Abril, 2024
Lawrence Durrell tomaba apuntes, sentado sobre una roca, cuando una figura furtiva que se movía sobre los blancos acantilados, a lo lejos, llamó su atención. Se levantó y caminó con dirección al mar. Conforme iba acercándose sintió en la cara una rara brisa que soplaba con furia por instantes para aletargarse al siguiente momento. El aire parecía tamborilear entre los asfódelos y los cardos, estremecidos entre las rocas desnudas y quebradas.
—Asfódelos —dijo Durrell, señalando las flores—. Las flores de los muertos crecen en los prados del inframundo, dónde las almas comunes vagan tras dejar la vida en la tierra. Son la comida favorita de los difuntos.
—Veo que conoce el mito —dijo el hombre, caminando entre las piedras sueltas y tendiéndole la mano—, me llamo Egon Kahr —Durrell estrechó su mano, el hombre llevaba una mochila de cuero a la espalda—, estudio las plantas que crecen entre las rocas. Busco una especie…
—¡Ah, es usted botánico! —exclamó el escritor—. Y yo contándole cuentos antiguos. Mi nombre es Durrell… Lawrence Durrell.
—¡El autor de El cuarteto de Alejandría! Sí, ese libro sobre el hombre en la isla griega y los poemas de Kavafis.
Comenzó a recitar un poema:
Dijiste: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar.[1]
Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta.
Todo esfuerzo mío es una condena escrita;
y está mi corazón —como un cadáver— sepultado.
Mi espíritu hasta cuándo permanecerá en este marasmo.
Donde mis ojos vuelva, donde quiera que mire
oscuras ruinas de mi vida veo aquí,
donde tantos años pasé y destruí y perdí”.
Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares.
La ciudad te seguirá. Vagarás
por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo
y en estas mismas casas encanecerás.
Siempre llegarás a esta ciudad. Para otro lugar —no esperes—
no hay barco para ti, no hay camino.
Así como tu vida la arruinaste aquí
en este rincón pequeño, en toda tierra la destruiste.
Durrell sonrió.
—La historia, el mito, la poesía… ¡El enigma! —dijo el botánico.
—El enigma, sí. Aquí mismo nació Lafcadio Hearn, que fue nombrado así en honor de esta isla, Léucade o Lefkada, y luego se fue a Japón donde escribió historias de fantasmas. ¿Sabe usted que desde estos acantilados saltó Safo, la poetisa, al vacío?
—Sí, sí, lo sé.
—Hay setenta y dos metros desde aquí arriba hasta allá —señaló con el dedo el mar Jónico—. Más arriba, donde vemos ese faro, se levantaba un templo a Apolo. Y se decía que la misma Afrodita había pedido consejo a Apolo sobre cómo calmar su mal de amores. La diosa amaba a Adonis pero él había muerto cornado por un jabalí. Apolo fue muy claro, ella tenía que realizar el Salto de Léucade, así que lo hizo y cayó entre la espuma de las olas, resurgió como si naciera de nuevo, y encontró que, en su interior, su profunda tristeza había sido curada. Los enamorados solían practicar por eso el mismo salto. Todas las mujeres que saltaron murieron pero no así los hombres, de quienes se dice que llegaron a sobrevivir algunos. Los practicantes del salto realizaban un ceremonial previo para ello y confiaban en Apolo para resultar ilesos y consolados por su enamoramiento no correspondido. Es obvio que, si no se sobrevive a la caída, cualquier mal de amor resultará poco.
Los hombres rieron.
—La suerte del pharmacos —opinó Kahr—: una víctima sacrificial cuya utilidad era doble pues la palabra designa tanto a un “remedio” (de ahí el moderno significado, básico en la ciencia de la botánica) como un “veneno” (en el significado primigenio de “chivo expiatorio” que cargaba con todos los males del pueblo y, como entre los hebreos, este era increpado, escupido y vejado). Llegó un momento, en el Istmo de Corinto, en el que el pharmacos regio (que sustituía como víctima al Rey Sagrado) tampoco era sacrificado pero seguía cargando sobre sus endebles hombros los males del pueblo. El pharmacos era arrojado desde los riscos hacia el mar pero abajo le aguardaban marinos que le rescataban en una embarcación. El pharmacos vagaba así, de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, como un mendigo, ganándose la vida miserablemente y como un emblema de mala suerte por haber intercambiado por un tipo de vida indigno una muerte de héroe.
