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Jorge Ibargüengoitia, cuatro décadas después

Los misterios predecibles del humor

Diciembre, 2023

La noche del sábado 26 de noviembre de 1983 se difundió en México la noticia de que un avión de la aerolínea Avianca se había accidentado en las cercanías de Madrid. En Europa ya era la madrugada del 27 cuando ocurrió la tragedia, en la que murieron 181 personas de las 192 que habían salido de la ciudad de París con dirección a Colombia —con una escala programada en la capital española que nunca llegó; entre los fallecidos estaba el escritor peruano Manuel Scorza, la escritora argentina Marta Traba y su marido, el escritor uruguayo Ángel Rama. También estaba el mexicano Jorge Ibargüengiotia. Nacido en Guanajuato en 1928, la obra de Ibargüengiotia que transita por casi todos los géneros: novela, cuento, teatro, periodismo, ensayo y relato infantil— es considerada una de las más prolíficas e influyentes en el contexto hispanoamericano del siglo XX. También es una de las más agudas e irónicas. Es casi toda ella, Ibargüengiotia fue un crítico mordaz de la realidad social y política de su país, México. Víctor Roura lo recuerda en estas líneas.

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Nacido en Guanajuato el 22 de enero de 1928, Jorge Ibargüengoitia muere hace cuatro décadas, a sus 55 años de edad, el 27 de noviembre de 1983 en un avionazo en España.

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El 27 de junio de 1972 Jorge Ibargüengoitia apuntó que “en 1964 se llevó a cabo, en el hotel Mayaland, de Chichén Itzá, algo que se llamó Simposio de Intelectuales. Este evento consistía en traer, de diferentes partes del continente, personas que más o menos reunieran las características, no muy definidas, que se supone debe tener un intelectual, encerrarlas en un hotel de lujo, darles cantina libre y ponerlas a discutir sobre dos o tres temas escogidos de antemano por… nunca se llegó a saber quién. Los recuerdos que tengo de aquellos tres días son imborrables, aunque debo confesar que no sé exactamente qué significan. No podría decir si me aburrí o si me divertí, si fue pérdida de tiempo o si fueron los tres días más importantes de mi vida”.

Como siempre, Ibargüengoitia se deslindaba de las solemnidades de los actos públicos. Al finalizar dicho coloquio, y cuando todo parecía algarabía, Tad Szulc, el corresponsal de The New York Times, “pidió a la asamblea que se le permitiera leer una conclusión a la que había llegado la mesa redonda en la que él había participado. Lo que leyó decía, más o menos, que después de examinar la situación política de América Latina, la mesa redonda había llegado a la conclusión de que los intelectuales latinoamericanos habían rehuido responsabilidad y no habían desempeñado el papel que les correspondía en la vida política de sus respectivos países”.

Se armó un alboroto. “Gran escándalo”, escribió Ibargüengoitia. Intervinieron, entonces, veintitrés intelectuales centro y sudamericanos para hablar de sus destierros, encarcelamientos o muertos en sus respectivos países, “víctimas de gobiernos represivos y gorilescos”. Si eso “no es participar en la política, háganme ustedes el favor de decirme… etcétera”. Hasta que los oradores cayeron en la cuenta de que en la mesa redonda de la insensata conclusión aquélla habían participado sólo dos latinoamericanos y, por cierto, los dos eran mexicanos. “Uno de ellos pidió la palabra para decir que había una mala interpretación. No había querido ofender a nadie, ni hacer menos el sacrificio de los mártires, pero en su concepto el papel que correspondía a los intelectuales desempeñar en la política no consistía en morir con las armas en la mano, sino desempeñar cargos públicos”.

El otro mexicano era Carlos Fuentes.

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Ibargüengoitia, con esta crónica —reunida en su libro póstumo Misterios de la vida diaria (Joaquín Mortiz, 1997)—, exhibe la desconfianza que sentía por el papel redentor del intelectualismo, fincado en algunas personalidades contradictorias. Luego de aquel lamentable suceso, ocho años después, ya en el echeverriato, Carlos Fuentes declaró: “Luis Echeverría ya le quitó la máscara a las palabras, no tenemos más alternativa que entre él y el fascismo, si no lo apoyamos cometemos un crimen histórico. No se ha resuelto el problema del 10 de junio porque resolverlo significa la reforma política más profunda que ha conocido México desde 1934”.

