Abril, 2023
Estaba muy tranquilo aquella noche. Me había tomado unas cervezas por la tarde con mis amigos, me divertí y cené. Regresé temprano a casa y, antes de dormir, me puse a leer a Oscar Wilde. Repasé, en El retrato de Dorian Gray, sus ideas sobre la juventud, la belleza y el arte, que me remitieron a lo que dice Borges en un cuento: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.
Mi pareja me exigió que apagara la lámpara. Cerré el libro y me dispuse a dormir, no porque quisiera hacerle caso; pero, en efecto, ya era un poco tarde y comenzaba a sentirme cansado.
Apenas estaba agarrando el sueño cuando la escuché. No abrí los ojos. No era necesario. Era el llamado de mi antigua mascota, una gata blanca de ojos azules y sorda que se llamaba “Safo”. Aquel maullido era inconfundible. Podía sentir su presencia, como si me atisbara por el agujero de un ratón, como si un demonio estuviera de pie junto a mi cama, mirándome dormir… y otra vez la pude oír, ahora lejana, apenas perceptible, pero clarísima, inconfundible…
No es la única mascota que he tenido, pero aquella minina tenía su historia. Quizá, de todos mis gatos, ella fue la que duró más tiempo conmigo: iba y venía; y, a veces, sus ausencias eran largas, pero siempre regresaba; por lo general, panzona, lenta y a punto de parir.
Tuvo muchas camadas, pero en cuanto se recuperaba y se sentía delgada y ágil, se iba de nuevo. Y siempre anunciaba sus regresos con ese largo y agudo maullido interminable, elástico, vibrante como una cuerda de guitarra. Casi no me dejaba verla, y mucho menos tocarla, pero yo nunca me desentendí de ella. Revisaba su plato. Me aseguraba de que tuviera comida. Por las mañanas confirmaba que el plato estuviera vacío. “Ya volverá”, pensaba resignado…
Abrí los ojos.
El perro estaba como loco, y no siempre ladra así. No era su acostumbrado ladrido de gendarme, ese que nos avisa cuando tocan a la puerta o cuando él sospecha que anda por las azoteas merodeando algún animal furtivo, como si fuera un ladrón; tampoco se trataba de aquel gruñido más tranquilo y menos autoritario al comunicarnos que tenía hambre o que necesitaba algo.
El aullido de esta noche era el de un animal desesperado, asustado. No sólo ladraba, corría de un extremo a otro del patio, rascaba con sus patas la tierra del jardín, subía y bajaba por la escalera que lleva al descanso del techo, miraba para todos lados; incluso, manoteaba las puertas cerradas y saltaba para que yo lo viera, a través de la ventana. Babeaba. Sabía que la gata estaba aquí, aunque no pudiéramos verla. A ratos parecía que por fin comprendía y se tranquilizaba y luego se echaba afuera de mi cuarto, con el costillar contra la puerta cerrada, y se ponía a gemir.
Y, de nuevo, el maullido: más claro, más cercano, como si se hiciera más profundo y todavía más vibrante. “Nunca se sabe si los gatos están vivos o están muertos”, me dije. No pude evitar que aquel latigazo sacudiera mis nervios y enarcara mi columna vertebral. Me quité la cobija de encima y me levanté de un salto. ¿Por qué mi pareja se queja de la luz prendida y no de los maullidos o de los ladridos de estos animales? Tiene un sueño de piedra. Y, de pronto, el silencio.
En cuanto me levanté de la cama, el perro dejó de gemir y la gata (o su fantasma) de maullar, pero tampoco se escuchaba ningún otro ruido. No había grillos ni patrullas o coches por la calle. Cuando estaba en la cama llegué a sentir frío; pero luego, ni frío ni calor. Me dirigí como un autómata a la cocina y abrí el refrigerador. Buscaba una cerveza y me encontré un cartón de leche sin abrir. Derramé el contenido en un plato y luego caminé hasta el rincón más oscuro de la casa donde mi gata acostumbraba echarse a parir.
Hacía ya tanto tiempo que no estaba en casa. Yo confiaba que con aquella modesta ofrenda tranquilizaría su espíritu vagabundo. Llegué al rincón justo a un lado de la ventana que da al traspatio y que por eso no tiene cortina. Había luna llena y la luz entraba a plenitud, iluminando el espacio. Ahí estaba. No me asombré, no me asusté. Ya he dicho que tuvo muchas crías, varias idénticas a ella: quizá ésta que ahora veía era una de sus hijas que había regresado al lugar donde nació; pero parecía tan vieja; aunque, podría ser una nieta, a saber.
Para no asustarla, me acerqué despacio. Puse el plato en el suelo. La minina dio unos pasos, olisqueando el contenido y luego unos lengüetazos. Regresó a su posición y entonces hizo algo que yo nunca había visto que hiciera un gato: sonreír, sin usar la boca o mostrar los dientes. Ella sabía quién era yo, sólo faltaba que me dijera: “Hola, tanto tiempo sin vernos”.
En eso volvió a ladrar el perro; y, después, lanzó un aullido de dolor tan fuerte, tan desgarrador, que sentí más piedad por el perro que por mí. Vi como la gata trepó al alféizar. Movía la cola para que yo la siguiera. Me puse en cuatro patas y de un salto alcancé la ventana abierta y me perdí en la noche. Por la mañana, mi pareja encontrará mi cadáver al lado de un plato de leche.