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Retromaniacos

Diciembre, 2023

¿Qué le parece sacar su pocillo de peltre del estante, servirse un poco de café preparado en una tetera de acero inoxidable, hacer sonar un acetato en el tocadiscos y cantar canciones viejas a dúo con intérpretes del presente? ¿Le gusta la idea? Juan Soto nos ofrece, en su más reciente entrega, una oportunidad perfecta para averiguar por qué vamos adelante mirando hacia atrás y determinar, de paso, qué tipo de nostálgico somos. Le sugerimos, si así lo prefiere, que busque su mecedora vintage y repose en ella mientras lee esta columna en su dispositivo móvil —ése sí— de última generación.

A finales del siglo XX pocos —muy pocos— atinaron a decir que el siglo XXI sería un tiempo propicio para los reencuentros. Y sí, pensaban en la industria musical principalmente. Ejemplos de cómo viejas agrupaciones musicales que se volvieron a juntar y llenaron estadios, sobran. Ejemplos de cómo la gente estuvo y está dispuesta a volver a aplaudir a sus ídolos musicales de juventud, pululan. Ejemplos de cómo ciertas canciones viejas son coreografiadas, vitoreadas y coreadas en múltiples conciertos casi un cuarto de siglo después de la llegada del año 2000, se siguen viendo constantemente. Ejemplos de cómo solistas y agrupaciones de Estados Unidos y Europa que se atrevieron a despreciar a los públicos de América Latina siguen llenando, hoy día, recintos de conciertos en nuestros países, no faltan. Y parece ser que los seguiremos presenciando hasta que aquellos mueran o, bien, el pasado del cual siguen haciendo un rentable negocio se les termine. Todo parece indicar que las sociedades que se aferran a su pasado, ya sea para no dejarlo ir o para seguir regodeándose en él, son, en extremo, nostálgicas.

La preocupación por la nostalgia no es nueva

Sí, es cierto, la nostalgia puede ser un emblemático signo del fin de algo y del comienzo de otra cosa (un milenio o un siglo, por ejemplo). Es parte de la afectividad colectiva. Pero también es un signo inequívoco de —aunque parezca contradictorio— ir hacia adelante mirando hacia atrás: el cisne que imaginó Alain Touraine volando hacia adelante mientras miraba hacia atrás; la simpatía por la regresión tecnológica que describió Umberto Eco; el derivado de la negación de la utopía a la que hacía referencia Zygmunt Bauman, a la cual llamó retrotopía; el Ángel de la Historia empujado hacia el futuro por un vendaval, al cual da la espalda, del que hizo mención Walter Benjamin en relación con la pintura de Paul Klee; etcétera. Todos funcionan como magníficos referentes para tener la certeza de que la preocupación por la nostalgia —en las artes y en distintos campos de conocimiento— no es nueva.

Lo que sí parece ser nuevo es la forma en cómo se ha hecho del presente un gran laboratorio del pasado. Es decir, la manera en cómo, en diversos ámbitos de la vida social, se ha logrado que las personas paguen por “experimentar” o evocar determinados afectos del pasado. El filósofo y escritor francés Guy Debord lo sabía bien. Los canadienses Joseph Heath y Andrew Potter, autores del excelente libro Rebelarse vende, lo comprendieron también. El capitalismo termina por fagocitar todas las experiencias humanas auténticas para transformarlas en productos consumibles, con el objetivo de vendérnoslas a través de la publicidad y los medios de comunicación. Y la posibilidad de experimentar el pasado en el presente se vende bien. Bastante bien.

El siglo XXI, una década re

La nostalgia convertida en espectáculo es bastante atractiva para millones de personas alrededor del mundo. El crítico de música Simon Reynolds, quien parece haberlo entendido mejor que nadie —al menos respecto de la industria musical—, afirmó que vivimos en una era del pop que se ha vuelto loca por lo retro y es fanática de la conmemoración. Los tributos y las recopilaciones musicales siguen teniendo éxito. El denominado crossover de la industria musical, la técnica por excelencia para desdibujar las fronteras musicales entre los géneros y mezclarlos con la finalidad de que públicos disímiles y antagónicos se acerquen a los géneros que quizás detestan, facilita el encuentro entre el presente y el pasado. Reynolds, quien propuso que lo retro se ha convertido en un fetiche y en un rasgo estilístico de un periodo, atinó a decir, en su fabuloso libro titulado Retromanía, que los primeros diez años del siglo XXI se constituyeron en una década re.

