Censurar canciones
Febrero, 2024
Las canciones pueden agitar la memoria y despertar los afectos. También, la música puede afianzar o reforzar los vínculos sociales existentes. Sin embargo, al respecto de la censura de las canciones, hay mucho que discutir, nos dice Juan Soto en esta nueva entrega de su ‘Modus Vivendi’. Porque lo importante no es tanto la música, sino lo que la gente hace con ella. Es decir, los usos sociales de la música son lo que nos competen. Censurarla, argumentando en favor de la preservación de la sensibilidad colectiva o en favor de la inhibición de determinados comportamientos, es, simplemente, una reverenda sandez.
De rumor a información corroborada, tras los atentados terroristas del 11 de septiembre en Nueva York, se supo que el gigante de medios Clear Channel Communications (conocido desde 2014 como iHeartMedia), propietario de unas 1200 estaciones de radio en 2001, circuló un memorándum entre sus ejecutivos a través de correo electrónico, con una lista de alrededor de 165 canciones cuyas letras consideró ‘cuestionables’ para formar parte de la programación en el marco de la situación que se estaba viviendo en aquella ciudad, y en todo el país en general. Los criterios de selección para diseñar dicha lista, obviamente, no fueron revelados. Más allá de que la escucha de esos 165 temas podía herir la sensibilidad de la audiencia, no hubo demasiada información ni argumento de por medio sobre cómo se confeccionó. Es común que este interesante episodio de la historia se recuerde cada 11 de septiembre, particularmente, en las estaciones de radio. En esta lista negra no sólo figuró la celebérrima canción interpretada por Frank Sinatra, “Theme from New York New York”, sino todas las canciones del catálogo de la gran y controversial agrupación Rage Against the Machine. En esta lista no podían faltar algunos temas de la banda británico-australiana AC/DC, como “Safe in New York”. Nadie se sorprendería de encontrar en esa lista de canciones prohibidas “Stairway to heaven” de Led Zeppelin, “The end” de The Doors, “Break stuff” de Limp Bizkit, “Fly away” de Lenny Kravitz, “Seek and destroy” o “Enter sandman” de Metallica, “Sweating bullets” de Megadeth, “Suicide solution” de Ozzy Osborne, “Head like a hole” de Nine Inch Nails, “Another one bites the dust” de Queen, “Aeroplane” de Red Hot Chili Peppers, “Ruby Tuesday” de Rolling Stones, “Left behind” de Slipknot, “Dead and bloated” de Stone Temple Pilots, “Burning down the house” de Talking Heads, “Sunday bloody Sunday” de U2 o “Sabotage” de Beastie Boys. La lista es larga y extraña al mismo tiempo. En ella aparece la ridícula canción de “Walk like an egyptian” de Bangles o las inentendibles y melosas canciones de The Beatles, “Ob-la-di, Ob-la-da” y “Lucy in the sky with diamonds”. No debe dejar de mencionarse que la ridícula canción que se convirtió en una especie de himno hippie, “Imagine” de John Lennon, está por ahí, junto con “Dust in the wind” de Kansas. Sorprende que la bellísima canción de Louis Armstrong, “What a wonderful world”, también haya sido incorporada a este conjunto de canciones con ‘letras cuestionables’. La lista es fácil de localizar realizando una búsqueda simple en Google. En caso de que no conozca dicha lista puede resultarle entretenido revisarla. Puede pasar unas buenas tardes deleitándose y escuchando cada una de esas composiciones. Incluso puede armar una playlist e irlas escuchando mientras hace ejercicio, trapea, corre, lava los trastes, se desplaza de su casa al trabajo o tiene sexo. Si es el caso, puede hacer una fiesta temática, de esas que les gustan a los aniñados hípsters, y programar todas esas canciones. Haga lo que haga, se divertirá.
Lo importante no es tanto la música, sino lo que la gente hace con ella
¿En qué habrían estado pensando esta suerte de censores musicales en el momento de tomar la decisión de diseñar aquella lista? ¿Cuáles habrán sido sus criterios morales de selección para incluir tan variados temas que van de lo pop a lo estridente, y de lo ridículamente meloso a lo explosivo y provocador? Es muy probable que nunca lo sepamos. Pero podemos hipotetizar que estos magnates de la industria de la radio, autoasumidos como guardianes de la sensibilidad colectiva de aquel país en la coyuntura de los atentados, en algo no se equivocaban, aunque su idea fuese muy de sentido común. Y esa idea tiene que ver con el hecho de que las canciones pueden agitar la memoria y despertar los afectos. Idea que hasta el psicólogo social menos letrado puede repetir, sin haberla entendido, en cualquier salón de clases o en algún medio a micrófono abierto sin recato. Sin embargo, al respecto de la censura —a la cual los adultos aniñados de hoy llaman clausura— hay mucho que discutir. Y hay varias cuestiones que se tornan interesantes, aunque la distancia que nos separe de aquel episodio histórico sea considerable. Lo importante no es tanto la música, sino lo que la gente hace con ella. Es decir, su importancia radica en los usos sociales que le da la gente. La música no parece gustarle tanto a las personas como musicalizar sus actividades cotidianas. Por ello es capaz de washawashear las canciones y bailarlas, aunque no las entienda. Podemos suponer que la censura selectiva aplicada a esas canciones incluidas en la lista negra pretendía ser una especie de factor de protección afectivo de la sociedad estadounidense, sin importar que sus integrantes hubiesen solicitado dicha salvaguarda. ¿Qué les habrá hecho pensar a estos paladines de la justicia emocional que regulando la exposición a determinados contenidos musicales, las personas iban a estar en una mejor situación sin esas melodías que con ellas?
