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Crisis en Perú: protestas, «terruqueo» y represión

¿Qué está ocurriendo en el país andino? ¿Cómo se ha llegado a su actual situación? Tres miradas nos acercan al embrollo peruano.

Enero, 2023

Dossier. La destitución y detención del ahora expresidente de Perú, Pedro Castillo, en diciembre pasado, tras su intento de disolver el Congreso, ha dado lugar a una nueva ola de protestas. Pero hablar de Perú fuera del Perú para explicar Perú es un ejercicio difícil por la magnitud de historia que hay que entrelazar para plasmar lo que ocurre. La reacción inmediata estos días es la del interés, pero también la del desconocimiento, escribe Laura Arroyo. Son dos versiones contradictorias de una realidad compleja, asegura por su parte David Guzmán Játiva. El país aparece hoy polarizado entre un bloque proestablishment y otro antielite. En este contexto, la presidenta Dina Boluarte se sostiene, por ahora, en el bloque parlamentario de la derecha y las Fuerzas Armadas, y ha dado vía libre a una fuerte represión de las protestas en reclamo de elecciones anticipadas. Sin embargo, como puntualiza Milcíades Ruiz en su artículo: no es la primera vez en el Perú que la protesta social colisiona con el estado de derecho. Son miles las rebeliones en los diversos sistemas de opresión que nuestra historia omite. La pregunta sigue hoy vigente: ¿una democracia que necesita asesinar a sus ciudadanos para imponer su legalidad y construir su legitimidad es una democracia?


Perú roto

David Guzmán Játiva


Pedro Castillo disolvió el Congreso, y al poco fue destituido por el mismo Congreso y apresado por orden de la Fiscalía. A partir de ese día, 7 de diciembre, Perú se convirtió en un país en el que parecen instalarse dos versiones contradictorias de la realidad.

La versión de Dina Boluarte, sucesora de Castillo, así como de la mayoría de los medios de comunicación, consiste en señalar la ilegalidad en la que incurrió Castillo. Aunque uno de sus antecesores, Martín Vizcarra, también disolvió el Congreso, lo habría hecho con apego a la ley. Además de la disolución del Congreso, Castillo estaba siendo acusado de actos de corrupción, realizados por su entorno más próximo y bajo su conocimiento. El Congreso había intentado la destitución de Castillo en dos ocasiones y la Fiscalía había conseguido la colaboración de unos cuantos delatores eficaces para iniciar un proceso contra el presidente. A los pocos días de la destitución del que fuera maestro rural de Cajamarca —una de las regiones más pobres del país—, uno de los canales de la televisión abierta de Perú lo acusaba de ser el líder de una organización criminal. Algo, al parecer, inconcebible hace apenas unos pocos días. La prensa, como por ejemplo el diario La República, no logra explicarse lo que ha hecho Castillo. ¿Por qué disolvió el Congreso sin que existiera una real amenaza de destitución? “Ha sido una locura”, es lo que llega a afirmar Mirko Lauer, principal editorialista de La República, poeta y director de la revista literaria Hueso Húmero.

La Deutsche Welle entrevista una noche a uno de los hombres más cercanos a Castillo. Guido Bellido se irrita y termina por irritar a la periodista, a la que acusa de tergiversar la realidad. Es difícil aceptar la acusación de Bellido, pues la Deutsche Welle difícilmente tiene un interés directo en lo que sucede estos días en Perú. “Creemos que Castillo fue drogado, por eso dio ese mensaje”, declara Bellido, quien fuera primer ministro de Castillo al inicio de su mandato. La explicación o justificación de que Castillo ha sido víctima de algún tipo de droga resulta increíble. Cómica, en realidad, pero tampoco imposible, en la medida en que Castillo, en los dieciséis meses de gobierno tuvo setenta ministros, uno nuevo cada seis días. Además, en lugar de ampliar su círculo, fue cerrándose cada vez más en torno al grupo partidista que lo llevó al poder, Perú Libre, sobre el que pesan serias acusaciones de representar el ala política de Sendero Luminoso.

¿Quién es Pedro Castillo?, le pregunto a Nicanor Alvarado, profesor de la Universidad de Jaén y activista social. “Es un maestro rural y rondero. Se presentó como candidato a alcalde de Anguía en 2002 por Perú Posible, sin éxito. Luego escaló posiciones en un sindicato de maestros que desafiaba al sindicato oficial, dominado por el partido comunista Patria Libre. Fue entonces cuando se convirtió en un personaje de alcance nacional, al dirigir una huelga de maestros en el año 2017”.

Ser rondero significa pertenecer a una organización campesina, de importancia nacional, que desde hace treinta años defiende las tierras y los intereses de los campesinos. Durante los años del terrorismo de Sendero Luminoso, los ronderos enfrentaron a los “terrucos”, a veces en colaboración con el ejército. Castillo, además, nació y se convirtió en rondero en la región de Cajamarca, provincia del Chota, donde esta organización tiene su lugar de origen.

