poder, menos probabilidades tendrán de ser atacados, razón por la cual la totalidad de ellos incrementan sus fuerzas militares, hecho que provoca, sin embargo, los consabidos «dilemas de seguridad», ya que la acumulación de fuerzas por un Estado alarma a sus rivales que también aumentan en consecuencia su preparación para el conflicto militar[2]. Además, la inseguridad significa que la totalidad de los protagonistas pueden afirmar que actúan en legítima defensa. Se trata de un argumento sólido, pero precisa ser cualificado. Es cierto que las relaciones geopolíticas están en general menos regidas por normas que las relaciones sociales imperantes en el seno de los Estados, pero deberíamos tratar la «anarquía» internacional como una variable, históricamente presente en diversos grados. Como también reconocen los realistas, un Estado hegemónico puede coaccionar a otros actores para lograr el orden geopolítico y la paz; los casos modélicos son Gran Bretaña en el siglo XIX y Estados Unidos desde 1945. Sin embargo, las potencias hegemónicas son poco frecuentes, ya que otros Estados pueden formar alianzas «equilibradoras» contra una potencia superior. La noción de anarquía internacional como causa de la guerra es, pues, útil, pero variable. Por otro lado, tiende a excluir la posibilidad de las causas domésticas de la guerra.
La segunda tesis central del realismo es que los Estados son actores racionales y unitarios, que utilizan medios cuidadosamente calculados para maximizar las posibilidades de alcanzar sus objetivos. John Mearsheimer lo explica sucintamente:
Las grandes potencias son actores racionales. En particular, las grandes potencias ponderan las preferencias de otros Estados y cómo su propio comportamiento puede afectar el de estos y cómo ello puede afectar a su propia estrategia de supervivencia. Además, los Estados prestan atención a las consecuencias de sus acciones tanto a largo plazo como a corto[3].
Sin embargo, las decisiones sobre la guerra o la paz suelen tomarse en entornos muy estresantes caracterizados por tensiones internas y externas crecientes. La anarquía alimenta el miedo a los demás, que aumenta a medida que se acerca la posibilidad de una guerra; se trata de situaciones conducentes a un comportamiento presa de la furia o del pánico y no precisamente caracterizado por la calma y el cálculo. Así pues, no todos los realistas ponen de relieve la eficacia calculadora. Kenneth Waltz, por ejemplo, sostiene que los Estados actúan a menudo de forma imprudente y no estratégica y cuando lo hacen son castigados por el sistema, mientras que los Estados que actúan racionalmente son recompensados.
En este caso, la racionalidad no reside en el actor estatal individual, sino en la mano oculta del sistema[4].
A continuación cuestionaré estas premisas sobre la racionalidad de la guerra. Basándome en los resultados de un amplio estudio histórico que he publicado recientemente en el que analizo la Roma antigua, la China imperial, el Japón medieval, Europa, América Latina y las guerras de los siglos XX y XXI, examino los motivos de la guerra y hasta qué punto se calcularon racionalmente los medios respecto a los fines[5]. A continuación me pregunto por qué se han producido las guerras, si estas no resultan ser tan racionales como afirman los realistas. Situando las guerras en su contexto histórico y medioambiental, identifico a los actores y examino sus motivos. ¿Por qué se optó por estos conflictos letales —o se tropezó con ellos— y quién tomó la decisión de llevarlos adelante frente a alternativas factibles mucho menos destructivas?
1. Decidir la guerra
La guerra somete a gobernantes, generales y soldados a la voluble suerte de la batalla. Cuando llega la orden de prepararse para la guerra, los generales diseñan planes de campaña y movilizan sus recursos predominando durante esta fase de intenso cálculo la lógica de la intendencia. Pero una vez que se inicia la batalla con el enemigo, se desata el pandemónium. Los soldados viven la guerra como un caos aterrador, de los feroces ataques cuerpo a cuerpo de épocas anteriores a la insensibilidad de la guerra moderna en la que los artilleros y la infantería disparan a un enemigo distante, pero vulnerable a la muerte aleatoria infligida sin previo aviso desde el cielo. Por otro lado, los planes cuidadosamente elaborados rara vez pueden implementarse a causa del inesperado comportamiento del enemigo o de las condiciones imprevistas del campo de batalla. Estas eran las «fricciones» de la batalla aducidas por Clausewitz, las «causas ocultas» de los resultados indicadas por Ibn Jaldún o los fundamentos del adagio de Napoleón de que ningún plan de operaciones se extiende con certeza más allá del primer contacto con la principal fuerza hostil. Durante la Guerra de los Cien Años librada durante los siglos XIV y XV por Francia e Inglaterra, seis de las siete batallas más importantes se decidieron por disposiciones inesperadas del terreno o del enemigo. Los pequeños enfrentamientos de las unidades estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial y en Vietnam se decidieron a menudo por las condiciones del terreno, los errores, la buena fortuna o una valentía inesperada[6]. Hoy en día la naturaleza impredecible de la guerra es evidente en Etiopía, Somalia, Yemen, Ucrania y, de una manera diferente, en Palestina.
De la Antigua Roma a Vietnam
Pero si la batalla se desarrolla en la niebla, ¿qué decir de las decisiones iniciales conducentes a la guerra? ¿Podrían calificarse de estrictamente racionales? El Senado romano debatía largo y tendido sobre las decisiones que atañen a la guerra y a la paz. Sin embargo, los argumentos se centraban en los beneficios económicos previstos, ignorando el coste en vidas humanas, mientras que las rivalidades políticas internas operaban a menudo a modo de subtexto. La guerra solía ser aprobada a menos que un senador celoso interviniera para bloquear la oportunidad del acceso de un rival al mando militar. Cuando el exceso de confianza conducía a la derrota, la respuesta habitual del Senado romano era buscar más recursos humanos hasta que Roma salía victoriosa. Para los romanos la guerra no era realmente una «elección», era lo que hacían, una actividad históricamente integrada en sus instituciones y en su cultura militarizadas, razón por la cual estaban dispuestos a sacrificar más que sus enemigos para ganar. Los cartagineses, en cambio, valoraban más el bienestar económico y se negaban a sacrificarse tanto como Roma, razón por la cual perdieron las Guerras Púnicas y Cartago fue destruida. Hay muchos otros ejemplos de culturas militarizadas: los gobernantes de las antiguas dinastías bárbaras Yuan y Qing de China, los mongoles, los manchúes, los aztecas y las dinastías árabes de conquista se comportaban como los romanos e iban a la guerra siempre que se presentaba la oportunidad.
Las dos dinastías Song (960-1270) demostraron diversas actitudes hacia la guerra. El primer emperador Song, Taizu, era un realista modélico, que libraba guerras ofensivas tras realizar cautelosos tanteos iniciales para comprobar si la victoria era probable, mientras acumulaba cuidadosamente las fuerzas adecuadas. Sin embargo, sus sucesores iniciaron seis guerras ofensivas, que se saldaron con un único éxito, un costoso empate y cuatro derrotas. Varios factores enturbiaron sus cálculos: el revisionismo emocional que exigía la devolución de los «territorios perdidos», los conflictos políticos internos, la ambición desmedida de un emperador o la elección equivocada de los aliados. Otros gobernantes Song prefirieron la conciliación a la agresión, optando por la diplomacia, la cooperación cultural y el comercio y ello no por debilidad, sino porque deseaban un desarrollo económico y social pacífico. Por el contrario, los últimos emperadores Song —y también los últimos emperadores Ming— aceleraron su propio colapso civilizatorio al lanzar ataques de forma impulsiva, que pretendían desmentir su debilidad en lugar de conformarse con la conciliación. La experiencia de la dinastía Song no es favorable a las tesis del realismo.
