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“Yo siempre me sentí más periodista que escritor”

Fallecido a los 78 años de edad el pasado 24 de agosto, Ignacio Solares exploró en su obra la realidad y la imaginación, lo extraño y lo cotidiano, lo simbólico y lo manifiesto, así como los fantasmas de la historia

Agosto, 2023

No hay duda que es una gran pérdida para la cultura y el periodismo mexicano, también para la literatura iberoamericana: la noche del pasado 24 de agosto, a los 78 años de edad, partió de este mundo Ignacio Solares. Así lo confirmó su esposa, Myrna Ortega. Nacido en Ciudad Juárez, Chihuahua, en 1945, Ignacio Solares no sólo fue un escritor prolífico, también fue una figura polifacética: como narrador, incursionó en el cuento, la novela, el teatro y el ensayo, dejando casi 40 libros publicados; por otro lado, también ejerció como funcionario, académico, editor y periodista cultural. Tras conocerse la noticia de su muerte, escritores, amigos e instituciones lamentaron el fallecimiento del autor. Desde la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a la que estuvo ligada la vida de Nacho Solares, diversas entidades redactaron, a través de redes sociales, sus condolencias a familiares y amigos. En uno de sus mensajes, la UNAM escribió: “La Universidad dice adiós a Ignacio Solares, destacado universitario y una de las voces sobresalientes en la literatura y el periodismo cultural mexicano”. Mientras, Cultura UNAM apuntó: “Su profundo compromiso con la literatura nos deja una huella indeleble”. Por su parte, TV UNAM redactó: fue una “figura fundamental de la narrativa contemporánea mexicana y destacado promotor del proyecto cultural de la UNAM”. También desde los organismos oficiales lamentaron la muerte del escritor. El Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura escribió: “Con pesar, lamentamos el sensible deceso del escritor y periodista cultural, Ignacio Solares. Su legado literario será imprescindible en las letras mexicanas”. A manera de homenaje, el narrador e investigador de la UAM, Vicente Francisco Torres, ha recuperado esta conversación con el escritor mexicano.

Ignacio Solares nació el 15 de enero de 1945 en Ciudad Juárez, Chihuahua. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y fue docente de la misma, así como de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma casa de estudios a la que estuvo ligado hasta su muerte. Dentro de la UNAM tuvo a su cargo la dirección de Teatro y Danza (1994-1997), el Departamento de Literatura (1997-2000), la Coordinación de Difusión Cultural (2000-2003), así como de la Revista de la Universidad de México (2004-2017).

Nacho Solares también estuvo ligado al periodismo cultural durante más de 50 años. Dirigió el suplemento cultural del periódico Excélsior, “Diorama de la Cultura”, de 1973 hasta la salida de Julio Scherer en 1976; fue parte del equipo de redacción de publicaciones emblemáticas como Claudia, Revista de Revistas, Plural, Quimera, Hoy y “La cultura en México”, suplemento de la revista Siempre!.

Su trayectoria literaria inició en 1975 con la publicación del libro de cuentos El hombre habitado; desde entonces desarrolló una amplia y coherente obra literaria que seguí puntualmente a lo largo de varias décadas. De hecho, desde ese primer libro, algunos de los cuentos incluidos ya anticipan lo que sería el universo narrativo de Solares, un mundo regido por tres categorías estéticas: lo fantástico, lo maravilloso y lo extraordinario.

En algún momento de la primera etapa de su prolífica trayectoria —agregaría después el conjunto de sus novelas históricas—, me acerqué al escritor para enriquecer lo que hasta entonces había observado.

Ignacio Solares. / Foto: Paola García (Wikimedia Commons).

“Yo nunca he podido saber, o percibir, o concretar, dónde está la frontera entre la literatura fantástica y la realista

—¿Tienes un interés explícito por la literatura fantástica?

—Siempre me ha costado mucho trabajo distinguir la literatura fantástica de la realista, para encasillarla en dos términos, cosa que ya de entrada me parece un problema. Pero vamos a pensar y a suponer que hubiera una literatura fantástica y otra realista. Desgraciadamente me sucede aquello que, en una ocasión, cuenta Freud que le sucedió cuando llegó a visitarlo Dalí, quien lo fue a ver con unos materiales del grupo surrealista para manifestarle su solidaridad con los puntos de contacto que había entre el padre del psicoanálisis y esa importante corriente que ha marcado toda la cultura de este siglo. Después de ver algunos trabajos de la escritura automática y de la pintura surrealista, Freud contestó algo que era como para desplomar cualquier movimiento literario de cualquier época: dijo que encontraba mayor manifestación del inconsciente en una novela de Zola. Fíjate lo que estamos diciendo: estaban los padres del surrealismo mostrándole al padre del psicoanálisis ese material artístico que es producto del inconsciente, y él encontraba en el naturalismo una mayor manifestación del inconsciente. ¿Qué significa esto? Que quizá, como decía Conan Doyle, la realidad es muchísimo más misteriosa que la ficción. Yo realmente nunca he podido saber, o percibir, o concretar, dónde está la frontera entre la literatura fantástica y la realista. Recuerdo que uno de los primeros comentarios que se le hicieron a El hombre habitado decía que se trataba de cuentos muy realistas; ¡qué curioso! Decían que eran cuentos demasiado apegados a una vida cotidiana y plana. Por supuesto que en Anónimo ya hay un tema más directamente relacionado con lo fantástico, pero te puedo decir que todo está reporteado de la misma fuente.

