Marzo, 2024
Es cineasta y ahora también escritor: el español Luis López Carrasco ha hecho su debut literario con El desierto blanco, una distopía generacional que nos enfrenta a algunos de los males de nuestro tiempo —crisis económicas, la precariedad laboral o la soledad dentro de un mundo tecnológico. Se trata de una novela futurista que se pregunta también por el papel de la imaginación en nuestras vidas. Con este libro, el escritor y director de cine ganó además la reciente edición del Premio Herralde de Novela 2023. En esta entrevista con Ignacio Pato, Luis es claro: ¿qué lugar ocupa la imaginación en la actualidad? ¿Es posible fabular? ¿Es posible hacerlo cuando no queda nada, aparentemente?
A veces es bueno salirse de uno mismo para verse desde fuera y conseguir conocerse mejor. Para ello, contrariamente a lo que ocurre con el propósito de refugio de la nostalgia, más que transportarse al pasado funciona mejor hacerlo hacia el futuro. Eso ha hecho el español Luis López Carrasco (1981) en El desierto blanco (Anagrama). La novela, ganadora del último Premio Herralde, propone una reconstrucción del primer cuarto de nuestro siglo, poniendo el foco en la generación a la que le coincidió el momento de meter la cabeza en el mundo laboral, adulto, con la crisis financiera de hace 15 años.
Una entrevista de trabajo, un accidente aéreo, una relación de pareja, una nochevieja con amigos o un intercambio de correos le sirven a López Carrasco —ganador del Goya a mejor documental en 2021 con El año del descubrimiento— para poner al lector ante un espejo. En el reflejo aparece cierta sed de imaginación que conocemos bien en un presente que sobreproduce y ficciona realidades mientras queda inconcluso el gran true crime del siglo XXI: ¿quién mató al misterio?
—Aunque no es su primera publicación, puede que mucha gente no supiera que, además de hacer cine, también escribe. Ahora tiene en las librerías una novela ganadora del premio Herralde que concede la editorial Anagrama.
—Llevaba 10 años sin poder empezar ningún libro y pude tener unos meses para escribir, en la pandemia, aunque ya me había organizado antes de ella para hacerlo ese año. Lo presenté al Herralde y eso sí que ha sido alucinante. Trabajé de librero hace años y este premio siempre lo tuve en mente como orientación de lectura. Estoy muy contento y a la vez templado y centrado con mi trabajo, porque mantener una nómina es importante después de haber estado 10 años en la precariedad. Lo que ha pasado es maravilloso y a la vez cada día sabes que tienes un alumnado que atender. Ser profesor en la universidad me permite meterme en los proyectos que me apetecen, que es algo rarísimo. Tiene sus costes, claro.
—¿Siente que no vivir de crear le da libertad creativa?
—Sí. Eso lo entendí nada más entrar a currar con 20 años en una productora; como entres mucho en la industria audiovisual y te vaya bien, no puedes formarte ni como espectador ni desarrollar proyectos propios. Intenté trabajar de guionista muchos años y no salió, pero sí la enseñanza.
—La capacidad de imaginar, de provocar nuevas realidades, tiene peso en la novela. Si estuviéramos en una isla desierta, ¿la recorreríamos por completo antes de sentarnos a seguir viendo la serie que tuviéramos a medias? En El desierto blanco se lee esta frase: “La conectividad incapacita cualquier suspense”.
—Parecería que el mundo está explorado, terminado, agotado. En el capítulo del accidente aéreo la posibilidad de la incertidumbre es prácticamente inaceptable. Un poco por la realidad tecnológica que vivimos, pero también por las subjetividades que ha producido. La protagonista se encuentra fuera de su lugar y rápidamente intenta no dejar ningún espacio de duda. Esa percepción de que el mundo es el que es y que marca nuestra época, me lleva también en la novela a ese guionista al que le piden hacer películas catastróficas. Me hace preguntarme qué dice de nuestra sociedad el hecho de que estemos rodeados de contenidos distópicos. ¿Qué lugar ocupa la imaginación en la actualidad? ¿Es posible fabular? ¿Es posible hacerlo cuando no queda nada, aparentemente? Al libro lo cruzan esas preguntas. Para mí son cuestiones políticas, porque tratan acerca de lo que nos capacita o no para imaginar mundos alternativos. Que pensemos que la utopía es algo naíf nos dice mucho sobre la derechización neoliberal en la que vivimos.