Y tampoco lo es la historia europea. Entre 1400 y 1940 la mayoría de los gobernantes europeos que iniciaron guerras fueron derrotados[7]. Tal vez sea una exageración afirmar que los monarcas no calcularon cuidadosamente los medios durante el periodo medieval, pero la guerra era principalmente lo que hacían estos gobernantes cuando se sentían menospreciados, eran ambiciosos o necesitaban desviar la energía turbulenta de sus hijos más jóvenes o fortalecer su poder doméstico. Junto con el deseo de mantener el estatus, el honor y la gloria, estos motivos propiciaban la convocatoria de los nobles, el endeudamiento de la corona o la recaudación de impuestos y la incorporación a la batalla con las fuerzas de sus vasallos, que hubieran atendido a la llamada, circunstancia esta que el rey no podía predecir. Hacer la guerra no era tanto una elección como una obligación de los monarcas medievales. A principios de la edad moderna, los gobernantes europeos contaban con ejércitos y armadas profesionales, pero todavía iban a la guerra cuando se sentían ofendidos o albergaban ambiciones. Ir a la guerra no fue siempre una cuestión de «elección», dado que actitudes beligerantes escalaban con frecuencia en una guerra inesperada.
El realismo, concebido en el sentido postulado por Waltz, se manifiesta de modo más plausible en la América Latina poscolonial, donde quienes desencadenaron la guerra en el siglo XIX perdieron seis guerras y ganaron sólo dos; también hubo cinco provocaciones mutuas y cinco costosos puntos muertos. Los ocho líderes que iniciaron guerras, independientemente del resultado, fueron destituidos por ello. La toma de decisiones se hizo entonces más racional, ya que los gobernantes aprendieron de la experiencia de las malas guerras para intentar evitarlas en el futuro. A diferencia de otros continentes, en la América Latina poscolonial no hubo agresores en serie; de hecho, el número de guerras en la región disminuyó con el tiempo.
En la Primera Guerra Mundial los agresores exigieron un estatus geopolítico y defendieron el honor de los Estados clientes en lugar de perseguir objetivos económicos, aunque los gobernantes alemanes esperaban adquirir colonias más rentables. Se hicieron muchos cálculos, pero la guerra fue el resultado de una cascada de malentendidos diplomáticos y de un conjunto de políticas incoherentes[8]. Una plétora de iniciativas políticas y diplomáticas generó una situación de imprevisibilidad, propiciando una política de arrogancia arriesgada, lo cual significaba perversamente que nadie se echaría atrás. La mayoría de los gobernantes confiaban en la victoria, pero también creían erróneamente que la guerra sería corta, ya que sus economías no podrían soportarla durante mucho tiempo. Qué equivocados estaban. Los gobernantes de Alemania, Austria-Hungría, Rusia y el Imperio Otomano se aseguraron no sólo su propia derrota, sino también la caída de sus monarquías. Algunos cortesanos lo habían advertido, pero habían perdido las luchas internas por el poder: el poder de nuevo, no la razón. Todos los actores perdieron enormemente, excepto los dos actores no convencionales que recogieron los restos, los estadounidenses y los bolcheviques. La guerra fue irracional para todos los demás participantes.
En la Segunda Guerra Mundial la racionalidad se vio perturbada por la ideología. Si Francia y Gran Bretaña se hubieran aliado con la Unión Soviética para disuadir a Hitler, el conflicto podría haberse retrasado o incluso evitado. Pero los gobernantes de estos países temían más al comunismo que al fascismo por lo que en 1939 Stalin, aislado, firmó el Pacto de No Agresión con Hitler. En Extremo Oriente, los gobernantes japoneses subestimaron la fuerza del nacionalismo chino, mientras que en el Pacífico tanto estos como sus homólogos estadounidenses calcularon mal las reacciones de su respectivo contrincante. La guerra fue iniciada en todos los casos por los fascistas alemanes e italianos o por los semifascistas japoneses y en todos ellos se trató de una decisión suicida.
¿Qué les llevó a ello? Los gobernantes del Eje se hallaban superados militarmente por rivales tecnológicamente superiores, pero aun así creyeron que el espíritu marcial superaría las desalentadoras probabilidades de éxito. En estos regímenes, que se creían superiores tanto a los decadentes liberales europeos como a las potencias comunistas y a China, los motivos económicos se hallaban subordinados al objetivo de la conquista imperial. Para los gobernantes del Eje esta guerra encarnaba la «racionalidad de los valores» postulada por Weber en virtud de la cual el compromiso con estos prevalece sobre la racionalidad instrumental.
En la Guerra de Corea estadounidenses, chinos y norcoreanos también subestimaron a sus enemigos, cegados por la ideología. El único resultado posible fue un sangriento punto muerto en el que los contrincantes no lograron ninguno de sus objetivos, situación que produjo una amarga división en Corea que aún hoy envenena Asia Oriental. En Vietnam la derrota estadounidense fue resultado de la subestimación de la solidaridad ideológica del adversario. La reciente oleada de guerras desatadas contra países musulmanes ha cosechado victorias en el campo de batalla para Estados Unidos y sus aliados, pero el descuido de las relaciones de poder políticas ha frustrado, de forma previsible, la consecución de los objetivos estadounidenses, como ocurrirá con los israelíes en Palestina. La intervención estadounidense infligió enormes daños en Afganistán e Iraq y contribuyó a desencadenar el caos que asola Libia, Siria y Yemen. Dejando de lado la Guerra Fría, Estados Unidos no ha logrado cumplir sus objetivos en ninguna guerra importante desde 1945, un récord en absoluto impresionante para una superpotencia solitaria.
Del Donbas a Gaza
Putin también parece lejos de alcanzar sus ambiciosos objetivos. La habitual mezcla de miedo y exceso de confianza alimentó la preparación de su invasión de Ucrania en 2022. La parte comprensible de los temores rusos se deriva de la expansión de la OTAN hacia el este, que se inició en 1999 con la adhesión de Polonia, Hungría y la República Checa y que culminó posteriormente con la incorporación de otros siete países a la Alianza a principios de la década de 2000, casi todos deseosos de unirse a la misma por su temor a Rusia, siendo todos ellos excepto Eslovenia antiguos miembros del bloque soviético. Durante este periodo Estados Unidos y la OTAN se aprovecharon de la incapacidad de Rusia para protagonizar otras protestas que las verbales. A finales de 2021 existían emplazamientos de misiles de la OTAN en Rumanía y Polonia y se realizaban maniobras de la Alianza en los Estados bálticos y en el Mar Negro, mientras la ayuda militar estadounidense fluía a los antiguos Estados soviéticos de Asia Central. En noviembre de 2021 Washington firmó una Carta de Asociación Estratégica con Kiev en la que se pedía a Ucrania que se uniera a la OTAN, mientras Estados Unidos prometía un «apoyo incondicional» a la reincorporación de Crimea a Ucrania. El contragolpe llegó en febrero de 2022, cuando las tropas rusas, concentradas a lo largo de la frontera ucraniana, invadieron Ucrania desde tres frentes.
