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“Este señor necesita bigotes”

Enero, 2023

Taro Gomi es uno de los autores de literatura infantil más conocidos del mundo. Ha publicado más de 500 libros para los pequeños, además ha escrito ensayos y letras de canciones para niños, ha diseñado ropa infantil y ha firmado varias series de dibujos animados. Por supuesto, es uno de nuestros héroes. ¿Cómo no admirar, entonces, algo como El libro de los garabatos? Ya lo señalan los editores en la contraportada: este no es un libro para colorear ordinario: es un volumen para dibujar, diseñar, colorear, cortar, pegar y crear historias, un reto para la imaginación y la creatividad que en sus 368 páginas entretendrá desde niños los más pequeños hasta los adolescentes, pues en cada uno de los ejercicios propone un punto de partida para dar rienda suelta a la mano y a la capacidad de creación. En su ‘Calesita’, Juan José Flores Nava nos habla de esta colosal obra…

¿A quién no le gusta hacer garabatos? Con un bolígrafo, con un lápiz, con colores, con crayolas, con plumines, con un lápiz labial, con un palito de madera, con gises, con el dedo índice (en el aire o removiendo la arena de la playa), con la hoja de un árbol o una flor, con cemento fresco, con lodo, usando el vaho o el vapor impregnados sobre un cristal…

Garabatear siempre es fascinante. Porque en su corazón, en su núcleo, el acto de garabatear lleva la libertad, la transparencia, el sinsentido, la pureza del juego. Quizá por eso resulta tan divertido darse cuenta de que aquellos sabios, que tanto conocen de palabras, no atinan a ponerse de acuerdo acerca del origen del vocablo: hay quienes dicen que “garabato” viene de “garfio”, otros suponen que su pasado está en “arrancar”, no falta quien afirma que su raíz se encuentra en “joroba”, pero, sin duda, la propuesta más bonita es la de quienes aseguran que todo lo anterior es falso y que “garabato” debe su existencia a “escarabajo”.  

¿Cómo no admirar, entonces, El libro de los garabatos (FCE), del genial artista japonés Taro Gomi (1945)? Para empezar, su tamaño es colosal. Más que un libro para niños (que lo es), parece, a lo lejos, uno de esos enormes y voluminosos catálogos contemporáneos de arte (30 x 21 cm). Todavía peor: si no fuera por la divertida tipografía, los extraños trazos, las figuras geométricas y los colores vibrantes que pueblan la portada, la contraportada y el lomo, bien se podría suponer que es uno de esos aburridos tratados de historio, teología o derecho. Pero nada más lejos de ello: hay más de 350 páginas que invitan a compartir y plasmar la peculiar manera de mirar, sentir y representar el mundo que posee cada pequeño artista.

Y cuando digo pequeño no quiero decir solamente niño, sino que estoy seguro de que adultos jóvenes y viejos estarán tentados a meter (literalmente) las narices en el volumen. Porque en El libro de los garabatos todo está por suceder. Taro Gomi inicia el juego trazando, por mencionar un caso, las líneas de algo que parece un árbol, al que sólo pide dibujarle muchas hojas; o pinta unas rayas que forman la autopista a la que habrá que colocarle autos; o crea las siluetas que dan vida a una pequeña embarcación en medio del mar con dos apurados tripulantes a bordo, los cuales deben enfrentarse a un pez que falta por dibujar y que será más grande que el bote; o qué tal aquella negra y monstruosa mancha de “plasma” que posee grandes ojos, extrañas extremidades, una lengua voraz e implacables dientes afilados a la que habrá que desaparecer con pintura.

Son tantas páginas y tantos los garabatos que faltan en cada una de ellas que este libro se antoja para que dure toda la infancia. Más que un artefacto literario, parece un pasatiempo sin fin. Una extendida apropiación ilustrada de la realidad más común en la que todos estamos inmersos. El reconocimiento y la interpretación de los objetos que configuran esa misma realidad. Sobre todo eso: interpretación. Porque aunque Taro Gomi diga que el señor que ha dibujado necesita pelo o bigotes, cada “lector” le pondrá a ese señor el tipo de pelo y la forma de bigote que quiera. Más allá de una obviedad, esta postura muestra una creencia del propio Taro Gomi: los niños no son seres a quienes los adultos debemos de ir llenando de conocimiento, como usualmente se cree; cada niño, desde que nace, sabe muchas cosas.

Por eso, simplemente, propone crear unas líneas en zigzag que no llegan a ningún lado, o flores y mariposas en un campo desolado, o nubes esponjosas en el cielo, o la comida favorita de cada quien, o los dientes de un niño y sus caries, o un cocodrilo que posa sobre un palito (¡o un elefante!), o la réplica de una ave, o llenar de pájaros la fronda de un árbol, o a alguien que esté dispuesto a subir o a bajar unas escaleras que esperan con paciencia, o el arcoíris que le falta al paisaje, o el graffiti que dará una vida distinta a la blanca y luminosa pared (¡eso sí, rápido, antes de que alguien nos vea!). Y lo mismo sucede cuando pide crear la forma del sonido de la trompeta o del tambor o la forma del hombre invisible; o máscaras y cajas, calendarios y postales.

Un universo entero, pues, que cada pequeño artista debe completar con su propio universo interior y sus habilidades creativas. Tal como se lo explica Taro Gomi a Gustavo Puerta Leisse en una entrevista para Educación y Biblioteca: “Pienso que si nos limitamos a esperar, si no buscamos enseñarles nada, los niños pueden expresar qué llevan dentro, qué tienen […] Algunos creemos que el niño está preparado para hacer todo y otros son incapaces de creerlo”. Con más de 400 libros publicados desde que en 1973 apareció Michi (El camino), cuando Taro Gomi tenía 28 años, no estaría nada mal considerar que este hombre sabe bien de lo que habla.

En especial si asumimos que, para él, como ha dicho, no existe una distinción entre lectores niños o adultos. Y que lleva muchísimos años haciendo lo que le da la gana: dice que se duerme a las seis de la mañana y se levanta a las dos de la tarde, y, sobre todo, que no trabaja, sólo se pone a garabatear cuando le apetece. Como artista, como hacedor de libros, parece estar más cerca del juego que del mero oficio de un dibujante o de un escritor. Ésta es la sensación que transmite en El libro de los garabatos: la de una amplia explanada para existir, sencillamente, dibujando.

Sí: existir. Y nada más. Sin más racionalidad que la exige el control del lápiz, de la crayola, del color, de la brocha, del pincel, de lápiz adhesivo, del bolígrafo, de los plumones. Sin más verdad que la que se va creando conforme se garabatea. Eso sí, con un ritmo y una armonía que llenen el tiempo libre de alegría y dicha: construyendo, imitando y reelaborando formas animales, humanas, materiales y de la naturaleza de manera caprichosa, pero también dándole cuerpo a figuras no visibles como el sonido y los fantasmas. Si el filósofo e historiador holandés Johan Huizinga escribió que el juego está regido por una estructura social organizada que escapa a la razón, es decir, que se practica bajo ciertas reglas y con un propósito que no posee explicación lógica ni resultado práctico alguno, es posible concluir que las páginas de El libro de los garabatos únicamente llaman a satisfacer ese espíritu lúdico que distingue a nuestra especie. No más. No menos.

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