Romeo Grompone escribe en El profe sobre el sindicato que llegó a encabezar Castillo: “El Comité Nacional de Reorientación y Reconstitución del SUTEP (Conare) es identificado como un brazo político de Sendero Luminoso. Sin embargo, la mayoría de maestros que integran el Conare se deslindan de esta última organización y sostienen reivindicar una agenda particular de demandas relativas a su labor como docentes promoviendo mecanismos participativos y democráticos”. Esta ambigua vinculación de Castillo con el senderismo explica, de alguna forma, sin justificarla, la violencia con la que han sido reprimidas las protestas en contra de la destitución de Castillo y que han dejado ya al menos 46 muertos* en un mes.

En un semanario como Hildebrant en sus Trece, dirigido por el periodista del mismo apellido, se cita el testimonio de un fotógrafo que es testigo presencial de la represión que tiene lugar en la ciudad del Cuzco. “El ejército permitió que la multitud entrara al aeropuerto, y cuando estuvo adentro, comenzó a disparar. No hubo enfrentamiento, fue una emboscada”. La sangre fría con la que han actuado Dina Boluarte —quien fuera vicepresidenta de Castillo— y las Fuerzas Armadas se puede explicar en la medida en que este gobierno cívico-militar, como lo denomina Hildebrant, no se está enfrentando al castillismo, o a los maestros rurales, o a los pueblos indígenas, sino a lo que posiblemente consideran un rebrote de Sendero Luminoso. ¿Podría explicarse de otra manera la violencia inaudita que se ha desatado contra la gente indefensa? ¿Es auténtica la amenaza de un retorno de Sendero Luminoso? Para contestar una pregunta tabú como esta quizá debamos hacernos otras preguntas.

Pedro Castillo, en una imagen cuando aún era presidente de Perú.

¿Cómo llegó Castillo al poder?

Perú es un país emblemático de América Latina: una democracia precaria, como señalan Romeo Grompone e Isabel Remi. No obstante, durante los últimos veinte años ha vivido una continuidad democrática sin rupturas. Tras la destitución de Fujimori en 2000, han gobernado Alejandro Toledo (2001-2006), Allan García (2006-2011), Ollanta Humala (2011-2016) y Pedro Pablo Kuczynski (2016-2018). Todos los expresidentes de Perú han sido acusados de corrupción, sobre todo por sus relaciones con el caso ‘Lava Jato’, de Brasil, que tenía como principal protagonista a la constructora Odebrecht. Kuczynski renunció al convertirse en objeto de acusaciones; le sucedió Martín Vizcarra, quien disolvió el Congreso después de que éste no diera el voto de confianza a su gabinete en dos ocasiones, lo cual permitiría al presidente convocar nuevas elecciones parlamentarias. El nuevo Congreso destituyó a Vizcarra: durante apenas cinco días gobernó Manuel Merino, quien fue reemplazado por Rafael Sagasti en noviembre de 2020. En marzo de 2021 Pedro Castillo pasaba a segunda vuelta con el 18 % de los votos y debía enfrentar a Keiko Fujimori, que había llegado con el 13 % de votos. Sin embargo, apenas unas semanas antes de la elección, poca gente identificaba a Castillo entre las 18 candidaturas que se disputaban llegar al palacio de Pizarro.

Al parecer, Castillo contó con dos cosas a su favor: su ola de popularidad llegó justo en la semana en que se realizaban las elecciones de primera vuelta. De haberse realizado una semana después, a lo mejor ganaba otro candidato. Además, había llevado a cabo una campaña cara a cara en medio de las restricciones por la pandemia; es decir, se reunió con maestros, campesinos, ronderos, indígenas, en mítines por la costa, la sierra y la selva. Esta cercanía puede explicar en cierta forma su voto duro, además de que las protestas hoy tengan su base en las zonas campesinas e indígenas, sobre todo del sur del Perú. También cabe señalar que mucha gente se identificó con Castillo por considerarlo un semejante, un igual: “Es uno como nosotros, sabe por lo que pasamos”, llega a decir una maestra rural entrevistada por Graciela Camacho y Paola Sosa-Villagarcía.

Esta cercanía con el peruano común y corriente, esta familiaridad con la mayoría de peruanos, explica el rechazo que ha sufrido Castillo por parte de la élite económica y política que gobierna el Perú. Castillo era un extraño en Lima. Dice Chillico, cronista y caricaturista de Cuzco: “Hay una expresión de hartazgo del pueblo peruano frente a la derecha bruta y achorada que no quiere soltar la mamadera del poder”. El Facebook de Chillico acababa de ser cerrado, y al buscarlo encuentro en su nueva cuenta de Facebook apenas tres publicaciones: en una de ellas está Dina Boluarte con las manos manchadas de sangre y vestida con pantalones y botas militares.