—¿De dónde sale tu experiencia del burdel de tu primera novela, Puerta del cielo?

—Así de golpe no tengo ni idea. No te podría decir exactamente de dónde. Si en algún momento surgió la necesidad de plasmar allí un burdel es porque estaba en el contexto de la experiencia personal y literaria. Cuando uno escribe por una motivación esencial y personal, es muy difícil decir hasta dónde llega la experiencia personal y hasta dónde la experiencia literaria. Te puedo asegurar que en una gente apasionada de los libros, a los 20 años, una lectura puede ser una experiencia tan real como la del burdel.

“Lo que sucede es que para un autor apasionado de la escritura, que lo que quiere no es tanto vivir sino escribir, necesariamente la realidad se vuelve ficción. Este problema de la experiencia vivida y la leída es un poco como el psicoanálisis, donde ya no importa lo que viviste o lo que soñaste: todo es material de análisis”.

El único problema que tiene el escritor es la censura a su propia imaginación

—¿Qué papel desempeñan en tus libros la pesadilla y el sueño?

—Volvemos a lo mismo. El sueño, en tu experiencia, es inseparable de la realidad. En el sueño hay un corredor, un pasillo que te lleva a sus últimas consecuencias: la pesadilla. ¿Qué es la pesadilla ya en este contexto? Es la explosión de todo aquello que ha estado acumulado, tratando de ordenarse, y de repente se desordena. La pesadilla podría ser el delirium tremens, que es una pesadilla vivida con los ojos abiertos, con un elemento exterior motivante que es el alcohol y que provoca una lesión cerebral. Pero cuando ya estás jugando con todos estos elementos fantásticos y no delimitas terrenos, eso ya no importa. En la literatura todo se vale; por eso es genial el Marqués de Sade, porque es uno de los casos más notorios de una imaginación sin límites. El único problema que tiene el escritor es la censura a su propia imaginación. Es el único límite al que te puedes enfrentar, porque una vez soltada la imaginación no sabes hasta dónde te puede llevar; la prueba está en que los personajes que valen se le escapan al autor, porque se le escapan a la imaginación. Por eso es genial el Marqués de Sade; él se atreve a imaginar lo que nadie imagina, y además lo escribe.

Algunas obras de Ignacio Solares. / Imagen: Facebook.

—¿A qué obedece la presencia casi constante de la religiosidad en tus libros?

—La religión llegó a ser un problema tan esencial en mi vida que no tuvo más que plantearse en mis escritos. Es como si hubiera tenido un trauma brutal con mi padre. Si hubiera tenido un choque con mi sociedad o mis circunstancias políticas, seguramente hubiera enfocado mi trabajo hacia eso. Por equis razón, no te sabría decir por qué, en algún momento la religión se volvió mi problema existencial. Esto lo ha tratado también el psicoanálisis: hay un momento de tu vida en que te planteas una pregunta básica, que es la que va a marcar tu actuación. Yo, que estudié con jesuitas, en lugar de dar de patadas —y quizás más sanamente— introyecté la religión y la volví un problema personal. Me creí los planteamientos que me hacían con toda la duda que implicaba, pero además resulta que encontré un apoyo fundamental en los escritores que admiraba, desde Dostoevsky hasta Graham Greene o Georges Bernanos. ¿Y qué pasó? Que en cuanto avanzaba en el terreno de la literatura, más buscaba agua para mi molino. Escritores que también hubieran cuestionado su existencia a través de ese problema. Así llega un momento en que todo lo que ves en tu realidad y lo plasmas en tus libros, ya está contaminado por eso. Puede ser desde el planteamiento de los alcohólicos hasta la huida de dos niños. Ya todo para ti tiene sin remedio carácter religioso. Pero hay una cosa que es muy importante: el problema religioso en la literatura no es el que se dice, sino el que no se dice. Creo que lo importante de los escritores no es lo que te dicen, sino lo que te dejan de decir. Ése es el problema: los agujeros negros que deja tu obra; aquello que obviaste, aquello que creíste tan claro que no lo dijiste. Fíjate en el caso de Balzac, que para mí siempre ha sido un autor profundamente cristiano. He leído artículos sobre él donde dicen que es casi un sociólogo. Sin embargo tú lo lees y encuentras la problemática religiosa de una manera brutal, absoluta. Quizá tengo oídos para escuchar eso, por problemática particular. Sin embargo, la crítica no lo ve y a mí me pasa con una serie de autores.

