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«Las jiras»: medio siglo después

Federico Arana y su Villaurrutia

Marzo 2023

Nació en Tizayuca, Hidalgo (México), en noviembre de 1942. Hombre polifacético, ha ejercido —con soltura, maestría y autoridad— como biólogo, escritor, músico, compositor, caricaturista y pintor. Hace ya medio siglo, en marzo de 1973, apareció en el mercado bibliográfico su primera novela: Las jiras, bajo el sello Joaquín Mortiz, el primer libro de ficción que documentaba los intríngulis del rock mexicano que le valiera ese mismo año, incluso, el Premio Xavier Villaurrutia. Víctor Roura celebra aquí el aniversario de esta obra atemporal y, claro está, también a su autor, el prócer Federico Arana.

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En marzo de 1973, hace ya medio siglo, apareció en el mercado bibliográfico la novela de Federico Arana: Las jiras, bajo el sello Joaquín Mortiz, el primer libro de ficción que documentaba los intríngulis del rock mexicano que le valiera ese mismo año, incluso, el Premio Xavier Villaurrutia.

Dos décadas y media después, aprovechando que la Editorial Grijalbo la publicaría, Federico Arana se encargó de su reedición, corregida y ligeramente reescriturada. El volumen, pese al tiempo transcurrido, se mueve en un plano absolutamente actual, indicativo de que en esta corriente musical los sucesos permanecen inamovibles.

Más aún, se remarcan los típicos comportamientos mezquinos y egocéntricos que caracterizan visiblemente el espectro roquero.

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Si bien, paradójicamente, ésta no fue la intención primigenia de Arana, los años al final han puesto en su debido lugar a la novela: la crónica magistral de la mediocridad humana que impera en el círculo de los espectáculos. El autor, que la publicara a los 31 años de edad, aclara su mordaz objetivo en la primera edición con una somera advertencia: “Una de las finalidades que pretende alcanzar esta obrita es la de hacer una crítica del infralenguaje que ha adoptado gran parte de los jóvenes mexicanos y del mal castellano que hablan sus padres, maestros y rectores. En el original aparecían subrayadas todas las palabras y expresiones que consideré de escasa solera. Sin embargo, esto no quiere decir que todos esos términos sean a mi juicio inadmisibles, sino que vale la pena señalarlos para quienes no los conocen y para quienes, conociéndolos, nunca se han puesto a pensar en ellos. El caso es que, por motivos de presentación y para hacer menos abrupta la lectura de estas páginas, se ha suprimido el carácter cursivo de dichas palabras y expresiones. De cualquier modo, el glosario permanece en las últimas páginas del libro cual mudo testigo de que aún quedan ingenuos enfrascados en la desigual lucha contra el desamor y la indolencia hacia el lenguaje”.

Para exhibir esa “crítica del infralenguaje”, Federico Arana montó en 35 capítulos una recreación de sus andanzas con el grupo de rock Los Sinners, del que fuera integrante y pieza motor. Rocanrolero desde 1959 —a sus 17 años de edad— con Los Sonámbulos y en la actualidad director de Naftalina —cuyo disco “póstumo”, como dice Arana, lo dieran a conocer en 2019—, el único grupo de rock mexicano que no se toma en serio ni pretende colarse en el top 20 de MTV —mucho menos obtener un Grammy, demostrando con ello que ese es un negocio de las discográficas y plataformas digitales—, Federico Arana conoce a la perfección el terreno del cual habla y lo retrata sin cortapisas ni gazmoñerías.

En su —siempre—celebrada novela, a partir de la segunda edición el autor ha suprimido aquella advertencia para ir al grano: narrar las aventuras del quinteto Los Hijos del Ácido que, “cansados de la explotación y la falta de perspectivas en su país —se lee en la contraportada de la edición de Grijalbo—, deciden irse de ‘dioses’ a Estados Unidos”.

Federico Arana.

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“Dedicarse a rocanrolero es agradable —cuenta el Amarillo, el narrador de la novela de Federico Arana— por el dinero (fácil), las chicas (predispuestas), la popularidad, los viajes… Lo malo es que hay que rozarse con tipos como el Blondidudi, el Cerdo y el Foco, verdaderos indeseables”.

El Blondidudi es el secretario del grupo. “Al principio nos hacía obsequios, conseguía mota, limpiaba los instrumentos y no paraba de lambisconear, luego ofreció su casa para los ensayos, pues nos habían echado de todas partes. Allí conocimos a su hermana, la Mandriluca, y allí la pasamos por las armas a causa de su golfería, sobre todo, de sus escasos catorce años y de su extraña debilidad ante un ¡A que no lo haces!”.

Los secres eran, y son, esas personas efectivamente fanatizadas de un grupo por el cual se desviven y son capaces de hacer la peor de las bajezas. Como en México no hay todavía una estructura cimentada para sostener lujosamente a los grupos de rock, los secres, esos pobres seres casi esclavizados a las patanerías de sus superiores los músicos, son los que se encargan de medio ordenar los escenarios a cambio de nada.