—La novela comienza en 2011. ¿El año en que se intentaron impugnar por última vez los límites de lo posible?
—En el 15M hubo un momento de apertura, de riesgo. Para mí, lo más importante de aquello fue romper la época, darnos cuenta de que el mundo no estaba acabado. Volvió la narratividad. La gente volvió a contar qué le pasaba. Me da la sensación de que ahora estamos en un momento de cierre, de vuelta a lo pragmático. Ante la incapacidad de la realidad para ofrecer respuestas satisfactorias a nuestro sufrimiento, muchas personas se refugian en lo irracional, en lo anticientífico. Esa reconexión con la emocionalidad nos dice hasta qué punto necesitamos salirnos de una realidad frustrante.
—Se habla mucho, ya desde la Transición, y casi cada 15 años, de desencanto. Quizá nos fijamos más en el aspecto melancólico del concepto que en todo lo que nos está diciendo que nos falta: un cierto hechizo del mundo.
—En el último capítulo hay un poco de lucha entre el pasado y el futuro que apunta a que, ojo, volver a reencantar el mundo te puede llevar a buscar en esa nostalgia un paraíso infantil idealizado. Estoy muy atento a que todo lo que hago no produzca nostalgia. Incluso desde el ámbito progresista parece que a veces se quieren recuperar recetas reindustrializadoras y nacionalfamiliares del pasado, de un mundo que no va a volver. En la novela se intenta reflexionar acerca de hasta qué punto esas recetas pueden ser un callejón sin salida.
—Pero la nostalgia está ahí. Existe. ¿Qué hacemos con ella?
—¡Yo ya era nostálgico a los 10 años! Intento colocarla en un lugar donde no me coma. Te puede llevar a encerrarte en lugares cómodos donde nada te perturbe. En última instancia eso es bastante desmovilizador. Creo que la memoria histórica, por definición, no es nostálgica. La nostalgia tiene un punto idealizador y se relaciona con un pasado clausurado. Es como un monumento que puedes visitar, como una anécdota para las sobremesas familiares. Y hay una industria de la nostalgia que no tiene demasiada capacidad crítica. Por ejemplo, creo que hemos estado sometidos a una elevación de los años ochenta. Ahora trabajo analizando la serie Vivir cada día [programa de documentales emitido en TVE entre 1978 y 1988], y es cierto que me mueve una cierta voluntad íntima de encontrar imágenes que hablen de sensaciones de la infancia que no he vuelto a encontrar, pero sobre todo la posibilidad de ver que había muchas narrativas posibles de esa época. Mucha gente hacía cosas que no eran las oficiosas de clase media. La voluntad final es intentar, a través de esos archivos, reabrir la época y tener herramientas para entender de dónde viene nuestro presente.
“En el libro hay otra pregunta: quién se puede permitir ser melancólico. Uno de los personajes dice que hace falta ocio para regodearse en ella. O tener un pasado bello. Con El año del descubrimiento me di cuenta de que la Cartagena de los ochenta difícilmente podía producir nostalgia para personas que habían vivido la desesperación laboral y social. La nostalgia está atravesada por la clase, el género y la raza”.
—También podemos preguntarnos cuánto hay de privilegio en afirmar que no hay futuro. En defender ese lema ante una persona cuyo horizonte tiene ya mucho en contra.
—Hemos estado muy rodeados de ficciones burguesas atravesadas por un cinismo y una misantropía que se vendían como lúcidas. Esa es una batalla ideológica. Desde una comedia madrileña en la que todos los personajes son unos egoístas a una novela de Bret Easton Ellis o de Chuck Palahniuk. Mi compañero en el colectivo Los Hijos, Javier Fernández, siempre habla de ese cine de los listos de la clase. Son esos que tienen un capital cultural enorme y pueden permitir reírse de los deseos y esperanzas de los demás. Eso se convirtió durante 25 o 30 años en narrativa hegemónica.