El gobierno de Castillo y su caída

La elección que llevó a Castillo al poder ha sido comparada con la que enfrentó a Mario Vargas Llosa y a Alberto Fujimori. Es decir, una elección muy polarizada, en la que Castillo ganó por apenas 44.058 votos, una diferencia de apenas un 0,15 % respecto a Fujimori. “En realidad —explica Aldo Hermenegildo, periodista de Global TV, de Lima—, Castillo no llegó a topar ningún interés, no hizo ninguna ley, no hizo nada… Los revolucionarios de salón lo abandonaron cuando él no les quiso dar lo que querían… y la derecha terminó por arrinconarlo”.

Pedro Castillo llega al poder en una situación política y social muy conflictiva: la pandemia de coronavirus significó un retroceso económico de treinta años para la mayoría de peruanos. Es decir, volvieron a un estado de cosas similar al de los años 90. Cabe señalar que Perú es uno de los países que se benefició con la globalización.

Escriben Travelli y Gil: “La reducción de la pobreza en el Perú ha sido imponente. Se pasó de más de 55 % de pobreza monetaria en 2004 a 20 % en 2018. Básicamente, se transitó de un país donde la mayoría de peruanos vivía en situación de pobreza a uno donde la mayoría vive en una situación de no-pobreza”. Y añaden a continuación: “Entre 2001 y 2017 la economía peruana más que duplicó su tamaño, y, según datos del BCRP (Banco Central de la República del Perú), lo mismo sucedió con el producto per cápita, con una desigualdad decreciente (al menos entre la clase media y los hogares más pobres)”.

La globalización significó para el Perú la presencia de multinacionales mineras —chinas, canadienses, mexicanas— y el desarrollo de la explotación agrícola orientada a la exportación. Estos sectores crecieron fabulosamente, de manera paralela al aparato estatal y a la mediana y pequeña empresa que en Perú tiene sobre todo un carácter informal. Cabe apuntar que es en los sectores medios y bajos donde la pandemia del coronavirus impactó con mayor agresividad justamente por el carácter informal de su economía, que debe llevarse a cabo casi siempre en la calle y que exige el contacto personal: la pandemia provocó más de 200.000 muertos, una de las cifras más altas por cada cien mil habitantes, tomando en cuenta que Perú tiene una población de 33 millones.

Podría señalarse que Castillo no pudo gobernar para esa clase golpeada por el coronavirus y tampoco pudo enfrentar la oposición de derecha, encarnada en gran medida en los medios de comunicación. “Castillo les quitó la publicidad estatal —dice Aldo Hermenegildo—. Además… el Congreso iba a utilizar otra figura para destituirlo, la de suspensión… sólo necesitaba 65 votos de los 110”. Eso explicaría, en gran medida, la aparición de Castillo en televisión, diciendo que iba a disolver el Congreso y que iba a intervenir en la justicia y a convocar a una Asamblea Constituyente…

Dina Boluarte, presidente actual de Perú luego de que su predecesor fuera destituido.

¿Y ahora?

Castillo llegó a la presidencia en uno de los momentos más difíciles y complejos de la historia reciente del Perú. Similar, como han señalado algunos comentaristas, a fines de los años ochenta, cuando el país estaba quebrado económicamente por una terrible hiperinflación y Sendero Luminoso ganaba territorio. El “terruqueo”, del que fue objeto Castillo, es decir, las acusaciones de simpatía por el senderismo, y el rechazo social y cultural que provoca en las élites políticas y económicas hicieron imposible su gobierno. Asimismo, su incapacidad probada para rodearse de gente capaz y limpia de toda sospecha empeoró la situación. Para rematarla, las acusaciones de corrupción parecen estar bien fundadas, aunque responden a montos irrisorios, ridículos: “40.000 soles recibió Castillo por entregar la dirección de PetroPerú”, apunta un número de Hildebrant de noviembre pasado. ¡40.000 soles! Unos diez mil euros…

La confusión política y la crisis social y económica parecen alentar la resurrección de un fantasma bastante real, el senderismo, y la aparición de un actor que ha sido gravitante en la vida política peruana: las Fuerzas Armadas. Escriben Romeo Grompone e Isabel Remi en relación con la democracia peruana del siglo XX: “El otro actor en disputa eran las Fuerzas Armadas. Se trataba de una especie de democracia bajo tutela, en la cual todos los actores reconocían que los militares podían intervenir si consideraban que las medidas resultaban muy reformistas o que se estaba siendo muy permisivo con la agitación social”.

Dice Aldo Hermenegildo sobre los actos criminales de Sendero Luminoso: “No han reconocido sus crímenes. No los han pagado”. Aunque Alberto Fujimori está preso por corrupción —por el caso de los Vladivideos, la compra de congresistas y periodistas—, los años de guerra contra Sendero Luminoso dieron lugar a excesos brutales de la fuerza pública, a la creación de grupos paramilitares que actuaron con total impunidad. Los años de la violencia dejaron 70.000 muertos. La memoria obstinada todavía exige justicia. ¿Podrá encontrar justicia en un gobierno que se ha manchado de sangre a los pocos días de comenzar?