Lo sagrado es algo que está ahí para profanarlo, para meterte en sus entrañas, no para adorarlo

—¿Puede hablarse de una mezcla entre lo sagrado y lo profano en tu trabajo literario?

—Mira, hay un autor que en mí influyó muchísimo y que ni siquiera es escritor: Luis Buñuel. El punto de vista que tiene Buñuel sobre la religión a mí me dejó una marca definitiva. Esa especie de profanación de la religión, de romper el mito creyendo en él, a mí me marcó muchísimo. Lo sagrado es algo que está ahí para profanarlo, para meterte en sus entrañas, no para adorarlo. Por eso siempre he preferido al Marqués de Sade antes que a cualquier apologista cristiano. Es mucho más interesante el que reniega y cree. Como dice Dostoevsky: cualquier fe debe pasar por el tamiz sagrado de la duda; si no hay duda no hay creencia. Los elementos dialécticos que hay en la religión son muy atractivos para cualquier escritor que se interese por lo fantástico. Encuentras ahí una serie de controversias y trascendencias que de otra manera son muy difíciles de hallar. Lo fantástico, en sí mismo, se limita, se te queda aquí en la tierra, en los pies. Cuando trasciendes eso y empiezas a abrir otra posibilidad, le das a la vida una dimensión más atractiva.

—He observado que, al menos en El árbol del deseo y en Serafín, retomas anécdotas o personajes de libros anteriores. ¿A qué se debe esto?

—Quizá he caído en una especie de familia, porque los personajes se me cuelan y viven para mí mucho más de lo que yo quisiera en un momento. Es como si no terminaras un sueño, porque ellos reviven; te despiertas y todavía están ahí. Hay personajes que no terminas de soñar y tienes que darles oportunidad de que digan lo que no pudieron decir antes.

Nacho Solares. / Foto: UNAM (vía X)

El reportaje me parecía sensacional

—¿Qué tan literariamente está trabajado Delirium tremens o, en otras palabras, qué tan reales fueron los casos del libro?

—Los casos son absolutamente reales. Eso me preocupaba tanto que pedí al director del sanatorio Lavista el prólogo donde testificara que los casos eran reales. Yo sólo trabajé en la edición de lo que me dijeron y ya sabes que tú le metes cosas de tu cosecha, porque cuando le das forma al material y de 110 casos escoges 11, armas las partes de acuerdo a tu propia problemática.

“El tema lo encontré en un libro de Elias Canetti —Masa y poder—, quien decía que el delirium tremens se podría interpretar psicoanalíticamente como se hace con un sueño. Entonces, dije: ¿por qué no me acerco a gente que ha padecido el delirium tremens e intento interpretarlo? Y así empecé a buscar qué se había investigado sobre el tema y sólo encontré una tesis griega —que Conacyt me consiguió y tradujo—; era un planteamiento científico, pero no encontré ningún estudio a fondo sobre el delirium tremens. Dije entonces: ante esta carencia, yo sólo puedo contribuir con un reportaje; yo nunca quise hacer un estudio, sólo pretendía un trabajo donde los personajes fueran diciendo sus cosas y la interpretación se diera sola”.

—¿No te interesaría, en el fondo, buscar el lado humano de ese problema hasta entonces tratado con cierta frialdad científica?

—Más que eso, me gustaría haber encontrado el lado mágico. Es extraño, pero cuando había terminado el libro, me encontré con algo que dijo Carl Gustav Jung: él sostuvo que el alcohol es un medio para bajar una serie de sueños que están en el inconsciente colectivo. ¿Por qué aparecen animales, ratas y demonios? Porque están en el inconsciente colectivo y el alcohol no hace más que bajarlos. Lo que se está planteando no es tanto el problema de un borracho; se está planteando un problema de magia. Hay atrás una serie de elementos que muestran que el asunto es más complejo de lo que parece. No es el simple nivel de loquitos y borrachitos; son personas que te dan referencias que nos conciernen a todos.

—En una entrevista con Dolores Carbonell y Luis Javier Mier, señalabas que la imaginación es un don que no tenías. ¿Sigues pensando lo mismo?

—Lo que pasa es que yo siempre me sentí más periodista que escritor. El reportaje me parecía sensacional. Yo hacía un buen número de reportajes, para Excélsior, de la más diversa índole: viajé a Transilvania para hacer la historia de Drácula, escribí sobre las fronteras de México, etc. Así surgió la necesidad de plantear algo que veía como una afición lateral: ponerle imaginación a las cosas. De ahí vienen los cuentos de El hombre habitado.

—¿Serafín, visto su acentuado realismo, es una ruptura con tu trabajo anterior?

—Cambié de ambiente, pero creo que también hay un tratamiento fantástico. Es como si de repente te dan ganas de viajar; te cansas de la ciudad y te vas al campo. No hay mayores pretensiones, es un simple ejercicio.

[Vicente Francisco Torres: ensayista y narrador. Profesor-investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco.]

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