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“Si el actor no dice verdades, el público no le cree”

Los ojos de don Ignacio López Tarso, fallecido el pasado 11 de marzo, eran pequeños; contrastaban con la potencia de su voz y con la determinación de sus palabras.

Marzo, 2023

Don Ignacio López Tarso (1925-2023) dejó este mundo el 11 de marzo pasado. Seguramente porque allá donde fue tenía algún compromiso de actuación, pues desde que comenzó su carrera nunca se detuvo. Así fue como pudo trabajar en sets y escenarios por más de siete décadas. Él mismo lo decía: “El personaje que yo siempre he representado es el de un actor. Porque en la vida, que es una representación, también hay actores, claro”. En el siguiente texto, Juan José Flores Nava recrea una entrevista que sostuvo hace apenas unos años —para la agencia Notimex— con el protagonista de Macario y ganador del Premio Nacional de Ciencias y Artes 2015.

Los ojos de don Ignacio López López (mejor conocido como don Ignacio López Tarso) eran pequeños. Contrastaban con la potencia de su voz y con la determinación de sus palabras. Creía con firmeza en lo que Pedro Calderón de la Barca escribió, en el siglo XVII, en la obra llamada El gran teatro del mundo: que la vida es nada más una representación en la que todo mundo tiene un personaje que interpretar, como en el teatro, y que empieza y termina como termina y empieza el teatro. Por lo tanto, nuestra principal obligación es representar lo mejor posible ese personaje que nos tocó ser.

Y así sucedió con López Tarso: sus familiares han contado que al dar su último aliento, don Ignacio estuvo acompañado por su nieto, el baterista Antonio Sánchez, quien en su momento hizo que la voz de su abuelo apareciera en los dos volúmenes de su disco SHIFT (Bad Hombre). “Toño lo tenía tomado de la mano y le puso música todo el tiempo, estaba dormido. Murió en paz y contento. Rodeado de su familia”, dijo a los medios de comunicación Juan Ignacio [López] Aranda, hijo del actor, al hablar sobre el fallecimiento de su padre.

Aunque supo animar las pantallas grande y chica, y hasta grabó varios discos, Ignacio López Tarso nació para ser actor de teatro. Si bien participó en más de 50 películas, representó más de un centenar de piezas teatrales. Por eso pudo interpretar a los más grandes personajes que tiene el teatro. En México no hay nadie que haya representado tantos personajes como los que él pudo llevar a escena.

Empezó su carrera haciendo teatro griego, teatro antiguo. Es decir, dándole vida a los personajes más difíciles de interpretar: Edipo Rey, Orestes, Hipólito, etcétera, protagonistas de piezas que se escribieron 500 o 600 años antes de nuestra era. Luego vinieron obras del Siglo de Oro español, qué es un teatro en verso que ya casi no se hace, de los siglos XV, XVI y XVII. Más tarde obras de Shakespeare y de Molière. A los que le siguieron grandes dramaturgos modernos: Eugène Ionesco, Arthur Miller, Tennessee Williams… Y mexicanos: Rodolfo Usigli, Sergio Magaña, Vicente Leñero, Hugo Argüelles…

Su extensa trayectoria le permitió estar en los mejores momentos del teatro en nuestro país. Para él, para López Tarso, el esplendor del teatro en México sucedió de 1958 a 1964, durante los seis años en los que Benito Coquet dirigió el Instituto Mexicano del Seguro Social, periodo en el que contó, según decía, con todo el apoyo el presidente Adolfo López Mateos para llevar a escena las mejores obras del teatro universal y montarlas en los cerca de 40 teatros que se construyeron por toda la República.

Fue en aquellos años cuando don Ignacio López Tarso representó su primer personaje griego y obtuvo su primer premio por lograr cien representaciones. Después de este primer reconocimiento, todas, pero todas la obras que hizo rebasaron las cien representaciones. ¡Todas!