Digámoslo fuerte y claro, las canciones no sólo son letras. Entender las letras de las canciones no necesariamente acerca a la gente a sus significados. Hay personas capaces de leer textos sin comprenderlos, como los denominados analfabetos funcionales. Y lo mismo ocurre con las canciones. Hay gente que puede entender lo que dicen sin captar sus significados, sobre todo si están en otro idioma. Si asumimos que las canciones son como una especie de soundtracks de nuestras vidas, podríamos decir que hay vidas que suenan muy pop y otras que suenan muy punk. Por ello hasta la canción más ridícula y pop podría ayudarnos a evocar situaciones agradables o desagradables, con todo y personas y afectos. En ese bonito libro que escribió el gran músico David Byrne, Cómo funciona la música, señala que, particularmente la música de estadio es una banda sonora que sirve para el encuentro de masas y que escucharla en otro contexto evoca la expectación de dicho encuentro, como un estadio dentro de tu cabeza.
No todas las canciones están vinculadas a las mismas situaciones sociales
Como fenómeno social, la asistencia a conciertos deviene un medio y no un fin. El profesor emérito de sociología de la Universidad de Pensilvania, Randall Collins, ha dicho, en su gran libro de Cadenas de Rituales de Interacción, que asistir a un concierto en poco aventaja a escuchar discos, en lo que a calidad musical se refiere. Ya que la calidad de la música grabada es infinitamente superior. Aunque ya casi nadie escucha discos debido a que las prácticas de consumo de música se han reconfigurado gracias a la aparición de plataformas como Spotify o Amazon Music, la vivencia de ser parte de una multitud focalizada —para decirlo en sus términos— es lo que le confiere su atractivo a una agrupación musical, sobre todo, detalla, si ya está sacralizada. Es cierto, los eventos musicales tienen una capacidad de convocatoria que podría envidiar cualquier político. La música, digámoslo también, puede afianzar o reforzar los vínculos sociales existentes. En el caso de la asistencia a los conciertos de música es claro que la experiencia musical queda supeditada a la experiencia colectiva del estar ahí. La música importa menos que la experiencia colectiva de haber asistido a un concierto. Y también ayuda a fijar fuertes referentes de tiempo y espacio. Si hace un poco de esfuerzo, usted podrá recordar canciones vinculadas a su pasado. Viejos amores, amores entrañables y pasajeros, seres queridos, amistades que se rompieron y amistades que se mantienen vigentes, triunfos y fracasos, pasajes amargos y tormentosos, fines de año y navidades bonitas y feas, pero también vivencias agradables y conmovedoras. Sobre todo, porque las buenas canciones, las que sintetizan los afectos en sus letras, pueden ayudarnos a evocar tanto los buenos como los malos recuerdos. ¿Por qué resultan absurdas, entonces, esas que podríamos denominar políticas de censura musical? Entre otras cosas porque nada garantiza que los recuerdos y sus formas sean los mismos para todas las personas. No todas las canciones de la lista están, digamos, vinculadas a las mismas situaciones sociales. ¿Alguna persona ridícula le ha dicho esta es tu canción? ¿Cada vez que escucha dicho tema es capaz de recordar a esa persona? ¿Los afectos con los que la recuerda son los mismos de aquel tiempo o han cambiado? ¿Odia alguna canción por las situaciones que le permiten evocar? ¿Hay alguna canción que le guste tanto que no se canse de escucharla por los afectos con los cuales se encuentra asociada en su vida? Si ha respondido que sí a alguna de estas preguntas, tome en cuenta que la virtud de esta cualidad es de la memoria y no de las canciones, ni de la música.
Censurar canciones argumentando en favor de la inhibición de determinados sentimientos, en relación con la preservación de la sensibilidad y el bienestar colectivos, es tan absurdo como suponer que se puede acabar con la violencia y la crueldad enviando canciones a la papelera de reciclaje de la cultura y la sociedad. Las absurdas políticas de censura musical atienden, más que a una fuerte reflexión psicosocial y a un conjunto de debates críticos, a prejuicios, a creencias y a una moralidad que simpatiza más con el mantenimiento del orden social a través del control. La censura de contenidos no ayuda a entender la compleja vinculación entre los afectos, la memoria y la música. Suponer que la música de Rage Against the Machine podría incitar a la violencia es tan absurdo como afirmar que por escuchar música de Wagner uno podría convertirse en un fiel seguidor de Hitler. Y, por cierto, no está de más recordar que, en 2008, ataviados como presos de Guantánamo en el Reading Festival, Rage Against the Machine protestó no sólo por la existencia de dicho centro de detención, sino porque su música se tocaba a altos niveles de volumen con la finalidad de torturar a los presos que estaban recluidos en dicho lugar. No es la música, sino lo que hacemos con ella, lo que debería llamar nuestra atención. Los usos sociales de la música son lo que nos competen. Censurarla, argumentando en favor de la preservación de la sensibilidad colectiva o en favor de la inhibición de determinados comportamientos como los violentos o crueles es, simplemente, una reverenda sandez. Ahora sí, suba el volumen de su reproductor y cante fuertemente lo que le venga en gana.