—En un momento de El desierto blanco, se habla de la migración española a Berlín durante la primera década de este siglo. El trasfondo que se evoca es el de una juventud necesitando nuevas energías.
—El libro recoge historias que he visto a mi alrededor, pero sí que viví en Berlín con una beca de la Consejería de Cultura de Murcia y he tenido amigos allí a los que he ido a visitar durante años. Fue un fenómeno que atravesó a mucha gente y me llamó la atención por qué gente joven considera que su vida se ha acabado y necesita ir a otro país a renovarla. También nos puede hablar de las malas condiciones que teníamos aquí, porque el fenómeno de Berlín es anterior a la crisis. Gente que iba con voluntad de encontrar un entusiasmo que, por el motivo que sea y eso habría que analizarlo bien, España ya no le podía suministrar. En el libro, lo de Berlín sí está contado con retranca porque me encontré personas que se habían quedado atascadas y se definían a sí mismas como fantasmas.
—Había fantasmas en El año del descubrimiento y en cierta manera se mencionan también en el libro.
—En la novela hay una digresión acerca de qué son los fantasmas. Hay una potencia en la memoria de las casas en las que hemos vivido que te puede atrapar. Me pregunto si lo fantasmal nos conecta con cosas invisibles que nos rodean que no somos capaces de percibir en el momento, sino de manera retrospectiva. Eso conecta con el reordenamiento de los grupos de poder comunicativo a través de la TDT, en la novela, pero también estaría relacionado con fuerzas reaccionarias que crecen a nuestro alrededor y no somos capaces de ver.
—¿Qué papel cumple la cultura en un mundo que parece derrumbarse por momentos?
—Es la gran pregunta. Y tiene todo tipo de charcos y trampas. En ocasiones, uno puede percibir que determinadas posiciones políticas que se manifiestan a través de contenidos culturales sólo responden a una autosatisfacción del autor que se queda tranquilo porque ya ha lanzado ese contenido. En determinados nichos, se percibe una élite conformista a la que tampoco le importa mucho si luego eso tiene una utilidad. Por otro lado, es verdad que el potencial transformador de la cultura está condicionado por los canales de distribución. A mí me han acusado de hacer cine experimental que en ningún caso iba a ser movilizador. Eso es clasista. Lo ideal sería que la cultura circulara en espacios para los que no está originalmente pensada. Ojalá más personas produjeran cultura, ojalá más hablasen de sus recuerdos, condiciones de vida o vivencias. Las crisis estrechan quién llega a los medios de producción cultural. Por eso las políticas culturales son útiles, necesarias y tienen que velar por la pluralidad. Me preocupa que nuestra democracia haya estado pensando que teníamos una cultura heterogénea que en realidad era homogénea y respondía a un sentido común de época muy relacionado con una clase dominante que nos decía que la sociedad y la democracia eran aquello que aparecía en sus productos culturales.
—Además de la cara B del año 92 en El año del descubrimiento, recreó la victoria del PSOE en 1982 en la película El futuro. No sé si hay algo acerca de un futuro trabajo que conforme una especie de trilogía histórica. Tengo entendido que le interesa el movimiento por la insumisión.
—Para El año del descubrimiento, el guionista Raúl Liarte y yo, movidos por ese interés en los movimientos antimilitaristas y porque nos interesaba conectar genealogías de disidencias, hicimos una entrevista muy larga a Antonio García Quesada, primer insumiso con condena civil. No cabía en la película, porque había que haberla puesto entera. Hacer un spin-off habría sido genial, pero ese es un proyecto que debería liderar Raúl. Ahora mismo no me da la vida para más proyectos cinematográficos y me gustaría seguir dándole forma a una memoria social de los siglos XX y XXI, pero quizá sea más a través de la literatura.