Don Ignacio solía contar que su amor por el teatro nació cuando tenía ocho años y asistió, en compañía de sus padres, a una carpa para ver diversos montajes. El par de horas que se la pasó en ese sito estuvo sorprendido, maravillado. Sólo existía lo que estaba sucediendo allá lejos, donde estaba la única luz prendida: en el escenario. Después de esas dos horas, de pronto se cerró el telón, se prendió la luz, el público aplaudió, los actores salieron a dar las gracias y todo se había terminado. Bueno, casi todo, pues el asombro causado en el pequeño Ignacio no se extinguiría nunca más.

Ignacio López Tarso en una imagen de 2019 / Foto: Tania Victoria (Secretaría de Cultura de la Ciudad de México).

Es curioso que su siguiente acercamiento con el teatro sucediera en la adolescencia, mientras estudiaba en el Seminario de Temascalcingo, en el Estado de México, donde uno de los curas lo invitó a integrarse a un grupo de teatro que estaba en formación. Con el paso del tiempo dejó la ruta eclesiástica y se marchó de brasero contratado a Estados Unidos, donde estuvo trabajando hasta que sufrió un accidente al caerse de un árbol. Con 20 dólares y la columna vertebral fracturada, sus patrones lo mandaron de vuelta a México en un tren de tercera clase. Tres días después ya estaba en la estación del ferrocarril en Buenavista, en la Ciudad de México.

Aquí, tuvo la fortuna de ser operado por el doctor Alejandro Velasco Zimbrón, quien lo dejó en mejores condiciones que antes del accidente, según presumía el propio galeno. Eso sí, la convalecencia fue larga y tediosa: no pudo moverse de la cama durante un año. Así que su atención se centró en la radio, lo que le permitió al joven Ignacio López López conocer la obra de grandes músicos: Mozart, Beethoven, Schubert… También leía mucho.

Entre los diversos autores que fue conociendo, uno, en especial, llamó su atención: Xavier Villaurrutia. Así que cuando aprendió de nuevo a caminar su primer impulso fue ir a buscar al tal Villaurrutia. No fue difícil encontrarlo: revisando el periódico se halló con una publicación que invitaba a los interesados a inscribirse en la Escuela de Teatro de Bellas Artes. Así que fue y se quedó, apoyado, nada menos, que por el propio Villaurrutia.

Una de las primeras cosas que le dijeron sus maestros en la academia fue que tenía que leer a los grandes teóricos del teatro: Konstantin Stanislavsky y Yevgueni Vajtángov, de Rusia; Bertolt Brecht, de Alemania; Jerzy Grotowski, de Polonia. Luego vinieron las enseñanzas que le dejaron sus directores de escena: Xavier Villaurrutia, Seki Sano, Celestino Gorostiza, Ignacio Retes, etcétera. Pero haber aprendido tanto de ellos no lo condujo a la imitación, sino que lo llevó a la conclusión de que la verdadera escuela tiene que salir de uno mismo.

Supo entonces que debía adecuar todo lo que había aprendido, leído y escuchado; es decir, se dio cuenta de que todas esas teorías que había asimilado sólo le resultarían útiles si las usaba para llevar a cabo lo que él deseaba hacer, para expresar aquello que a él mismo le convenía. Eso implicaba, desde luego, adaptar todos los conocimientos a su propia manera de ser. Este camino, finalmente, fue el que le permitió llegar a lo que él consideraba como la esencia de todo, que es la verdad. Pero ¿de qué verdad hablaba?

—Como actor —dijo Ignacio López Tarso en aquella plática a principios de 2020— uno tiene que decir verdades en escena a tal punto que sea capaz de creerse que eso que está expresando (que fue escrito por un dramaturgo lejano, griego, español o de cualquier parte del mundo) no es otra cosa que una verdad absoluta. Si el actor no dice verdades, el público no le cree. Para que el público le crea, tiene que decir verdades; pero, además, sentir y traducir esas verdades en emociones verdaderas, palabras verdaderas, en acción verdadera. Todo tiene que ser auténtico. ¡Absolutamente! Entonces la comunicación con el público es mucho más fácil y mucho más efectiva. Y así ha sido mi vida: diciendo verdades me paró ante una cámara de televisión o de cine o en un escenario frente al público.

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