—Ya veo que sabe usted de eso y me alegra mucho, estoy escribiendo un libro sobre las islas… y Pan y las ninfas y Apolo y Afrodita estarán en éste. ¿Ha sentido el aire que sopla de repente, no ha tenido deseos de huir súbitamente, envuelto en pánico?
El botánico miró sobre su hombro y cogió a Durrell del brazo.
—Venga, venga… Déjeme contarle algo que me pasó hace unas semanas.
Fueron hacia unas rocas, casi al borde de la caída. Se sentaron sobre unas amplias piedras planas y Kahr comenzó a contar:
—Estos riscos de blanca tiza son muy extraños. Me encontraba por ahí, deambulando por el Cabo de la Dama, por el lugar del salto, buscando mis plantas entre las rocas cuando sucedió. Tenía mi tienda alejada del borde pero es cerca del borde en dónde he encontrado los ejemplares más desarrollados de la especie, así que, con mucho cuidado, me descolgué sobre la pared de piedra hasta una cornisa en donde localicé una de las plantas, azotada por el viento, y con varios nidos de gaviotas a su alrededor. La cornisa era lo suficientemente ancha para sostenerme pero estaba muy abajo. Intenté descender poco a poco, metiendo los dedos en las grietas y las puntas de los zapatos en los salientes. De repente, como si un barco se hubiera acercado demasiado al acantilado y su chimenea me envolviera con su vapor, una extraña niebla me rodeó.
Durrell miró a Kahr, quien súbitamente se quedara en silencio y que reflejaba el miedo en su rostro. La mirada del botánico se perdió después en el mar brillante y la luz límpida que se revelaba como un velo descorrido.
—Disculpe usted… es que lo recuerdo ahora y siento escalofríos. Debe saber que vi perfectamente cómo la niebla tomaba forma… Ascendía del mar mismo y sus contornos eran humanos. Era como… como… Es posible que el mito de las sirenas tenga su origen en este o en un hecho parecido… Semejaba una mujer o un hombre de larga cabellera. No sólo me envolvía ese vapor, esa niebla lechosa sino que escuchaba claramente a las gaviotas y sentí el roce de sus alas en mi cara y en los brazos. La niebla estaba abrazándome. Entonces, ese humo blanco que parecía más bien liberado de la botella destapada y gigantesca de un genio, puesta en medio del agua, me habló…
—¿Cómo? ¿Que le habló? ¿Cómo es eso?
—Sí… escuché primero una voz… luego muchas voces… ¡Voces distintas! Y recordé la tradición del salto y a los pharmacos y a Safo. Fue como si la niebla contuviera las almas de todas las muertas y las de algunos de los hombres que no habían sobrevivido al salto, esos de los que usted bien me contó.
—¿Y qué hizo entonces?
—Pues… ¡Imagínese! Estaba yo colgando ahí debajo, a punto de caer al mar y probar la suerte de los saltadores y corroborar de una vez por todas si los hombres sobrevivían o no… —Kahr rio a carcajadas, sardónicas, nerviosas y continuó—: Subí como pude. Realmente no recuerdo cómo llegué aquí arriba, empecé a recoger mis utensilios, mi herbario, mis guías de campo, en fin, todo y corrí y levanté la tienda. Me fui. Regresé varios días después.
—¿Y qué explicación le da usted al hecho?
—Debe haber un nexo entre ese fenómeno del que fui testigo y la tradición del salto blanco. Posiblemente la niebla penetra entre los intersticios de la pared de piedra y silba como el vapor en los géiseres y eso provoca un tipo de fenómeno sónico que recuerda voces humanas.
—Es probable —opinó Durrell.
—Debido a la explicación racionalista que le he dado al hecho es que paso mis mejores días en este sitio y sólo de vez en cuando recuerdo el fenómeno y vuelvo a sentir el miedo, el misterio. Pero me convenzo de que es un fenómeno natural para el que aún no hay explicación, pero la habrá. Hay mucho de mágico aquí. Una sensación abismal de pasado y enigmas. En todo caso sobreviví a la llamada y al salto. ¿No lo cree así?