Pero el asunto es que ya llevamos casi un cuarto de siglo y la retromanía parece no tener fin. Giras de la nostalgia, sonidos de la nostalgia, ropa de la nostalgia, objetos de la nostalgia, imágenes de la nostalgia, sabores de la nostalgia, etc., son consumidos de manera desaforada por retromaniacos necesitados de sus cucharadas de pasado para ganar un poco de certidumbre en un presente que, quizá, no logran entender. La retromanía le viene bien a quienes —desprovistos de códigos para comprender o para moverse diestramente entre los apabullantes flujos de información— buscan en el pasado signos de identidad y de identificación, a fin de ganar una especie de seguridad ontológica que, seguramente, ya sienten que se les escurrió entre sus dedos.

Nostalgia reflexiva vs nostalgia restauradora

En tiempos de cambio rápido y constante, regresar al pasado y regodearse en él brinda certidumbre. Cualquiera que haya leído a la exprofesora ruso-estadounidense de literatura eslava y comparada de la Universidad de Harvard, Svetlana Boym, sabe que distinguía entre la nostalgia reflexiva y la nostalgia restauradora. Esta última, que promueve y legitima las reacciones iracundas hacia cualquier viso de novedad y progresismo, es de carácter conservador, pues su último objetivo es restaurar el viejo orden de una sociedad.

Los conservadurismos, sobre todo los de carácter político, tienen una alta dosis de nostalgia por el pasado que, suponen, siempre fue mejor. Es esa extraña clase de adultos que refunfuñan del presente argumentando en favor del pasado porque sus tiempos fueron mejores, lo saben bastante bien. Y todos conocemos, al menos, una docena de ellos. Quienes siguen pensando que jugar en las calles con los vecinos de la cuadra era mejor que jugar videojuegos a través de las tecnologías digitales son, entre otros, de este tipo de personas. Quienes piensan que beber agua directamente del grifo era mejor que beber de una botella, también son de este tipo de nostálgicos. Quienes, en suma, piensan que su infancia fue mejor que la de sus hijos y se la viven realizando rancias e incomprensibles comparaciones, son nostálgicos restauradores. La peor de las nostalgias parece ser esa, la restauradora. Y es conservadora a más no poder.

La otra nostalgia de la que habló esa brillante profesora fue la que llamó reflexiva y que, lejos de tratar de restaurar el pasado, sólo se conforma con asumir que éste es irrecuperable. En la nostalgia reflexiva hay, sí, otra forma de pensar y otra cosmovisión que está muy lejos del revival, de las reediciones, de los remakes, de las reescenificaciones y, en síntesis, de la retrospección como también apuntó Simon Reynolds. Y no se confunda, un anticuario y un nostálgico son distintos. Pero, eso sí, una sociedad que se regodea en el pasado de forma conservadora es una sociedad —todo parece corroborarlo— incapaz de producir sus propios símbolos y significados de identidad y de identificación por lo que, buscarlos en el pasado, cobra sentido para quienes habitan en ella.

Un retromaniaco junto a usted

En una sociedad retromaniaca es fácil asumir que el pasado no sólo siempre fue mejor, sino que fue superior. No obstante, las sociedades embobadas con el pasado son peligrosamente conservadoras. Y, a pesar de lo paradójico que pudiera parecer, son sociedades sin memoria en tanto que su revaloración del pasado es superficial. Es decir, banalmente consumista.

Son sociedades, eso sí, capaces de reconocer ciertos símbolos del pasado, pero desprovistos de sus significados. Cantar canciones viejas a dúo con intérpretes del presente sin saber de dónde provienen o quien las escribió es un buen ejemplo. Mirar un remake en una sala de cine en la sección VIP sin saber quién fue el primer director que la llevó a la pantalla, es otro ejemplo. Escuchar discos viejos en aparatos de alta fidelidad también sirve como muestra.

Usted, lector, no tiene que hacer mucho esfuerzo para reconocer los signos de la retromanía a su alrededor. Tampoco tiene que esmerarse demasiado para identificar a un retromaniaco junto a usted. Es más, usted mismo podría ser uno de ellos. Tampoco implica demasiado trabajo serlo. Basta con que saque su pocillo de peltre, sirva un poco de café preparado en una tetera de acero inoxidable y, si tiene un tocadiscos de acetatos, póngalo a sonar. Siéntese en una mecedora vintage y, en su dispositivo móvil de última generación, siga leyendo. Ahora pregúntese: “¿Qué harán las sociedades retromaniacas cuando ya no haya pasado que consumir?”.

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