Si los temores rusos a la OTAN explican en parte el belicismo de Putin, otros cuatro factores menos racionales desempeñaron un papel importante en la invasión de Ucrania. El primer factor ha sido ideológico: un sentido de «grandeza», emocionalmente sobrecargado por la humillación del colapso postsoviético, combinado con la creencia en el irreversible declive de la hegemonía occidental. El segundo factor ha sido militar: Rusia se había vuelto demasiado confiada debido a sus éxitos en Chechenia, Georgia y Siria, obtenidos contra fuerzas mucho más débiles. El tercer factor ha sido político: el apoyo a su régimen empezaba a decaer y jugar la carta nacionalista era popular. El cuarto y último factor radica en el desprecio hacia los ucranianos albergado por Putin, que se había intensificado por las crecientes divergencias surgidas entre los dos regímenes: como muchos agresores antes que él, Putin despreciaba a sus enemigos y menospreciaba sus recursos. Pero los ucranianos, equipados con armas modernas y alimentados por la fuerza emocional de defender su patria, han luchado con habilidad, valor y tenacidad. Los reveses iniciales de Rusia duraron lo suficiente para que la ira creciera en el extranjero. Putin había fortalecido involuntariamente la solidaridad de sus enemigos y la respuesta de Occidente fue más contundente y más cohesionada de lo que él había esperado, lo cual no debería haberle sorprendido, sin embargo, ya que ahora Estados Unidos podía aprovechar la oportunidad para debilitar a Rusia sin comprometer sus propias tropas. Biden era capaz de librar una guerra por delegación, Putin no. Atrapados en medio de la lucha irracional entre ambos contendientes rusos y estadounidense se encontraban los cuerpos ucranianos destrozados y las ciudad ucranianas devastadas: los horrores normales de la guerra, los cuales, sin embargo, afectan a los occidentales de una manera que no lo hacen los idénticos sufrimientos bélicos padecidos por los pueblos no blancos de África y Asia[9].
La actual agresión brutal israelí contra Gaza es la última de una serie única de guerras y disputas militarizadas desde la fundación del Estado de Israel en 1948. Casi todas terminaron con victorias israelíes, que obligaron a los Estados árabes a firmar acuerdos de paz sesgados a favor de Tel Aviv a expensas de los palestinos, mientras que los periodos de paz permitían a los israelíes establecer un numero exponencialmente creciente de asentamientos en los territorios ocupados. Las diferencias religiosas son uno de los principales motores de estas guerras y ello no porque los combatientes traten de imponer su fe al otro bando, sino porque ambos creen tener un derecho divino sobre la misma tierra. La Biblia hebrea afirma que Dios la prometió a los hijos de Israel, mientras que los árabes dicen que la Tierra de Canaán fue prometida a Ismael, de quien afirman descender. Musulmanes y judíos veneran los mismos lugares sagrados: Al-Aqsa y la Cúpula de la Roca, la Cueva del Patriarca y el Monte del Templo, circunstancia que convierte a Jerusalén en el epicentro de la conflagración. Ni los palestinos ni la elite política primigenia de Israel eran célebres por su religiosidad, pero en una época de nacionalismos, su identidad étnica como judíos y árabes ha fortalecido enormemente esta lucha.
La situación también es única en cuanto que se trata de la imposición de un Estado colonial de asentamiento sobre un pueblo indígena por parte de otro pueblo que huye de un genocidio. Las premisas liberales podrían sugerir que la aterradora experiencia de la Shoah haría a los judíos israelíes más sensibles al sufrimiento ajeno. Por el contrario, muchos parecen creer que para sobrevivir como pueblo estos deben utilizar al máximo todo poder coercitivo puesto a su alcance. Dado que los judíos israelíes tienen el poder militar y político para apoderarse de las tierras árabes, la mayoría de ellos cree que tienen derecho a hacerlo en nombre de la supervivencia étnica. Su ambición se ve robustecida por el acceso al capital internacional, que les ha permitido construir un Estado moderno, un ejército dotado de alta tecnología y una economía próspera. Mientras tanto, los palestinos son predominantemente pobres, dependen de los israelíes para la prestación de servicios esenciales en sus dos enclaves, se hallan abandonados por las potencias extranjeras y están sometidos a una continua operación de limpieza étnica por parte de Israel. Este es el contexto en el que Hamás afirma que la lucha armada puede aportar satisfacción, aunque no logros reales. La respuesta israelí es el terrorismo de Estado, implementado al hilo de una disparidad de uno a veinte en el número de víctimas mortales, que desde el 7 de octubre se ha multiplicado por más de cien, lo cual arroja la cifra de 34.000 palestinos muertos frente a menos de 2000 israelíes. Gracias a la capacidad de los judíos estadounidenses partidarios de Israel para organizar la derrota de los políticos críticos con este país, el declive del antisemitismo en Estados Unidos y el creciente sentimiento prosionista imperante entre los evangélicos, Israel ha sido durante mucho tiempo el aliado más favorecido por la potencia estadounidense, habiendo sido recompensado con un patrocinio económico y militar masivo. De todos los fracasos de la política estadounidense en Oriente Próximo, éste es el único caso en el que Estados Unidos tenía poder para presionar a ambas partes. En lugar de ello ha optado por respaldar firmemente a Israel. La paz y la implementación de un verdadero acuerdo han sido durante mucho tiempo poco más que un atisbo en el lejano horizonte. Ahora, para ambas partes, incluso ese vislumbramiento se ha extinguido[10].
Tiburones contra pececillos
Desde el mundo antiguo hasta nuestros días, el inicio de una guerra de gran envergadura ha concluido con más frecuencia en fracaso que en éxito, además de provocar una devastación masiva. Hay excepciones: algunas guerras fueron racionales en el sentido de que se iniciaron con ánimo de lucro y lograron ese fin. Se trataba principalmente de guerras de conquista imperial contra adversarios mucho más débiles —«tiburo- nes contra pececillos»— o de razias de bajo coste. Las guerras defensivas con buenas posibilidades de éxito también pueden considerarse racionales. En todas ellas, el beneficio es de suma cero: para que unos ganen, otros deben perder. La guerra aportó beneficios a los conquistadores, pero masacres y despojo a los vencidos. La conquista dio lugar a las formas sociales que reveladoramente se denominan «imperios» y«civilizaciones»: egipcia, acadia, asiria, romana, helénica, persa, turca, árabe musulmana, mogola, mongola, china, española, británica, azteca, inca, maya, estadounidense, etcétera. Estas civilizaciones crecieron de la mano de la masacre y la subyugación de numerosos pueblos, tribus y ciudades-Estado, al tiempo que afirmaban traer el orden, la libertad, la civilización y, a veces, la verdadera fe. Pero la figura del gran conquistador está ahora obsoleta. El de Putin podría ser el último intento (fallido) de encarnarla. Los Estados, legitimados por el nacionalismo, habitan ahora un orden mundial santificado. Hoy existe una gran civilización global que contiene núcleos imperiales rivales, que explotan sus periferias; la guerra entre estos centros sería irracional, ya que tendría la capacidad de acabar con la totalidad de la civilización humana.
Otras guerras podrían considerarse consecuentemente racionales en el sentido de que podemos constatar retrospectivamente que provocaron beneficios no previstos, como el desarrollo económico. La conquista puede estimular la creatividad mezclando distintas prácticas sociales, como a veces se argumenta en relación con el Imperio mongol. Puede ocasionalmente traer orden social, como los imperialistas han proclamado invariablemente. Ibn Jaldún señaló que en las primeras guerras árabes, los conquistadores se apoderaron de grandes riquezas para sí mismos y sus seguidores, siempre a expensas de los conquistados. El gobierno imperial impulsó el crecimiento económico y la recaudación tributaria durante las dos primeras generaciones, pero luego llegó el declive y el colapso de la dinastía[11]. Hay quien ha reivindicado los beneficios no intencionados de la guerra en la época moderna[12], pero las pruebas son escasas y los beneficios son insignificantes en comparación con la devastación provocada por la misma.