Durrell no supo qué decir y se limitó a sonreír amargamente.
—¡Mire —el botánico señaló una planta, a unos metros de ellos—, es la que busco!
Kahr se arrodilló sobre el suelo, se quitó la mochila de encima, extrajo una pala pequeña y desenterró la planta, sacudió las raíces y la prensó entre periódicos que puso entre dos tablas que apretó mediante un cinturón de cuero que las juntaba como en un sándwich botánico.
—Ahora la llevaré al deshumidificador entre lámparas caloríficas eléctricas y ya tendremos nuestro ejemplar clasificado y listo para el herbario.
Kahr se limpió los dedos sobre el pantalón. Los hombres se miraron y sonrieron. Se estrecharon las manos, se despidieron. Kahr dio unos pasos adelante cuando se volvió de pronto.
—Le daré mi dirección en Atenas, apúntela.
Durrell apuntó la dirección a lápiz en su libreta.
—Visíteme cuando guste —se abrazaron una última vez.
Pasaron tres meses cuando Durrell se presentó en el edificio de apartamentos de Kahr. Subió por una estrecha escalera hasta un piso muy arriba. Mientras subía no pudo ignorar los rincones oscuros bajo los escalones y el pasillo angosto y sofocante que olía a moho. Experimentó una rara sensación de ahogo, como si las paredes hubieran podido cerrarse sobre él. Llegó a la puerta de Kahr y tocó. Nadie respondió. Volvió a tocar. Se quedó mirando la superficie plana de la puerta y tocó por tercera vez. Delante, sobre la pared, se abrió otra puerta. Una mujer se asomó.
—¿A quién busca? —preguntó ella.
—Busco al Doctor Kahr. Le he traído de obsequio un libro.
La mujer salió, echó un vistazo a la portada de la obra que Durrell se sacó de debajo de la axila y que le presentó ante sus ojos, donde pudo leer: Lawrence Durrell. Nunquam. La rebelión de Afrodita, Segunda Parte.
—¿Es usted…? ¡No me diga que usted es Lawrence Durrell! —gritó la mujer.
—Lo soy —dijo el escritor.
—¡Ohhh, es un gusto, un gusto! —la mujer le tendió la mano, toda ella sonrisas—. Pero no se quede ahí, pase a mi apartamento, le invito un café turco.
—Lo siento, yo… he venido a visitar al doctor…
—Señor Durrell, quien lo siente soy yo… —el tono en su voz era sincero y dolido—, el Doctor Kahr murió hace unos días.
—¿Cómo? —Durrell se echó un paso atrás.
—Era un buen hombre, muy amable. Había llegado de Austria. Fue muy raro. Se arrojó por la ventana… Se defenestró.
—¿Que se arrojó por la ventana? —Durrell gritó, el libro casi se le escapó de entre los dedos.
—Sí, se arrojó al vacío. ¿Sabe qué es lo más extraño del caso? Que al caer sobre el pavimento de la calle llevaba bien cogido en la mano derecha el teléfono arrancado de la pared. Como si alguien le hubiera llamado… No se encontró explicación al hecho.
—¡No, no me diga más! —Durrell sacó del bolsillo de su camisa un bolígrafo—. ¿Cómo se llama usted? ¿Es americana, verdad?
—Americana de origen griego, me llamo Sophia Valtinos.
El escritor garabateó un autógrafo en el libro y se lo entregó a la mujer.
—Por favor, acéptelo, este libro tiene que quedarse aquí.
Ella se deshizo en elogios y agradecimientos. Durrell escapó, escalera abajo, hasta la calle, donde se detuvo bajo la clarísima luz griega de un sol apolíneo, con la espalda contra la pared. Apenas un ave pasó rauda sobre el cielo, sombreando como un rayo negro la ausencia de nubes. Durrell respiró profundamente, luego echó a andar mientras pensaba:
No se encontró explicación al hecho. ¿Acaso debe haberla? En Grecia, las historias como ésta flotan en el aire preñadas de un significado que nunca se aclara. Parecen legendarias, intactas, completas, carentes de sentido… como el eco.[2]
[1] Konstantinos Kavafis: La ciudad. [2] Cita del libro de Lawrence Durrell, Las islas griegas.