Federico Arana retrata, con sutil ironía, el entretelón grasiento de la vida roquera en México. Y si Los Hijos del Ácido, finalmente ubicados en la década de los setenta, parten rumbo a Estados Unidos en busca de la gloria y el estrellato (no hay roquero mexicano que no quiera ser como Mick Jagger o Eddie Vedder —¡ahora hasta quieren parecerse a Bad Bunny!— o roquera mexicana que no desee estar en la piel de Alanis Morissette o Madonna —¡ya hay jovencitas ahora que quieren ser como Alejandra Guzmán!—) pero son deportados por la Border Patrol y el Amarillo, al casarse con una gringa, es enviado a Vietnam. Un paralelismo coherente sería, en estos tiempos, ubicar la novela en los mismos patrones de comportamiento con la diferencia de que los músicos irían a Miami para acabar, como acaban, diciendo idioteces delante de los micrófonos de los ingrávidos locutores, digamos, de MTV.

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En la revista Juventud Divino Tesoro se reproduce una entrevista con Los Hijos del Ácido, que parece ser una y la misma conversación con todos los demás grupos roqueros, y que tiene semejanzas inauditas con las declaraciones actuales de los innumerables conjuntos de rock:

—Muchachos, he planeado esta entrevista con miras a hacer llegar al público el punto de vista de este enorme movimiento mundial de la juventud, una juventud inconforme de la que ustedes forman parte. ¿Qué piensan de esto?

—Los jóvenes de hoy hemos tomado una actitud mística que consideramos el único camino para la salvación de la humanidad.

—¿Qué opinan de la generación anterior?

—La generación anterior nos ha legado, sobre todo, un mundo de odio. El sistema social que impera hoy en día está comercializado y podrido; lo único que podemos esperar de él es la discriminación racial, la injusticia y la guerra.

—¿Qué me dicen de la discriminación racial?

—Pensamos que todos los hombres son hermanos y que el color de la piel o la nacionalidad son elementos accidentales que carecen de importancia.

—¿Ustedes toman drogas?

—Sí, café, tabaco y refrescos de cola, pero muy de vez en cuando.

—¿Cuál es su máxima ambición?

—Desde el punto de vista musical pretendemos imponer el “sonido México” en el mundo, así como se impuso antes el sonido Nueva York, Detroit, California, Liverpool…

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La novela, hoy, es más divertida de lo que parecía hace 50 años, sobre todo luego de esta domesticación industrial que ha sufrido el rock a partir de los ochenta. Federico Arana concentra en 200 páginas, con demasiado humor, la lastimosa “decrepitud” del ansia de gloria roquera que mira siempre la paja en el ojo ajeno pero jamás la viga en el propio. Las jiras es la crónica de la derrota musical anticipada, la alegoría del rock improductivo, la fábula de la medianía de los músicos con ambiciones permanentemente frustradas, la quimera donde la gandallez se confronta con el escaso ingenio musical: una crítica incisiva al mudo lenguaje infra que no encuentra la salida de su jocoso laberinto. Pero asimismo Las jiras es la celebración del apoteótico y heterodoxo verbo, la simpatía por el quehacer musical no convencional, la ufana recepción del neologismo y la complicidad, o la documentada resignación, del ser del mexicano que no tiene vuelta de hoja: el mexicano no se reconoce nada más, como suponía Jorge Ibargüengoitia, por sus chiles enlatados cuando viaja sino también por su latente humorismo y su desparpajada actitud frente a la vida aunque ésta lo esté aplastando inmisericordemente.

“En este pinche medio —dice casi al final el Amarillo— hay mucho cuento y demasiada fantasía. Quizá sea una especie de fatalidad, porque a todos nos ha ido como en feria. Ahora sólo falto yo”.

Y acaba, el infeliz, huyendo de los cucús en Vietnam…

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Medio siglo después, pregunto a Federico Arana:

—¿Qué representa para ti Las jiras a medio siglo de haber salido la novela a la luz?, ¿modificarías alguna parte?, ¿el rock sigue siendo el mismo o, mejor dicho, el aparato detrás del rock sigue siendo el mismo?

Y, pese a serias dificultades médicas, el escritor, biólogo, dibujante, guitarrista y crítico de la música me contesta:

—Es mucho lo que representa para mí esta novela: un inagotable surtidor de serotonina, un golpe de suerte, una tabla de salvación, el principio de una desigual carrera, una fábrica de amigos (aunque también de enemigos) y el persistente sofoco de que haya originado la filmación de uno de los churros más infames de la cinematografía mexicana: Los Triunfadores, de Javier Durán (con la destacada complicidad de Mario Hernández y Toni Aguilar), engendro que por motivos para mí incomprensibles a cada rato pasan por televisión.

“En cuanto a si modificaría alguna parte tengo que confesar que en todas sus reediciones ha habido cambios casi siempre sutiles, aunque en la última, la correspondiente al Conaculta hidalguense, me permití incluso agregar un par de capítulos.

“Me parece que tanto el rock como el o los aparatos que tratan de sacarle provecho son actualmente muy distintos a los que yo disfruté y padecí”.

Las jiras, sí, probablemente puedan tener ciertas metamorfosis en los disfrutes y los padecimientos en los artistas por los comprensibles cambios temporales de los tiempos que se viven, pero la novela, que hiciera acreedor al Premio Villaurrutia en 1973, se lee como si fuera escrita ayer mismo.

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