La afirmación contrafáctica de si la civilización podría haber sido mejor servida por la paz puede parecer insoluble, pero en la China de la dinastía Song, la paz favoreció una gran innovación tecnológica, un proceso de protoindustrialización y el desarrollo económico, mientras que las guerras pusieron fin a este crecimiento. Los cronistas de las guerras premodernas las consideraban acontecimientos de suma cero, poniendo de relieve la devastación acarreada en las regiones donde estas se producían. Desde 1945 los datos estadísticos extraídos del sistema de cuentas nacionales muestran que la guerra ha reducido el PIB per cápita, aunque este no mida la destrucción de vidas humanas y capital fijo[13]. En general, en la totalidad de las guerras que he estudiado es mucho mayor el numero de gente que pierde comparado con el que gana. Dada la certeza de que la guerra mata a millones de personas, la mayoría de las guerras parecen inútiles e irracionales tanto en términos de medios como de fines. ¿Por qué, pues, se producen innumerables conflictos bélicos?
2. ¿Quién toma la decisión?
En la mayoría de los análisis realistas de la guerra, los actores son Estados o «unidades», como dicen los teóricos de las relaciones internacionales. Sin embargo, la sociología histórica sugiere que son los seres humanos —los gobernantes y su entorno— quienes toman las decisiones, ya sea en una monarquía, en una oligarquía, en una democracia representativa o en una dictadura. En los casos que he estudiado, las decisiones son tomadas por un pequeño grupo de gobernantes, asesores y algunas figuras poderosas y, en ocasiones, por una sola persona. El caso extremo es la autoridad conferida recientemente a determinados presidentes para lanzar misiles nucleares, que podrían destruir el mundo. No podemos culpar a naciones enteras de las guerras, ni a toda la clase capitalista, aunque existen casos de algunos banqueros coloniales, barones de los medios de comunicación y comerciantes de armas a los que podría responsabilizarse de ello. La mayoría de los capitalistas prefieren hacer negocios en paz, aunque se adaptan rápidamente a explotar los beneficios de la guerra. A contrapelo de la opinión generalizada, las democracias representativas no han sido menos propensas a ir a la guerra, ya sea contra regímenes autoritarios o contra otras democracias, siempre que incluyamos en este cuadro las numerosas guerras coloniales protagonizadas por estas contra las democracias directas de los pueblos indígenas.
Los propios pueblos rara vez son responsables de las guerras, no porque sean virtuosos, sino porque no están muy interesados en ninguno de los dos sentidos de la palabra: sus intereses personales no están en juego y no tienen mucho entusiasmo por los asuntos exteriores. En las democracias parlamentarias, los representantes electos dependen de sus electores para ser reelegidos, razón por la cual reflejan la falta de interés de estos por la política exterior. En el Congreso estadounidense, la mayoría de los representantes y senadores dejan la política exterior en manos de los comités pertinentes. Si los miembros relevantes del comité están de acuerdo con el gobierno, la política exterior se aprueba sin más protocolos a menos que intervengan grupos de interés poderosos o que una grave violación de los derechos humanos provoque una retórica moralizante. Ello explica por qué los votos del Congreso estadounidense a favor de la guerra han presentado un carácter tan sesgado.
La opinión pública desempeña un papel más destacado en las sociedades modernas que en el pasado, pero dada la ignorancia popular al respecto esta es manipulada con frecuencia por líderes políticos, grupos de interés y barones de los medios de comunicación. Cuando la situación geopolítica es realmente tensa, las amenazas extranjeras pueden «nacionalizarse», si se persuade a la opinión pública de que su modo de vida está en peligro. Cuando empieza la guerra, la atmósfera de «concentración en torno a la bandera» suele durar lo suficiente para apoyar a los gobernantes. Los voluntarios se alistan en masa, alentados por la propaganda sobre las atrocidades del enemigo, pero tras los primeros estallidos de entusiasmo, puede ser necesario recurrir a la conscripción, aunque los soldados continúen obedeciendo la orden de luchar bajo la disciplina militar. Los distintos grados de compromiso de las tropas —alto, cuando defienden la patria y en ejércitos muy ideológicos; menor, en la mayoría de las guerras con soldados profesionales o reclutados— deben fortalecerse con ejercicios de instrucción repetitivos, una dura disciplina y un terreno de batalla del que es difícil escapar. Una votación secreta celebrada el día antes de la acción probablemente vería a la mayoría de los soldados votar en contra, excepto quizá en los regimientos de elite.
La democracia está ausente de las decisiones sobre la guerra y la paz. El pueblo sabe poco sobre el enemigo más allá de lo que le dicen sus gobernantes. En el pasado, la gente contemplaba la guerra como una defensa de su señor o de su monarca; la obediencia era su deber, intensificada por el ritual y la coerción. Hoy, mucha gente se identifica con la imagen que los medios de comunicación dan de la nación y de sus enemigos. Al igual que los rusos y los israelíes en estos momentos, los estadounidenses han apoyado una guerra presentada como de autodefensa, librada por el bien contra el mal, como afirman invariablemente los líderes de Rusia e Israel. Es cierto que ha habido sociedades, como las tribus nómadas de Eurasia y Oriente Próximo, cuyos hombres parecían adictos a la guerra, mientras que las mujeres aceptaban esas actitudes como normales. Las decisiones sobre la guerra eran tomadas por el khan o el emir acompañado por su grupo más íntimo, pero el entusiasmo popular era genuino. La ideología patriarcal ha tendido a sofocar las tendencias pacíficas existentes entre los hombres, que temen ser tachados de cobardes. Las mujeres son a menudo cómplices de este ethos, desempeñando un papel importante a la hora de hacer que los hombres soporten los horrores de la batalla.
También es cierto que en un reducido número de sociedades las decisiones cuasi representativas en torno a la guerra han involucrado a grupos de mayores dimensiones que los gobernantes y sus camarillas, aunque rara vez puede afirmarse que sean expresiones de la voluntad popular. En algunas ciudades-Estado griegas las decisiones las tomaban los ciudadanos, que representaban entre el 20 y el 40 por 100 de los varones adultos. En las primeras ciudades-Estado sumerias, como también en Tlaxcala, México, y entre los pueblos nativos americanos el número de quienes participaban en el proceso de toma de decisiones era realmente elevado. Sin embargo, en el caso de Roma, el Senado solía manipular a las asambleas populares para llevarlas a la guerra. El Parlamento inglés solía dejar estos asuntos en manos de los monarcas y sus ministros, excepto durante el mercantilista siglo XVIII, cuando se unieron a ellos banqueros y comerciantes. Los debates sobre política colonial del siglo XIX vaciaban ineluctablemente la Cámara de los Comunes; el interés popular solo despertaba cuando se hacían públicas las atrocidades cometidas contra el pueblo británico, que luego se devolvían multiplicadas por diez. Los gobernantes también llevan a las poblaciones a la guerra con falsos pretextos: las mentiras de Hitler sobre los asesinatos de alemanes en Danzig en 1939, la distorsión de Roosevelt sobre el incidente del uss Greer con un submarino alemán en 1941 y la manipulación de Johnson del episodio del Golfo de Tonkín en Vietnam en 1964 fueron pretextos para iniciar la guerra creídos por la mayoría de los ciudadanos. Bush Jr. y Blair ofrecieron información falsa a una ciudadanía crédula sobre los supuestos vínculos de Sadam Husein con determinados grupos terroristas y sobre su posesión de armas de destrucción masiva. Las mentiras de Putin sobre su guerra en Ucrania son innumerables.
