Febrero, 2024
El sello Los Libros del Sargento ha puesto en circulación Letras de Pachuca, una antología inspirada en los rincones, calles y cantinas de esta ciudad mexicana. Publicado con el apoyo del Instituto Municipal para la Cultura de Pachuca, el libro reúne una serie de texto —entre poemas, ensayos, cuentos, incluso una pieza de teatro— sobre lo que representa la también llamada Bella Airosa; en él participan 41 autores y más de 15 artistas visuales —entre fotógrafos y artistas plásticos— nacidos o afincado en esta ciudad. El periodista y crítico teatral Fernando de Ita ha redactado las siguiente líneas, las cuales serán leídas en la presentación del volumen este 1 de marzo, a partir de las 18:00 horas, en el Rocket Cowork (en Pachuca, México).
Aunque la ciudad de Pachuca está sólo a 55 kilómetros de los Llanos de Apan, en la primera mitad del siglo XX se hacían entre cuatro y seis horas de viaje por el mal estado de los caminos y debido a que eran muy pocos los vehículos de gasolina que igual se atoraban en los lodazales, pero eran más rápidos que los caballos o las volantas —que eran las peseras del siglo XIX. De hecho, conocí primero Madrid que Pachuca de manera que salvo los pachuqueños que no conocen Madrid, el resto comprenderá que cuando llegué por primera vez a la capital de Hidalgo no quedé gratamente impresionado, a pesar de que el arquitecto Guillermo Rossell de la Lama ya había comenzado la modernización de la ciudad en la zona centro, tirando aquella parte de la capital que manchó de rojo a varias generaciones de jóvenes que se iban de putas los fines de semana.
Como en Apan había ya un congal muy simpático, no fueron las suripantas sino la cultura y el periodismo los que me llevaron primero a trabajar y luego a vivir en la Bella Airosa. Era el año de 1987 y ya era notorio que Adolfo Lugo Verduzco pasaría su sexenio como gobernador lamentando no haber sido elegido presidente de la República, y su mujer, Alejandra Mora, sería la ejecutora de las políticas públicas de su mandato. Alejandra fue la impulsora de la actividad cultural tanto en la parte formativa como en la construcción del Teatro Hidalgo Bartolomé de Medina y la adaptación del Teatro Guillermo Romo de Vivar, la trinchera escénica de muchas generaciones de cómicos hidalguenses y entenados del teatro que, sin haber nacido ahí, ya son más hidalguenses que el pulque.
Con Alejandra hice un Congreso Nacional de Teatro, que fue el antecedente del Programa Nacional de Apoyo al Teatro, el cual cambió la geografía de esta actividad, porque organizamos al país por regiones haciendo primero Muestras Estatales y Regionales, y cuyos ganadores iban después a la Muestra Nacional de Teatro. Aunque fue otra mujer quien me trajo a vivir a Pachuca en 2001. Ese año se iniciaba en Hidalgo el Teatro Escolar financiado por el INBA y Lourdes Parga, entonces directora del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo, me invitó a escribir y dirigir la primera obra de aquel ciclo tan benéfico para los estudiantes de primaria, secundaria y preparatoria que asistían por primera vez al teatro. Yo vivía en San Andrés Cholula, viajando desde ahí por todo el país haciendo teatro, y como me daban carta blanca para montar la obra, me trasladé gustoso a los Llanos de Apan —que para entonces estaban a sólo 40 minutos de Pachuca—, y, me queda el honor de que mi adaptación charra de El avaro, de Molière, con escenografía de Alejandro Luna y vestuario de María y Tolita Figueroa, siga siendo la obra del estado de Hidalgo con más representaciones en la entidad y en el país.
En 2011, al cumplirse una década del Teatro Escolar, Lourdes Parga me invitó de nueva cuenta a escribir y dirigir la pieza que celebraría dicha perseverancia y montamos La barca: parábola sobre el fin del mundo, uno de los trabajos más redondos y bien logrados dramática y escénicamente de mi atropellada carrera como autor y director de escena. Entonces comenzó mi historia con la ciudad.
Lo primero que me gustó de Pachuca fue que llegabas a cualquier parte en 5, 10 o 15 minutos. En 2011, el río que atravesó algún día la ciudad ya era una avenida que conectaba norte-centro y sur de la capital. Vivíamos en la Colonia Canutillo, entre el obelisco y la rotonda del Seguro Social y el campus de la UAEH. Era una zona de maestros universitarios, como mi casero que era profesor de la Universidad y un espléndido ser humano. Canutillo estaba justo frente a la 11 de Julio, una connotada colonia de malandros que respetaban a sus vecinos hasta cierto punto, porque mi hijo que entonces tenía 14 años y mi nieto que cumplía 11 agostos recuerdan que iban a jugar futbol con los de enfrente a sabiendas de que si ganaban les robaban los tenis.
—Pero nunca perdimos —acota mi hijo ahora que le pregunto detalles de esos días—, porque Cristofer —el nieto— era muy competitivo.