Al leer estas palabras, Ibargüengoitia escribió: “¿Conque es crimen histórico que los intelectuales aíslen a Echeverría ahora que tiene tan buenas intenciones y está buscando una apertura democrática? Es probable. Pero también es crimen histórico, o cuando menos bastante ridículo, que los literatos se dediquen a hacer frases célebres para celebrar su mandato… Por otra parte, si Echeverría rompe con la tradición tendrá un lugar en la historia equivalente al de Juárez o Cárdenas. De acuerdo. ¿Pero qué tal si no rompe con la tradición?”

Y no la rompió.

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Las frases ridículas se fueron con los vientos nuevos, al igual que se fueron cuando Salinas de Gortari se alejó de la silla presidencial.

Esta compilación de los textos periodísticos del buen Jorge Ibargüengoitia estuvo a cargo de Jesús Quintero, quien leyera Excélsior de diciembre de 1968 a julio de 1976, mes en el que este diario cambiara violentamente de dirección con el respaldo, ¡ay celebraciones fuentesianas!, del presidente Luis Echeverría Alvarez. Y como suele ocurrir en las escrituras periodísticas, no toda la recopilación es afortunada; pero como se trataba de reunir toda la obra del escritor guanajuatense, sin calificaciones de por medio, el lector tendrá que comprender este considerando y leer unas cuantas cosas insustanciales del jocoso literato. Si por lo menos le hubieran corregido las innumerables puntuaciones fallidas, la lectura tuviera una mayor ligereza. Pese a estas ilógicas equivocaciones, el volumen (92 artículos periodísticos en 274 páginas) por supuesto posee ese rigor humorístico (aunque, quién sabe por qué, en este Misterios de la vida diaria no brilla con audacia como en los otros volúmenes igualmente póstumos del autor: Autopsias rápidas —Vuelta, 1988— o La casa de usted y otros viajes —Joaquín Mortiz, 1991) que Ibargüengoitia buscaba en cada uno de sus textos, a veces, ciertamente, cayendo en lánguidas exageraciones —o persistiendo en las fórmulas ya probadas— pero en la mayoría con aciertos admirables.

Por ejemplo, el texto de cómo educar a los hijos. Publicado el 2 de mayo de 1969, en el apogeo de la psicodelia, el autor esbozó un programa educativo realmente fantástico: “En primer lugar, nadie se levanta de la cama antes de las doce del día. A las doce, levantarse de mal humor. Al que se levante de buen humor, a la cama otra vez, hasta el día siguiente. Antes de desayunar, oír las obras completas de los Rolling Stones y fumar dos cigarros de mariguana, o tres, en el caso de que lo permita el presupuesto de la familia. Desayunar mole poblano, chiles rellenos o algún guiso chino, de los que recomienda madame Ling Yu Tang. Prohibido hablar durante el desayuno. Todos leen un episodio de una historieta de José G. Cruz [el guionista de la revista El Santo, entre otras curiosidades]. A todo esto, los jóvenes están vestidos con togas y sandalias, y las jóvenes con nada que tenga más de una cuarta abajo de la cintura. Prohibido ir a la escuela y a la peluquería. Después del desayuno, dos horas de tocar la guitarra eléctrica o el bongó. Inventar todos los días una canción obscena antes de salir a la calle. Y en la calle nada de caminar o tomar camión, sino en coche sport, motocicleta o patín del diablo. Salir con verduguillo y drogas heroicas en la bolsa; los hombres, de amarillo, anaranjado o verde Nilo, y las mujeres de negro, con botas federicas y un látigo… ¡Ah!, y quinientos pesos cuando menos. Y prohibido regresar a la casa antes de que raye el sol, procurando estar en estado de ebriedad y, si es posible, cruzado.

“Sé que nadie va a seguir mi consejo, pero se obtendrían magníficos resultados. Los jóvenes escucharían a Brahms en secreto, sustituirían la mariguana por el té de manzanilla, usarían el verduguillo para cortar manzanas y tomarían clases por correspondencia. Es posible que hasta acabaran respetando a sus padres”.

O los textos sobre la cortesía, que por definición, según el autor, “es una apariencia. Uno puede pensar lo que le dé la gana, pero tiene cierta obligación de decir cosas que no resulten ofensivas para el interlocutor. Es falta de cortesía decir, por ejemplo:

“—¡Bueno, pero cada día está usted más imbécil!”

Por eso, si se es honesto consigo mismo, “la cortesía nos aconseja callarnos la boca y comentar después”.

Los mexicanos, pues, somos demasiado corteses.

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