El Congreso estadounidense está investido por la Constitución con el poder de declarar la guerra, pero durante los siglos XX y XXI ha ratificado por lo general decisiones ya tomadas por los respectivos presidentes (la Segunda Guerra Mundial fue una excepción parcial). Cuando Israel invadió Gaza en octubre de 2023, Biden ofreció apoyo sin reservas antes de consultar al Congreso. En 2001, durante el pánico provocado por el ataque terrorista del 11-S, el Congreso aprobó, con un solo voto en contra, la Authorization to Use Military Force Act, que permitía al presidente emprender acciones militares contra «terroristas», o contra quienes los albergaran, sin contar con la aprobación del Congreso. Hasta 2018 esta ley se había utilizado 41 veces para atacar a 19 países distintos. En enero de 2024 Biden redefinió unilateralmente a los hutíes de Yemen como terroristas. Se producen manifestaciones populares a favor de la guerra o la paz, pero estas implican a una pequeña proporción de la población. La guerra se vuelve impopular si sale mal o si exige recurrir a la conscripción, introduce nuevos impuestos o genera nuevo endeudamiento. Puede haber facciones a favor de la guerra o de la paz en la clase gobernante, pueden verificarse operaciones de presión protagonizadas por grupos de interés concretos u organizarse movilizaciones estudiantiles e intelectuales, pero el impacto popular en torno a las decisiones sobre la guerra y la paz se limita a estos hechos, así que el problema de por qué los Estados hacen la guerra muta en la cuestión de por qué los gobernantes la libran.
3. Los motivos de los gobernantes
Dado que los gobernantes hacen la guerra, sus objetivos y personalidades importan. Algunos gobernantes se concentran en la estabilidad, la economía, el bienestar social o la justicia y se oponen a la conscripción y al aumento de los impuestos. Otros se muestran favorables a la guerra por considerarla rentable o heroica y están dispuestos a subir los impuestos e iniciar el reclutamiento. El historial bélico personal es un indicador importante, ya que las victorias consecutivas aumentan el prestigio y la lealtad, haciendo más probables futuras guerras. Los gobernantes pueden ser capaces o incompetentes, tranquilos o impulsivos, suspicaces o confiados, rápidos o lentos a la hora de tomar una postura ofensiva. A este respecto resultan ilustrativas las diferencias existentes entre tres sucesivos emperadores Ming: Yongle, el guerrero; Xuande, el administrador; y Zhentong, el incompetente. Y habla por sí misma la diversidad constatable entre el cruel guerrero Enrique V y el deficiente mental Enrique VI, o el pacífico Chamberlain y el belicoso Churchill, o el microgestor Obama y el errático e ignorante Trump. En América Latina cuatro de sus quince guerras podrían atribuirse a presidentes imprudentes, que iniciaron o provocaron guerras que probablemente perderían. Dado que las diferencias de personalidad son contingentes, los realistas las descartan como «ruido» presente en sus modelos, pero no debemos confundir modelos con explicaciones.
Monarcas, dictadores y presidentes rara vez deciden las políticas seguidas por sí solos. A menudo escuchan las opiniones de la corte, de los consejos o de las asambleas. Sin embargo, los gobernantes se esfuerzan por nombrar asesores afines y los debates efectuados en el marco de la política nacional influyen en su percepción de las realidades exteriores. Las decisiones sobre la guerra y la paz pueden depender de la facción que domine los asuntos domésticos. Los debates sobre el imperialismo japonés acaecidos a principios del siglo XX se resolvieron cuando el equilibrio de poder en Tokio se inclinó hacia la derecha debido a la Gran Depresión, la represión de la clase obrera, el hundimiento de los partidos políticos y el asesinato de los moderados. El emperador y su círculo de influencia se inclinaron hacia un imperialismo agresivo. Bush Jr. llegó al poder por cuestiones puramente domésticas y al ser un perfecto ignorante del mundo exterior permitió que el vicepresidente Cheney efectuara la mayoría de los nombramientos en los puestos de los Departamentos de Exteriores y de Defensa, escogiendo para cubrirlos a partidarios de la guerra.
Los gobernantes también utilizan las guerras para apuntalar su poder político. Algunos marxistas han argumentado que la guerra se utiliza para desviar la lucha de clases, constituyendo el principal ejemplo de ello el periodo conducente a la Primera Guerra Mundial en el que el poder de la clase obrera figuró en los cálculos de los monarcas, que, sin embargo, obtuvieron a cambio de ella la revolución, como habían advertido de antemano los escépticos presentes en sus respectivas cortes. La guerra es proclive a incrementar el conflicto de clase no a reducirlo, especialmente en los casos de derrota. Lo más habitual es que los gobernantes acosados por sus rivales lancen guerras para desviar los conflictos existentes en el seno de la elite o para contrarrestar las acusaciones de debilidad, como demuestran los casos de Taizong o de Enrique V de Inglaterra. Los gobernantes débiles que lanzan guerras suelen ser reacios a dar marcha atrás por miedo a agravar su imagen negativa. Estos «costes de audiencia»[14] fueron muy importantes para los antiguos nobles y emperadores chinos, para los monarcas medievales, para los líderes que se lanzaron a la Primera Guerra Mundial, para el general Galtieri o para Sadam Husein. Los monarcas pueden querer demostrar que son realmente el Hijo del Cielo o que se hallan ungidos por Dios. Putin quiere demostrar que es Pedro el Grande. Los gobernantes que temen a sus propios generales pueden debilitar deliberadamente a sus fuerzas armadas para reducir la amenaza de golpes de Estado. Como resultado de ello, es menos probable que entren en guerra, pero son más vulnerables a los ataques de Estados rivales envalentonados. Por miedo a sus generales, Muhammad II de Persia dividió su enorme ejército en pequeños destacamentos y los estacionó en diferentes ciudades, circunstancia que permitió a Gengis Kan eliminarlos uno tras otro y destruir el imperio del sah. Los emperadores romanos utilizaban guardias pretorianas para protegerse del ejército. Los gobernantes incas intentaron protegerse de un hipotético golpe de Estado reduciendo el poder del ejército, al igual que hicieron varios regímenes de Oriente Próximo: Sadam Husein se autodestruyó de esta forma. Stalin estuvo a punto de hacerlo también tras purgar el cuerpo de oficiales del Ejército Rojo en la década de 1930.
El coste financiero de la guerra ha constituido frecuentemente una restricción racional impuesta sobre los gobernantes, ya que el aumento de la presión fiscal es impopular. Los gobernantes se han mostrado reticentes a obtener recursos adicionales del campesinado por miedo a provocar su rebelión o a causar un daño duradero a la economía, lo cual a su vez reduciría los recursos tributarios y el contingente humano para librar futuras guerras. Los objetivos fáciles o las guerras cortas no eran ruinosas, como tampoco lo eran las guerras respaldadas por el derecho, que causaban pocas bajas. Pero si el beneficio económico fuera el único motivo de los gobernantes, habría habido muchas menos guerras, porque muy pocas han sido rentables.