La crisis social y económica en Perú entregó el poder a un personaje inédito. Hoy mismo, el poder ha retornado a las manos de siempre, pero al costo de lo que parece una fractura social. Un momento en que se rompen los acuerdos de convivencia.

En La ciudad y los perros, Mario Vargas Llosa recrea la vida de unos cadetes en el colegio militar Leoncio Prado. El antihéroe del libro, el Esclavo, es un personaje perseguido y odiado por los cadetes fuertes y cínicos, como el Jaguar. Al final, el Esclavo muere —lo mata el Jaguar— y nadie se ocupa más de él…

Los militares siguen siendo el poder tras el poder: los únicos capaces de recomponer la convivencia mediante el autoritarismo y el miedo. Que lo diga Varguitas, si no.

[David Guzmán Játiva: escritor y periodista peruano.]

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Perú: la posibilidad de una democracia real

Laura Arroyo


En el maravilloso libro Los ríos profundos, José María Arguedas tiene, como suele pasar, una frase para todo. En estos 39 días de gobierno de Dina Boluarte regreso mucho a Arguedas para intentar explicar fuera lo que ocurre dentro de mi país y, como imaginaba, encontré la frase que siento que ese Perú movilizado que llora ya a 48 muertos* en las protestas se dice a sí mismo: “¡Sí! Había que ser como ese río imperturbable y cristalino, como sus aguas vencedoras. ¡Cómo tú, río Pachachaca! ¡Hermoso caballo de crin brillante, indetenible y permanente, que marcha por el más profundo camino terrestre!”

Hablar de Perú fuera del Perú para explicar Perú es un ejercicio difícil por la magnitud de historia que hay que entrelazar para plasmar lo que ocurre. La reacción inmediata estos días es la del interés, pero también la del desconocimiento de ese pueblo movilizado en el sur del que se habla particularmente poco en otras partes del mundo. En España, al decir Perú en estos nueve años de migrante, yo suelo recibir tres reacciones concretas: “¡el cebiche!”, “¡Machu Picchu!” o, el nombre de un lamentable embajador: “¡Mario Vargas Llosa!”. Pero el Perú que suele ser desconocido es ese que hoy se moviliza y que tiene mejores embajadoras. Perú es el país de Máxima Acuña, la mujer que se enfrentó sola a una transnacional para defender su territorio y que a día de hoy nunca se lo entregó. Perú es el país de Gisela Ortiz y de Raída Cóndor, las mujeres que exigieron justicia por sus familiares víctimas de la dictadura fujimorista y que con esa terquedad indetenible como la del Río Pachachaca lograron meter a Alberto Fujimori en la cárcel por delitos de lesa humanidad. Perú es el país de Killa Sotelo, la hermana de Inti Sotelo, joven que murió en la represión de las marchas que buscaban, y lograron, sacar a un usurpador en la presidencia como Manuel Merino en 2020, y que hoy está en las calles de Lima ayudando a que la protesta siga siendo un derecho y la memoria una obligación colectiva. Perú es el país de Mamá Angélica, una mujer campesina que fue la activista más poderosa que tuvimos en la lucha contra la impunidad por las desapariciones forzadas entre 1980 y 2000. La lista es mucho más larga, y define una vía para entender lo que ocurre hoy en ese Perú que no deja de movilizarse contra un gobierno que no considera suyo. El hoy sólo se explica también en estos ejemplos de lucha que nunca cesaron.

El pueblo peruano. / Captura de pantalla.

La mecha que prendió

El 7 de diciembre, el entonces presidente Pedro Castillo leyó con voz temblorosa ante toda la nación un mensaje. En éste anunció la disolución del Congreso, la convocatoria a elecciones para uno nuevo, un toque de queda a nivel nacional, el gobierno mediante decretos ley, la reorganización del sistema de justicia, etc. Cualquiera podría pensar que se trataba de un golpe de Estado y que el entonces presidente se situaba fuera de la ley y la constitución. Sin embargo, aunque es verdad que el anuncio así lo declaraba, Pedro Castillo no llevó a cabo ningún golpe. El golpe, por el contrario, sería otro. El golpe que ganó fue el de quienes, desde que en 2021 Castillo ganó en las urnas, asumieron la voluntad férrea de sacarlo de Palacio de Gobierno. El 7 de diciembre, Castillo les regaló una oportunidad.

Dos horas después del anuncio, el expresidente se encontraba detenido y en custodia. Sigue detenido y se ha ampliado su prisión preventiva a 18 meses. Fueron sus propios escoltas, quienes lo resguardaban en su intento por llegar a la embajada de México en Lima, quienes lo detuvieron. Curioso golpista o dictador el que no cuenta ni con la lealtad de sus propios escoltas, ¿verdad? Investigaciones y testimonios posteriores, como el que publicó IDL-Reporteros dan cuenta de que los principales cargos de las Fuerzas Armadas, semanas antes, ya no respondían al que todavía era el Jefe de Estado, sino a sus cabezas internas. Habían creado un comité de crisis considerando las ‘posibilidades’ de un conflicto. Entraron en esta ecuación el Poder Judicial, la Junta Nacional de Justicia, el Tribunal Constitucional y la Fiscal de la Nación. Castillo, jefe de Estado, ya no lo era del todo antes de su anuncio del 7 de diciembre.

