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«Mi nombre era Eileen»: un retrato elegante, audaz y retorcido de la perversidad

Julio, 2024

Existe actualmente una tendencia en algunos cineastas a quienes podemos denominar como cultores, o recuperadores, del cine clásico. Justamente a este resurgimiento se suma ahora el director William Oldroyd con Mi nombre era Eileen. Basado en la espléndida novela de la escritora Ottessa Moshfegh, el segundo largometraje del también director teatral inglés es a la vez una diminuta pieza de relojería fina vuelta semithriller y un drama romántico con toque de humor negro, escribe Alberto Lima en esta nueva entrega de ‘La Mirada Invisible’.

Mi nombre era Eileen (Eileen), película de William Oldroyd
coproducida por Estados Unidos-Reino Unido-Corea del Sur,
con Thomasin McKenzie, Shea Whigham, Sam Nivola,
Marin Ireland, Anne Hathaway. (2023, 97 min).

Existe actualmente una tendencia en algunos cineastas a quienes podemos denominar como cultores, o recuperadores, del cine clásico. Piénsese por ejemplo en J. J. Abrams con su Star Wars: El despertar de la fuerza (2015), Damien Chazelle con La La Land, Una historia de amor (2016) y Babylon (2022), Steven Soderbergh en Ni un paso en falso (2021) o Quentin Tarantino con Había una vez en Hollywood (2019). Y en este revival por rehacer cine clásico se adhiere ahora la cinta Mi nombre era Eileen, de William Oldroyd.

Fotogramas de Mi nombre era Eileen (Eileen), una película de William Oldroyd.

En algún lugar de un frío suburbio marítimo situado en Massachusetts, década del sesenta y vísperas de Navidad, la esmirriada y solitaria joven Eileen Dunlop (Thomasin McKenzie) languidece sin remedio mientras trabaja como secretaria milusos en la correccional de menores de Moorehead, en donde se masturba pública y sigilosamente al fantasear ser poseída ahí mismo por uno de los custodios jóvenes del lugar, contempla con melancolía desde una ventana de la oficina al interno Lee Polk (Sam Nivola), soporta los malos tratos de las demás secretarias, en especial de la señora Murray (Siobhan Fallon Hogan), maneja un Dodge destartalado, se masturba dentro de él en tanto fisgonea a las parejas cachondear dentro de sus autos, para luego valerse de la nieve y refrenar con ella la llegada del orgasmo, y convivir secamente —tras comprar un par de botellas como si fuese medicamento— con su padre alcohólico, paranoico y amargado expolicía Jim Dunlop (Shea Whigham), quien en bata y en plena calle amenaza a los vecinos con pistola en mano al acusarlos de luteranos, en la casa algo descuidada donde ambos habitan ante la previa muerte de la madre/esposa, hasta que a causa del retiro del psiquiatra de la correccional, un tal doctor Frye (Peter Von Berg), arribe su sustituta, la despampanante, liberal, graduada en Harvard, rubia platinada Rebecca St. John (Anne Hathaway), que fuma con dejadez seductora cual femme fatale, y de inmediato la estéril vida de Eileen dé un vuelco ante la sofisticación y belleza que representa la recién llegada, quien pronto extraerá a Eileen de su anodino mundo y entre ellas comience una relación a medio camino entre amistosa-cuasi-erótica-platónica que redundará en un acontecimiento terrible a causa del interno Lee y su madre, la señora Polk (Marin Ireland), el cual marcará el destino de Eileen.

Basado en la espléndida novela homónima de la escritora bostoniana Ottessa Moshfegh, publicada en 2015, y adaptada al cine por ella misma en colaboración con su marido Luke Goebel, el segundo largometraje del también director teatral inglés William Oldroyd es una diminuta pieza de relojería fina vuelta semithriller, drama romántico con toque de humor negro de 97 minutos, en el que la consustancialidad femenina está determinada por el entrecruzamiento del avasallante poder de seducción de una (Rebecca), frente al desesperado deseo de otredad de la otra (Eileen). Porque bajo ese clima invernal de época, oscuramente retratado por la fotografía de Ari Wegner, en el que todo sucede muy rápido en cuanto a términos narrativos, pero no así a lo puramente cinematográfico gracias a la reposada y controlada edición de Nick Emerson, emana la brevedad contenida dentro de esa atmósfera tan puritana del Este estadounidense de los sesenta, y en la que se sublima una sutil y siempre sugerida, pero al mismo tiempo desigual, atracción entre dos mujeres que, entre más opuestas, más se atraen —pese a que la situación siempre permanezca descompensada hacia la joven Eileen—, hasta desembocar en un posible crimen que servirá como acto liberador y fuga.

Interesado en explorar la hybris femenina, la ópera prima de Oldroyd, Lady Macbeth (2016), elaboraba una sólida relectura del tema ya tratado previamente por la novela Lady Macbeth de Mtsensk (1865), del escritor ruso Nikolai Leskov, la ópera homónima compuesta por Shostakovich y estrenada en 1934, y también la cinta Obsesión cruel (1962), del director polaco Andrzej Wajda, a partir de la tragedia shakesperiana, mediante una fotografía soberbia que mostraba cuán poderosa resulta ser la voluntad de una mujer una vez desatados los nudos de la pasión y el autodescubrimiento, a través de esa dama rural recluida en las profundidades de la provincia inglesa de finales del siglo XIX. Y en continuo de esa exploración, entonces Eileen vendría siendo una puesta al día de esa misma hybris, que se traslada desde la campiña británica para recalar casi un siglo más tarde en la frialdad de Nueva Inglaterra, ahora con una chica aletargada y gris que halla inesperadamente en las posibilidades del amor platónico y lésbico un aliento de vida para intentar evadirse de una realidad sórdida a costa de lo que sea, que perdura tanto en la correccional como en aquella casa desaseada en donde lidia con los desprecios y majaderías del padre alcohólico.

Vómitos explícitos, flash-forwards de Eileen asesinando al padre como deseo reprimido o disparándose a sí misma como escape, un doctor fumando y diagnosticando tocado con un gorro de Santa Claus, hallazgo de un vello púbico en el jabón creyendo que era de Rebecca cuando en realidad perteneció a quién sabe quién, depilación apresurada y torpe de las piernas como representación simbólica del cambio de la futilidad a la belleza: imposible no semejar el aroma expelido en este segundo filme de Oldroyd con Carol (Haynes, 2015), en cuanto a las proximidades del amor lésbico entre una mujer bella, atractiva y con desparpajo, y una aspirante a…, aunque ambos filmes trascurran cronológicamente en décadas distintas, puesto que la historia de Carol ocurre en los años cincuenta.

Aun cuando el director Oldroyd ignore que los bailes se deben filmar de cuerpo entero y no sólo con planos medios, la película recoge secuencias notables como aquella donde el padre le hace ver a Eileen que ella, en el escenario de la vida, no es una superestrella sino apenas una más del público. Además de una pista sonora de época con apropiadas melodías de Pat Boone, Nancy Wilson, Connie Conway y Art Neville —para aclimatar mejor el romance femenino—, está esa vuelta de tuerca del relato con la revelación de una horrible y monstruosa verdad solapada, tolerada y usada en beneficio propio de la señora Polk, que dará pie a que la protagonista del filme haga una elección de vida, así sea manchándose las manos de sangre como condición.

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