Emociones e ideologías
Los historiadores han señalado «la codicia y la gloria» como los principales motivos para librar la guerra. Los politólogos sugieren un par que se solapa: «la codicia y el agravio». Quienes iniciaban guerras agresivas solían prometer beneficios económicos a sus soldados y a sus súbditos; pero la adquisición de más territorio, tributos o clientes sumisos también proporcionaba a los gobernantes la gratificación del honor y el prestigio para sus Estados y para sí mismos, que ellos consideraban una misma cosa: al fin y al cabo eran «hombres de Estado». La gloria constituía el mayor logro, porque se consideraba eterna, mientras que el beneficio económico era solo un asunto del presente. Los motivos del honor y gloria se combinaban en un paquete ideológico-emocional junto con los motivos de la ganancia material. Yo identificaría un tercer motivo: el placer intrínseco de los gobernantes por dominar a los demás, tal y como subrayaba Nietzsche, lo cual puede constatarse en las actitudes de los grandes conquistadores, a menudo compartidas por el regocijo de sus soldados en el saqueo y la violación, así como en las guerras de rapiña. Hoy en día, los líderes estadounidenses se deleitan en que Estados Unidos sea «el líder del mundo libre» o en representar a «la mayor potencia de la tierra». Estos tres motivos —la codicia, el estatus proporcionado por el honor y la gloria y la dominación— se combinan reiteradamente y distorsionan el cálculo racional.
La racionalidad realista exige equilibrar los costes y los beneficios económicos de la guerra con las bajas y la probabilidad de victoria, pero ello no es fácil. Los gobernantes deben evaluar cuatro criterios cuantitativos simultáneamente, pero no existe una única ecuación para hacerlo. El coste en vidas era con frecuencia irrelevante para los gobernantes, ya que pocos arriesgaban las suyas en la batalla. En el siglo XX los gobernantes han sido asesinos de escritorio, que enviaban a jóvenes a morir en lugares lejanos. Pocas campañas se han abandonado, porque los gobernantes temieran grandes pérdidas de vidas. Los reveses en los campos de batalla solían intensificar los llamamientos al «sacrificio», que ellos mismos no hacían. En el pasado muchos gobernantes veían a sus soldados como «escoria» procedente de las clases inferiores incivilizadas. Los soldados modernos se han resistido a ser utilizados como carne de cañón: las tropas francesas que se rebelaron en la Primera Guerra Mundial exigieron que su sacrificio fuera «proporcional». Las tropas afganas huyeron en 2021, cuando su sentido de la proporcionalidad se hizo añicos tras la repentina retirada estadounidense.
El análisis realista soslaya el papel crucial de las emociones y de las ideologías en la decisión de ir a la guerra, ya que ambas sirven para colmar las lagunas de la racionalidad humana allí donde el conocimiento científico se queda corto, permitiendo actuar en medio de la incertidumbre, pues la guerra es siempre un arriesgado disparo en la oscuridad. Emociones como el resentimiento, el odio y la ambición desempeñan un papel importante en la escalada hacia la guerra en entornos más propicios a la fiebre que a la calma, febrilidad que se ve multiplicada por la «anarquía» de las relaciones interestatales. Las disputas pueden intensificarse a través de las provocaciones, la retórica hostil, el ruido de sables, el choque de patrullas, el hundimiento de un barco o el maltrato de ciudadanos en el extranjero, todo lo cual sirve para avivar las emociones. Dar publicidad a las atrocidades del otro bando aumenta las probabilidades de una nueva escalada. Los adversarios son vistos como «terroristas», Estados Unidos como el Gran Satán, Irán como parte del Eje del Mal. Negociar con el mal resulta difícil. Se apela al pragmatismo para lograr la paz, pero la guerra implica una apelación a las emociones que se intensifican una vez iniciados los combates, lo cual dificulta la retirada. La agresividad alimentada por la soberbia moral puede anular la información contradictoria, que podría aconsejar la paz. Cuando ambos bandos son presa de las emociones, sólo queda esperar una arrogancia recíproca que daña recíprocamente a los contendientes.
La evidencia sugiere que la mezcla de exceso de confianza y miedo irracional ha desempeñado un papel importante en el inicio de las guerras modernas. Un análisis de veintiséis guerras libradas en el siglo XX ha revelado que los fallos registrados en la toma de decisiones no se debían principalmente a una información imperfecta o a problemas de compromiso, como dirían los realistas, ni a intereses materiales, como argumentarían los marxistas y los economistas, sino a sentimientos de honor, estatus y venganza[15]. Un estudio sobre el papel de la provocación en la guerra moderna ha mostrado que las grandes potencias habían sido palmariamente derrotadas sin paliativos en dos ocasiones por agresores no provocados, pero que en otras seis ocasiones los agresores fueron provocados por la «belicosidad defensiva producto de la pura fantasía» de la víctima y de la amenaza sobredimensionada por «su propia tendencia a exagerar los peligros a los que se enfrentaban y a responder con una belicosidad contraproducente»[16]. Una investigación anterior, que hacía hincapié en el papel desempeñado por el exceso de confianza en las decisiones bélicas, descubrió que los gobernantes subestimaban a su adversario, así como las posibilidades de que otros acudieran en su ayuda, debido a «una falta de empatía realista con las víctimas o con sus potenciales aliados»[17]. Estos estudios no incluían las guerras coloniales en las que la falta de empatía era aún mayor. Estos estados emocionales —miedo, exceso de confianza, falta de empatía— condicionan la toma de decisiones racionales, como tendremos la oportunidad de constatar en los casos de Rusia e Israel en el momento presente.
Un factor importante en este sentido es el efecto vinculante que las sociedades ejercen sobre sus miembros, como señaló Durkheim. Ibn Jaldún lo denominó asabiyya, solidaridad normativa, que genera una voluntad colectiva de perseguir objetivos ulteriores. Afirmaba que este era el vínculo más fundamental de la sociedad humana y la fuerza motriz básica de la historia, hecho que explicaba el compromiso y la valentía de los soldados en la guerra. Pero la solidaridad normativa tiene un lado oscuro: la falta de empatía y comprensión hacia el enemigo. Para Durkheim, la sociedad nacional es una jaula que encierra a un pueblo en sus estereotipos «del otro». En tiempos de guerra, las tropas cantan mientras marchan a la batalla, seguras de que pronto volverán a casa, incapaces de imaginar que las tropas enemigas están haciendo exactamente lo mismo con el mismo brío en ese momento. Los gobernantes niegan toda justicia a la causa del enemigo y minimizan su rectitud, su moral y su poder de resistencia, lo cual puede perdurar incluso después de la derrota. De nuevo, Putin y Netanyahu son buenos ejemplos. ¿Cómo pueden pensar que sus terribles ofensivas traerán consigo la eventual conformidad con su dominio? De hecho, ¿comprendían realmente los dirigentes de Hamás la furia que las atrocidades del 7 de octubre desatarían desde los cielos? Los gobernantes contemplan los recursos del enemigo con opacidad, guiados por signos externos de debilidad —rumores de desunión o descontento, baja moral de las tropas, supuesta decadencia, todo ello agravado por estereotipos raciales o religiosos o por el desdén provocado por un supuesto líder débil— y así mezclan los errores comprensibles con el autoengaño.