Ese mismo día ocurría otro hecho en el Congreso de la República. Se venía anunciando durante meses el tercer intento de vacancia contra Pedro Castillo. La vacancia es una figura legal amparada en la Constitución con el vacío peligroso que supone que se pueda sacar a un presidente por “incapacidad moral”. ¿Qué es “incapacidad moral”? Lo que el Congreso y, en última instancia, el Tribunal Constitucional —elegido por el Congreso— decidan. En un año y medio de gobierno se presentaron tres mociones de vacancia contra Pedro Castillo en el Congreso. Todo indicaba que esta tercera no sería la vencida y que los votos para inhabilitar al presidente no se alcanzarían. Sin embargo, por uno de esos misterios aún sin resolver, Castillo decide pronunciar su discurso y con ello el Congreso, de mayoría derechista y con la intención de sacarlo del cargo desde antes de que lo asumiera, tuvo la excusa perfecta para proceder. Consiguieron los votos, cesaron al presidente y se dio inicio así al proceso de sucesión por el cual la vicepresidenta Dina Boluarte asumió el cargo.

Ese mismo día, Dina Boluarte ingresaba al Congreso de la República a juramentar como presidenta mientras el expresidente se encontraba detenido. Más allá de las interpretaciones legales, lo cierto es que la bajísima legitimidad de dicho Congreso es clave para entender por qué el anuncio de disolver el Congreso que hizo Pedro Castillo empató con ese ánimo de enfado con una institución que es percibida como corrupta e interesada. Las demandas por “cerrar el Congreso” han ido en ascenso en los últimos años y recordemos que cuando el expresidente Martín Vizcarra cerró el Congreso vio su popularidad crecer de manera inédita. En este escenario se esperaba que Boluarte, entendiendo la fragilidad de la situación, escucharía el reclamo y asumiría una transición que permitiera un adelanto electoral lo más pronto posible. Pero Boluarte y las fuerzas con las que hoy cogobierna tenían otros planes. Su primer discurso no dejó lugar a dudas: nos quedamos todos hasta 2026. Como si nada hubiera pasado. Como si Castillo, más allá de cualquier valoración política, no fuera un presidente que contaba con un 31% de respaldo ciudadano y que aumentaba en su aprobación sistemáticamente durante los últimos seis meses. Como si no fuera también claro que ese Congreso al que Boluarte le tendía la mano había intentado sacarlo del cargo desde el primer momento y que, por tanto, había un Perú sembrando la indignación de ver que el voto que ejerció en 2021 podía ser revertido si se unían desde todos los poderes para que así fuera. Pero, en lugar de hablarle a ese país que miraba la escena intentando entender qué había ocurrido, decidió hablarle sólo a sus aliados. De esos polvos, estos lodos. En ese momento, la mecha se prendió.

“Yo tengo al presidente”

El historiador peruano José Carlos Agüero ha sabido definir bien lo que significó Pedro Castillo como símbolo. La presidencia no es sólo un espacio de poder, sino también un espacio de representación simbólica. En los países de América Latina lo sabemos especialmente. Recordemos, por ejemplo, la reivindicación histórica para el pueblo aimara que significó un presidente como Evo Morales en Bolivia. Del mismo modo, Pedro Castillo fue también una figura reivindicativa. En una democracia como la peruana, una democracia “formal” que se sostiene sobre instituciones precarias “formales” pero que no alcanza a las mayorías, la victoria de Castillo fue, como diría Agüero, una suerte de “presidente tapón”. Una forma del pueblo de decir, desde la absoluta convicción de esta frase, “ustedes tienen todos los poderes, pero yo tengo al presidente”. Ese “yo” nos habla de ese país mayoritario del que casi nunca habla el poder mediático ni mucho menos el poder económico. Ese “yo” nos habla de un Perú mayoritario que vive con un Estado no sólo ausente, sino de espaldas a esa mayoría. Ese “yo” nos habla de ese Perú mayoritario que es víctima constante de racismo y clasismo por parte de las élites que sí disfrutan de esa democracia formal de la que son los únicos protagonistas.

Esto explica que Perú sea el país de América Latina con más ciudadanos descontentos con su democracia (LAPOP 2020). Lo sorprendente sería que la cifra fuera otra. La democracia peruana desde hace décadas tiene una única forma de concreción para la gran mayoría del país: el domingo electoral. Ese domingo electoral como único espacio democrático real en el que, por un día, un campesino de las comunidades altoandinas tiene el mismo poder que un vecino de San Isidro, uno de los distritos más pudientes de Lima. Ese domingo en el que todos los peruanos y peruanas en el ejercicio de marcar una cédula y depositarla en un ánfora son iguales. Ello explica que, tras la segunda vuelta electoral en 2021 —una segunda vuelta en la que todos los espacios de poder peruano se posicionaron a favor de la candidata Keiko Fujimori—, no lograran su objetivo; eso significó mucho más que una victoria electoral. Significó una posibilidad de democracia de otro tipo y dio inicio a un tipo de pulsión popular distinta que es la que hoy se está exigiendo: una democracia profunda.