Gracias a mi hijo y a mi nieto conocí despeñaderos y cascadas insospechadas camino a Real del Monte, no porque fuera con ellos sino porque años más tarde nos mostraron las grabaciones de sus aventuras adolescentes que en aquel momento nos habrían infartado a su madre —la del hijo—, y a mí. Lo mío eran las cantinas, los teatros y los viajes. Sobre todo, cuando a dos años de nuestra llegada me convertí en abuelo soltero porque mi mujer y mi hijo se fueron a Ensenada. Entonces Cristofer hizo de las suyas. Aprendió a manejar sacando mi auto sin permiso en mis repetidas ausencias, y supo cómo hacer fiestas para 100 amigos en una casa estándar de clase media sin que los vecinos se quejaran conmigo y sin que yo lo notara (porque el nieto sobornaba a las dos mujeres jóvenes que en ese tiempo hacían el aseo, y la casa quedaba limpia, sin un solo vaso de plástico en la casa y ningún condón en el patio).
Y fue feliz el canalla por tener un abuelo tan pendejo —a pesar de su agitada vida amatoria—, porque lo dejaba solo con su linda novia de la preparatoria para que estudiaran en su cuarto. ¡Pensando que de verdad estaban estudiando!
Mi hijo me dijo alguna vez: “Papá, tú no viviste en Pachuca, viviste en una casa que estaba en Pachuca”. Y a esa casa regresó él a los 19 años para debutar como cantautor en Real del Monte, gracias al apoyo de Alberto Susano y Ximena González. Se fue a Xalapa a estudiar jazz y regresó a esa casa para hacer de un palo viejo un bajo, sin las herramientas de un luthier, pero con la voluntad de un músico que hoy tiene millón y medio de seguidores. En efecto, no salí mucho de mi casa pachuqueña pero ahí sucedieron cosas extraordinarias que apenas hoy valoro como tal. Primero, sobrevivirme a mí mismo, a mis excesos, a mi atragantamiento existencial. Aquí cabe el recuerdo de una noche en la que Mauricio Jiménez y el de la voz se tomaron cada uno una botella de algo con 38 grados de alcohol, para que yo terminara llorando con la mayor alegría del mundo mientras Mauricio entonaba un canto de los indios hopi sobre la finitud de la vida.
A Mauricio le debo conocer una cantina en avenida Revolución en la que comenzábamos a tomar a las 3 de la tarde, yo me iba a mi casa cuando cerraban el local y regresaba por él a las 9 de la mañana para curarnos la enfermedad. Pero hete ahí que, en ese lapso, el de la tomadera, descubríamos la mentira que oculta toda verdad y a la inversa; es decir, pensábamos con una claridad pasmosa en la esencia del hombre y de las cosas. Otro asunto es que aquel descubrimiento se borrara luego con la borrachera. Lo importante es que habíamos conocido, por un lapso, el sinsentido de la vida, porque algo que inevitablemente termina en la muerte sólo puede llamarse fatalidad.
Otra alegría pachuqueña fue conocer y trabajar con Nydia Ramos y Darío Pantaleón. Ellos fueron parte de mi familia real y por ellos conocí a su grupo de amigos argentinos y esa manía que tienen los de ese patronímico por estar en desacuerdo con todo y seguir siendo amigos. Con la partida de mi nieto a la UDLA de Puebla, la casa pachuqueña fue demasiada casa para un hombre solo que se refugió en Tepeapulco a escribir sus memorias culturales, y desde ahí participó en la resistencia activa de los camaradas pachuqueños que denunciaron las trapacerías del engendro burocrático que Omar Fayad puso al frente de la Secretaría de Cultura del Estado. A pesar de todas las evidencias en su contra, el gobernador se emperró en sostener a su secretario, quien finalmente cayó por su propio peso.
De lejos y de cerca fui testigo de la trasformación de la ciudad que comenzó su vida histórica en 1869. Entre 1970 y la fecha que corre Pachuca se transformó de pueblo en metrópoli, con las ventajas y desventajas que eso conlleva. Ya no se llega a todas partes en 10 minutos y la cercanía con la ciudad y el estado de México ponen en riesgo la seguridad pública. Como en todo el país, ha florecido la violencia, aunque la ciudad Del Reloj sigue estando entre las menos convulsionadas de la nación.
Pachuca me dio algunos de los momentos más plenos de mi vida, aquellos en los que el trabajo de grupo, que es el teatro, iluminaban el escenario con el fervor del público. En el Romo de Vivar supe que hay instantes inolvidables que te acompañan toda la vida. Instantes en los que tiene sentido tu existencia porque fuiste capaz de juntar las voluntades necesarias para editar la vida, para dejar en una acción, en una imagen, en una frase, la síntesis de estar vivo. Con eso basta. (*)
*Anuar Jotar haciendo tronar los cuetes inexistentes de una feria ficticia, en El avaro.