Valores y hechos
El exceso de confianza también es consecuencia de la confusión entre hechos y valores. La teoría de la elección racional se esfuerza por ser científica, por mantener separados los hechos y los valores; «lo que es» gobierna el mundo, no «lo que debería ser», como se enseña a todos los sociólogos. Pero los seres humanos no funcionamos así. Todos mezclamos hechos y valores. En la guerra esto se traduce en la creencia de que nuestra causa es justa y que deberíamos lograr la victoria. La palabra inglesa should tiene un doble significado: la victoria es un deseo moral, pero también un resultado probable. Los términos francés y alemán equivalentes sugieren lo mismo. En la Guerra Civil estadounidense tanto los soldados de la Unión como los de la Confederación creían que la justicia de su causa significaba que debían ganar rápidamente. Al comienzo de la Primera Guerra Mundial, las tropas británicas pensaban que estarían en casa por Navidad, las alemanas antes de que cayeran las hojas del otoño. Los senadores romanos creían que todas sus guerras eran justas, bendecidas por los dioses, que generaban agresiones justas y garantizaban la victoria. Los teóricos confucianos y legalistas chinos debatieron largo y tendido esta idea, concluyendo en su mayoría que un gobernante justo y virtuoso derrotaría a otro injusto y despótico, porque el pueblo ofrecería más apoyo al primero. El derecho hace la fuerza. Si esto es cierto o no es discutible, pero si un bando siente que la razón está especialmente de su lado, su moral puede ser más alta y su rendimiento en el campo de batalla más elevado, como argumentaban los teóricos chinos clásicos e Ibn Jaldún, y como demostró el Frente de Liberación Nacional vietnamita en su lucha contra los estadounidenses. Sin embargo, si ambos bandos se hallan convencidos de su propia virtud, el resultado es un conflicto más mortífero, como sucedió con la Guerra de los Treinta Años, la Segunda Guerra Mundial y ahora con Israel-Palestina.
Las ideologías que demonizan al enemigo también engendran un exceso de confianza. Putin demoniza a los ucranianos como fascistas; los gobiernos estadounidenses demonizaron a los ayatolás, a Sadam y a Gadafi. En consecuencia, Putin creyó que lograría una rápida victoria militar y política; los estadounidenses e israelíes sabían que su poder militar les daría la victoria sobre el terreno, pero se engañaron sobre las consecuencias políticas posteriores. Creían en la justicia global de su causa. Los estadounidenses «deberían» ser bien recibidos por los iraquíes, «deberían» poder establecer democracias; los israelíes «deberían» ser capaces de encontrar seguridad para su Estado. La importancia de la guerra ideológica contra un enemigo «malvado» ha aumentado en los últimos tiempos, contradiciendo la afirmación de Weber sobre la creciente racionalización de la modernidad. Las ideologías modernas han engendrado agresores que quieren transformar o destruir la sociedad de aquellos a quienes atacan. El caso más extremo fue la Alemania hitleriana, puesto que si ganaban los nazis, a los judíos, comunistas y eslavos les esperaba la muerte o la esclavitud. Para estos grupos, la autodefensa suponía un intento desesperadamente racional de sobrevivir.
Los gobernantes también se han sentido tentados a seguir sendas de comportamiento, que se habían demostrado exitosas en el pasado. Las victorias generaban confianza, lo que hacía que la guerra fuera el resultado más probable de una disputa. Roma, los últimos Estados Combatientes chinos, los daimyo japoneses supervivientes y los principales gobernantes de la Europa moderna se acostumbraron a la victoria. Al final, la mayoría recibió su merecido, pero las secuencias de triunfos habían «horneado» la cultura marcial y la centralidad de las instituciones militares. Los gobernantes percibían la guerra, no el comercio, como la ruta hacia la riqueza, el éxito de su carrera, el estatus social y la gloria. La República romana fue un caso extremo de arraigo de la cultura marcial y el militarismo romano fue excepcionalmente longevo. Pero la guerra se ha incorporado paulatinamente a las sociedades sucesivas, hasta desembocar en la Alemania prusiana y el Japón imperial moderno. Marx dijo que la tradición de todas las generaciones muertas pesa como una pesadilla en los cerebros de los vivos; pero para los gobernantes acostumbrados a la victoria, la guerra es a menudo un sueño placentero.
Desplazamientos
Se idearon dos modos de reducir el dolor que la guerra provoca. Uno de ellos consistía en establecer reglas de combate, que mantuvieran baja la tasa de mortalidad de las clases dominantes y de los oficiales. Un ejemplo extremo de ello fueron los rituales de las «guerras de las flores» aztecas, pero también existieron formas más suaves en China durante el periodo de Primavera y Otoño, en Europa en la Edad Media y de nuevo en el siglo posterior a la Paz de Westfalia de 1648. La guerra no había desaparecido pero se hallaba regulada mediante reglas sobre el trato de los prisioneros y de las ciudades capturadas, haciéndola menos costosa al menos para algunos. Las guerras desplazadas eran otro modo de aliviar el dolor. En la antigua China y en Europa los conflictos entre las grandes potencias centrales podían desplazarse parcialmente hacia los pueblos más débiles de la periferia o hacia los aliados menores del enemigo. Los imperios se construyeron mediante la expansión en las periferias: Roma a lo largo del Mediterráneo, los gobernantes de la dinastía Zhou entre la «gente del campo», y Gran Bretaña y Francia a largo y ancho del mundo durante el siglo XVIII, cuando sus tratados de paz otorgaron ganancias territoriales a ambos países a expensas de los nativos colonizados. Luego venía el reparto del botín, como sucedió en el caso de la «rebatiña europea de África» y en la China imperial tardía, donde las principales potencias extranjeras aportaron tropas a una fuerza aliada para reprimir la resistencia china. La Guerra Fría desvió los conflictos entre Estados Unidos y la URSS hacia guerras por delegación, lo cual constituyó una estrategia racional para las superpotencias, aunque no para los Estados y movimientos clientelares que estas instrumentalizaron.
A la inversa, las derrotas repetidas o los empates onerosos redujeron la ambición, socavando el militarismo, lo cual constituye una reacción «realista» retardada, como sucedió en la Roma imperial tras repetidas guerras inconclusas con los partos y los bárbaros del norte. Las terribles guerras civiles de Japón registradas en el siglo XVI produjeron un anhelo generalizado de paz, que las políticas Tokugawa fueron capaces de proporcionar durante los trescientos años siguientes. El pragmatismo realista fue más a menudo un efecto a corto plazo. Cuatro de las peores conflagraciones de Europa —la Guerra de los Treinta Años, las Guerras napoleónicas y las dos Guerras Mundiales— dieron lugar a periodos de paz diplomática, que en los tres primeros casos fue temporal, mientras que en el cuarto se antoja ahora frágil. Es posible que la reciente racha de guerras infructuosas de Estados Unidos no se traduzca en Washington en cautela a largo plazo, ya que los gobernantes estadounidenses han desplazado el riesgo de muerte hacia los soldados, los civiles y los contratistas militares del enemigo, quienes mueren en su totalidad lejos de la mirada pública. Para algunos estadounidenses, la guerra librada en Ucrania constituye la tormenta perfecta, dado que debilita a Rusia gastando vidas ucranianas y dólares estadounidenses, pero no vidas estadounidenses. Trump no está de acuerdo. Él es más mezquino con los dólares.
4. ¿Supervivencia?
Hay otra serie de argumentos realistas a favor de las guerras racionales, que deberíamos tener en cuenta. Los conocidos como realistas defensivos, Waltz por ejemplo, afirman que los Estados otorgan prioridad a la supervivencia y calculan racionalmente los medios para garantizarla. Los realistas agresivos postulan que los Estados calculan el beneficio económico o estratégico de la guerra, comparándolo con su coste en recursos monetarios y de vidas, así como con la probabilidad de la victoria militar; si las probabilidades parecen favorables, irán a la guerra. Los Estados iniciarán, pues, la guerra, cuando se sientan militarmente fuertes y escogerán la defensa o la diplomacia, cuando se sientan débiles. Por mi parte tiendo a contemplar con escepticismo estas proposiciones.