Pero desde entonces se empezó a jugar irresponsablemente a encender la mecha.

Desde el momento en que Pedro Castillo ganó las elecciones sucedieron una serie de hechos con la intención de revertir el resultado. Por un lado, los anuncios de fraude desde el ala perdedora —todos los poderes incluidos—, pese a que los observadores internacionales confirmaron que no lo hubo, demostraron la voluntad por no aceptar el resultado ni, por tanto, la presidencia de Castillo. Esta estrategia no nos resulta extraña. La vimos antes en Estados Unidos cuando Trump se negó a aceptar su derrota, y vimos días después con el asalto al Capitolio lo que esos discursos provocan. De la misma forma, esta práctica la vimos en Brasil, cuando Bolsonaro no aceptó los resultados y, nuevamente, promovieron un discurso antidemocrático que terminó en la toma del Congreso y el Tribunal Constitucional. También vemos esta estrategia en la ultraderecha española, ya sea a través de Vox, sus espacios de difusión mediática o, incluso, el rey Felipe VI, cuando se arroga la facultad de decidir qué partidos son constitucionalistas y cuáles no e insiste en determinar que el Gobierno actual es ilegítimo. No sólo se quiebra a la democracia en dicho discurso, sino que se convoca a la ciudadanía a actuar en consecuencia. En la misma línea, y con el mismo discurso que ya conocemos internacionalmente, la ultraderecha peruana y la derecha canibalizada por esta ultraderecha se empeñaron desde el día uno en instalar la idea de que Castillo no era un presidente legítimo y, por tanto, cualquier vía para destituirlo era tan necesaria como urgente.

Fue así que vimos una orquestación sostenida más fuerte que la que Perú vivió durante la segunda vuelta electoral de 2021. Del “voten por Keiko Fujimori para salvar al Perú” se transitó al “echemos a Pedro Castillo para salvar al Perú”, que fue escenificado con marchas convocadas desde los poderes para exigir la renuncia del presidente. A lo que cabe añadir las tres mociones de vacancia impulsadas desde el Congreso, las censuras sucesivas a ministros, con la obstaculización constante de proyectos de ley enviados desde el Ejecutivo al Legislativo para su discusión y aprobación, e intentos que incluyeron hasta a la Fiscal de la Nación para que idease una fórmula legal que permitiera suspender al presidente con los votos del Congreso.

Nada de esto obvia la precariedad del gobierno de Castillo y también su responsabilidad en dicha precariedad. Su incapacidad para llegar a acuerdos con fuerzas que ampliasen el espacio de las izquierdas o fuerzas del cambio para sostener su presidencia, su apuesta por cerrar su círculo de confianza de manera irresponsable en términos de gestión o su continua apuesta por tender puentes con quienes querían destituirlo en lugar de hacerlo con quienes desde el espectro popular apoyaban su mandato, hicieron crecer la debilidad de su gobierno. Sin embargo, no se puede valorar la gestión de Pedro Castillo aislada del contexto que vivió su mandato desde el primer minuto de la campaña electoral, ni puede analizarse tampoco aquel errado mensaje del 7 de diciembre sin entender todo el contexto que empujó a un presidente sin ideología, pero con con un importante apoyo popular, a leerlo debido a lo que significó y aún significa en el Perú de hoy: la posibilidad de otra democracia.

Con la salida de Pedro Castillo de Palacio de Gobierno el 7 de diciembre, con su rápida detención, cuando todos los otros presidentes han enfrentado diversos procesos por corrupción desde la comodidad de sus hogares, con el ejercicio cuestionable desde lo jurídico sobre el delito que se le imputa y que actualmente lo mantiene en prisión, con la celebración vergonzosa del Congreso que buscó gobernar desde el inicio quebrando el equilibrio de poderes y construyendo de facto un régimen parlamentario en un país que es presidencialista y con el aplauso explícito y sin rubor del poder económico, empresarial, judicial y mediático, se terminó por romper el precario pacto democrático peruano. El domingo electoral dejó de existir como esa concreción de democracia formal aunque no real. Y quienes tenían a un presidente se dieron cuenta de que los poderes no permitirían que tuvieran siquiera esa posibilidad.