Los propios gobernantes creen que sus decisiones sobre la guerra son racionales e intentan evitar un conflicto que creen que probablemente pueden perder. Pero, podemos plantear una prueba sencilla: quienes inician guerras agresivas, ¿las ganan? Algunos no lo harán, por supuesto, pero ello únicamente puede indicar errores comprensibles. ¿Y si resulta que quienes inician las guerras, las pierden sistemáticamente o libran guerras costosas que no concluyen con un claro vencedor? Disponemos de datos cuantitativos procedentes de cuatro estudios distintos[18]. Sus cifras se sitúan en torno al 50 por 100 de probabilidades de éxito para el agresor y aproximadamente la mitad de estos éxitos correspondieron a casos de tiburones enfrentados a pececillos en los que el resultado era realmente predecible. ¿Sería racional arriesgarse a iniciar una guerra con solo el 50 por 100 de probabilidades de éxito? Clausewitz observó que la guerra era una apuesta, pero no quizá una apuesta razonable.
La premisa del realismo defensivo de que la supervivencia constituye el principal objetivo de los Estados también es difícil de creer, ya que en su inmensa mayoría estos no logran sobrevivir. La excepción, una vez más, es la América Latina poscolonial donde el reequilibrio frente a posibles potencias hegemónicas tuvo éxito en seis guerras y no fracasó en ninguna. Después de la década de 1830, todos los Estados sobrevivieron, pero este patrón no fue el habitual. Tan sólo una de las más de setenta entidades políticas existentes en China tras la dinastía Zhou (1046-256 a. C.) sobrevivió. En el Japón del siglo XVI más de doscientas entidades políticas quedaron reducidas a una sola. Los más de trescientos Estados europeos se redujeron a treinta en el siglo XX. Un número desconocido de Estados y tribus desaparecieron de la América precolombina y de África. Las civilizaciones humanas se han expandido mediante la eliminación de la mayoría de las entidades políticas menores del mundo, ya sea mediante la derrota en la guerra, la sumisión a la amenaza del uso de la fuerza o, más felizmente, el matrimonio y los contratos de herencia. La mayoría de los Estados desaparecieron como consecuencia de la guerra o por la amenaza de ella, aunque este proceso se haya ralentizado en la actualidad.
Comencé preguntándome por qué los gobernantes eligen la guerra para alcanzar sus objetivos en vez de recurrir a fuentes de poder más suaves. Pero elección no es exactamente la palabra adecuada, ya que las decisiones también incorporan constricciones sociales e históricas de las que los actores pueden no ser totalmente conscientes, ya que forman parte de una realidad dada por descontada. Las estructuras sociales son creadas por los seres humanos para después ser institucionalizadas y constreñir a partir de ese momento las acciones posteriores. Las decisiones sobre la guerra y la paz se hallan influenciadas por constricciones heredadas del pasado. Las causas de la guerra son múltiples; los motivos y los medios deben situarse en sus contextos históricos, ecológicos y geopolíticos, al igual que deben serlo los procesos erráticos de escalada. Si sus variadas interacciones subvierten la razón realista, también pueden derrotar cualquier teoría causal simple. Como respuesta a ello, determinados estudiosos realistas de las relaciones internacionales han ampliado la elección racional para incluir todos estos factores ligados a las emociones, las ideologías, la política nacional, etcétera. Pero si estos se consideran racionales, la teoría se vuelve circular y no podemos identificar la irracionalidad en absoluto.
En el centro de las teorías de la guerra tanto realistas como marxistas radica la idea de un poder económico y militar combinado: la obtención de recursos materiales mediante la guerra, lo cual es en ocasiones racional para los vencedores, aunque como hemos visto se trata abrumadoramente de un juego de suma cero: para que unos se beneficien, otros deben sufrir. Pero dado que la codicia, la tríada estatus-honor-gloria y el amor por la dominación son motivos claramente importantes para los gobernantes, no puede decirse que la racionalidad domine las decisiones bélicas. Además, los errores de cálculo se han producido con demasiada frecuencia como para que pueda sostenerse un modelo de elección racional. Las guerras ofensivas que se desarrollan de acuerdo con el plan previsto son sobre todo aquellas en las que «los tiburones atacan a los pececillos» o cuando las guerras entre tiburones se desvían hacia los pececillos, como sucedió en la Guerra Fría. La superioridad militar de los tiburones significa que no necesitan calcular mucho las probabilidades, ya que pueden apostar por la victoria. Y dado que los tiburones escriben la historia, la victoria en la guerra se considera más probable, más rentable, más racional y más gloriosa de lo que realmente lo es.
[Texto publicado originalmente en New Left Review. Es reproducido bajo la licencia Creative Commons 4.0 Internacional—CC BY-NC-ND 4.0.]
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Notas al pie
[1] Véase Michael Mann, The Sources of Social Power, 4 vols., Cambridge, 1986,1993, 2012, 2013. [2] Robert Jervis, «Cooperation under the Security Dilemma», World Politics, vol. 30, núm. 2, enero de 1978. [3] John Mearsheimer, The Tragedy of Great Power Politics, Nueva York, 2001, p. 31. [4] Kenneth Waltz, Theory of International Politics, Reading (ma), 1979. [5] Este ensayo se basa en mi reciente libro, On Wars, New Haven (ct) y Londres, 2023. Al examinar el registro histórico utilizo dos tipos de pruebas: la investigación cuantitativa efectuada por los politólogos sobre las guerras acaecidas desde 1816 y mi propio análisis de las secuencias a largo plazo acarreadas por la guerra durante la República Romana, la China antigua e imperial, Japón desde la época feudal hasta 1945, Europa a lo largo de un milenio, América Latina precolonial y poscolo- nial, y Estados Unidos desde la Guerra Civil hasta el día de hoy. Aquí presento mis conclusiones; las pruebas y las fuentes están en el libro. [6] Véanse las vívidas descripciones de S. L. A. Marshall contenidas en Island Victory: The Battle of Kwajalein Atoll, Nueva York, 1944; Ambush: The Battle of Dau Tieng, Nueva York, 1969, y Bird: The Christmastide Battle, Nueva York, 1969. [7] Evan Luard, War in International Society: A Study in International Sociology, Londres, 1986. [8] Thomas Otte, July Crisis: The World’s Descent into War, Summer 1y14, Cambridge, 2014. [9] Véase M. Mann, On Wars, cit., pp. 465-473. [10] Ibid., pp. 417-420. [11] Ibn Jaldún, Muqaddimah: An Introduction to History [1377], Princeton (nj), 1958 [12] Por ejemplo, Margaret MacMillan, War: How Conflict Shaped Us, Nueva York, 2020 [13] Clifford Thies y Christopher Baum, «The Effect of War on Economic Growth», Cato Journal, invierno de 2020. [14] James Fearon, «Domestic Political Audiences and the Escalation of International Disputes», American Political Science Review, vol. 88, núm. 3, 1994. [15] Richard Lebow, Why Nations Fight, Cambridge, 2010. [16] Stephen Van Evera, Causes of War: Power and the Roots of Conflict, Ithaca (ny), 1999. [17] Ralph White, «Why Aggressors Lose», Political Psychology, vol. 11, núm. 2, 1990. [18] Melvin Small y David Singer, «Patterns in International Warfare, 1816-1965», Annals of the American Academy of Political and Social Science, vol. 391, núm. 1, 1970; Dan Reiter y Allan Stam, Democracies at War, Princeton (nj), 2002; R. Lebow, Why Nations Fight, cit.; R. White, «Why Aggressors Lose», cit.…