Lo que está en disputa

El Perú movilizado hoy tiene características concretas. Es esencialmente rural, sureño, andino. Es ese Perú que, como decíamos, sabe del Estado por oídas y no porque lo sienta cercano. Sabe de las desigualdades más que nadie porque las padece desde siempre. Sabe de la democracia que no existe porque su voto no vale igual que el de otros. Ese Perú movilizado tiene un pliego de reclamos concreto, pese a que la presidenta Boluarte se empeña en repetir que “no entiende” lo que se le pide. El Perú movilizado exige tres medidas concretas para iniciar el camino de salida de la crisis: la renuncia de Dina Boluarte, porque no la reconocen como presidenta legítima, el cierre del Congreso y el adelanto electoral para nombrar a nuevas autoridades lo antes posible. A estas tres demandas se le añade el gran reclamo de fondo: la posibilidad de una nueva Constitución. Asimismo, no podemos desconocer que existen algunos pedidos plurales con menor consenso pero importantes: la libertad del presidente Pedro Castillo y, en menor medida, su reposición como presidente constitucional.

Pese a que algunos analistas intentan explicar el escenario como un contexto de polarización donde se puede igualar a quienes reprimen con quienes protestan, lo que estamos viviendo en Perú es una disputa que si lo pensamos bien es fácil de entender. Estamos viviendo la pugna entre la posibilidad de una democracia real contra la continuación de una democracia formal donde sólo participan unas élites. En buena cuenta, la posibilidad de una república plebeya y popular o la continuación de una república oligárquica. Y estamos viendo también la respuesta de las élites que no están dispuestas a permitir que esa democratización posible ocurra. Vemos a un Perú movilizado exigiendo participar en igualdad de condiciones en un país que es tan suyo como de cualquier peruano y peruana y, para ello, hoy exige que no sólo su voto sea respetado como no lo fue en 2021, sino que su voz cobre otro protagonismo. Pedro Castillo ha logrado, sin quererlo, desplazar el tablero de la disputa política en el Perú actual y hemos transitado del anhelo por democratizar el poder a la oportunidad concreta de hacerlo.

Sin embargo, la reacción frente a ese anhelo es también muy poderosa. En este momento Dina Boluarte no gobierna, sino lidera un cogobierno. Un cogobierno que se sostiene sobre la represión de las Fuerzas del Orden. Un gobierno que necesita de las balas para mantenerse es, evidentemente, insostenible. Un gobierno con 48 muertos en 39 días es, cuanto menos, indeseable. Pero el cogobierno de Boluarte no es sólo un pacto entre ella y las fuerzas del orden como brazo ejecutor de las políticas represivas. Boluarte necesita una articulación amplia para sostenerse en el poder. Esa misma articulación que perdió las elecciones de 2021 y que logró imponer su golpe en diciembre de 2022. El poder político del Congreso de mayoría de derechas es fundamental para ella. No gobierna para ellos, sino con ellos. El plan de gobierno, el proyecto restaurador del régimen de la dictadura fujimorista, el ‘terruqueo’ —que aquí es sinónimo de terrorismo— como estrategia para legitimar la eliminación del ‘otro’, el control de los órganos electorales a través de proyectos de ley para garantizarse el triunfo en futuras elecciones, etc., son todos pasos de este poder que cogobierna con Boluarte. En la misma línea, el poder económico cogobierna para sostener la arquitectura económica y fiscal que se implementó durante la dictadura fujimorista y que vieron que podía empezar a tambalear con el expresidente que, lamentablemente, no puso todo su empeño en ello tampoco. Por su parte, el poder judicial participa activamente en el cogobierno al desarrollar acciones para garantizar la impunidad de quienes desde las Fuerzas del Orden aprietan los gatillos estos días, pero también descabezando hasta a más de 50 direcciones a nivel nacional que serán las encargadas de juzgar a quienes hoy son perseguidos políticos del nuevo régimen de Boluarte. Es el Poder Judicial el que ampara legalmente que se allanen locales de partidos políticos de izquierdas, de la Confederación Campesina del Perú y que se detenga arbitrariamente a dirigentes políticos, sociales y sindicales acusándolos del delito de terrorismo. Esa persecución política es el brazo judicial que, como decimos, cogobierna con Boluarte. Y, por supuesto, no podía faltar el poder mediático. Es el principal altavoz del relato del gobierno y se encarga de difundir la estrategia del terruqueo por una parte, equipara a quienes protestan exigiendo demandas con las que se puede discrepar, con quienes apuntan directamente a los cuerpos de estos manifestantes como se ha comprobado en imágenes que sólo podemos ver en las redes sociales y como fue señalado también en la rueda de prensa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El poder mediático se ha encargado de invisibilizar durante años las voces de quienes hoy protestan y hoy lo sigue haciendo. No se ven en las grandes cadenas televisivas ni en las portadas de los diarios las cifras de los muertos, sus rostros, sus nombres o sus lugares de procedencia. No se leen ni se oyen tampoco las demandas que plantean quienes protestan y caminan hacia Lima porque sienten que es la única forma en que podrán hacerse oír. Por el contrario, se les califica de “terroristas”, se ridiculizan sus peticiones, se les discrimina de manera racista y clasista, cuando no se les invisibiliza del todo por no considerarlos siquiera ciudadanos. Cuando las marchas se organizaban contra el gobierno de Pedro Castillo vimos despliegues en vivo en los medios que pertenecen al oligopolio mediático del Perú, hoy sólo nos quedan las redes sociales para ver la procesión fúnebre de los 17 muertos en Puno, el entierro en Cusco de un líder como fue Remo Candia y buscamos en internet información valiente que hable de los 10 muertos en Ayacucho donde la represión empezó con particular ensañamiento.

Vivimos entonces un cogobierno de múltiples actores que tras el régimen fujimorista sostuvieron sus cuotas de poder en la arquitectura del poder peruano que construyó una apariencia de democracia formal sobre la base de los cimientos que la dictadura dejó bien atados. Pero hoy, tras el temor de perder siquiera eso, han restaurado su poder y están recrudeciendo los pasos para evitar que nadie pueda volver a intentar cambiarlos.

Muchas veces, frente a la pregunta ¿qué está pasando en Perú? He contestado con la frase “es complejo” antes de empezar a explicar lo que he intentado sintetizar en estas líneas. Hoy, sin embargo, creo que explicar lo que ocurre es en realidad muy sencillo. Lo que estamos viviendo es una disputa por una democracia profunda y real que incluya a todos y a todas en igualdad de condiciones, o la continuación de la democracia formal como armatoste superficial de un continuismo que excluye a las mayorías. Ni más ni menos. Ese anhelo por una democracia real, popular y plebeya hoy está liderando la transformación en un país cuya clase política no logró nunca liderar dicha apuesta. Es el pueblo, con su desorden, pero también su espontaneidad y su energía guerrera, el que está marcando el camino y nos corresponde escuchar y, sobre todo, acompañar y saber apoyar con todo lo que tenemos. La disputa de fondo es por la democracia y, por tanto, debería resultar fácil para cualquier demócrata posicionarse. En el país de todas las sangres, muchas de ellas antes ignoradas, hoy por fin están abriéndose paso como el Río Pachachaca, como aguas vencedoras.

[Laura Arroyo: comunicadora y analista político.]

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Las rebeliones en Perú

Milcíades Ruiz


No es la primera vez en el Perú que la protesta social colisiona con el “estado de derecho”. Son miles las rebeliones en los diversos sistemas de opresión que nuestra historia omite.

Como en las matemáticas, sumar y restar, se contraponen por el principio universal de la unidad de los contrarios, nuestra sociedad tiene una contradicción de origen. La república está erigida sobre el despojo hereditario del poder de decisión arrebatado a la población aborigen. El caso se repetirá cada vez que los intereses contrapuestos colapsen.

En esta unidad, la suma de poder de unos pocos es a costa de restar poder a la gran mayoría. En lo natural, siempre habrá desbordes hídricos cuando los causes sean rebasados, y siempre habrá explosión cuando no hay desfogue a la presión interna. Con mayor razón, cuando el factor humano exacerba la confrontación de intereses opuestos. Lo que para los dominadores es justicia, para los dominados es injusticia.

Perú, 2023. / Captura de pantalla.

No hay acción sin reacción, es otro principio universal. La reacción violenta de los esclavos era muy visible cuando el castigo excedía lo soportable. Era una reacción natural, pues hasta los animales se rebelan cuando el amo abusa extremadamente. Pero primero es la violencia del domador o, dominador. La reacción violenta es una respuesta a la violencia previa contraria. ¿Acaso no retiramos la mano cuando sentimos que nos queman los dedos?

También era visible la causa de las protestas violentas de nuestros ancestros en el virreinato. Era preferible la muerte, antes que seguir soportando los abusos desmedidos del sistema de los corregimientos. De nada servían los reclamos reiterados ni las súplicas ni el “diálogo”. Por eso optaban por hacer justicia con sus propias manos, ejecutando a muchos corregidores. La represión era sangrienta contra los antisistema.

Pese a ello, fue necesario masificar la protesta con una gran rebelión encabezada por Túpac Amaru. Más de cien mil muertos, pero finalmente, se consiguió la eliminación del sistema de los corregimientos y su reemplazo por las intendencias, que la república cambió de nombre, llamándolas “prefecturas”.

Los colonialistas pasaron a gobernar la república sin devolver el territorio a los dueños primigenios, ni permitirles el acceso al gobierno nacional. Treinta años después de la independencia del virreinato, las prefecturas todavía obligaban a los indígenas a transitar con pasaporte interno dentro del territorio departamental que era territorio ancestral.

Son numerosas las protestas sociales en respuesta a la violencia republicana. Hasta hemos recurrido a la violencia armada para cambiar el sistema. Como siempre, la sangre derramada ha vertido mayormente de la población ancestral. Esta impotencia frente al abuso republicano lleva ya más de doscientos años. Los opresores festejan el bicentenario de su dominación, pero el resentimiento también es bicentenario.

El sistema de gobierno vitalicio, de una élite minoritaria de los opresores, contra los oprimidos que constituyen la inmensa mayoría, ha sido la herencia política de los invasores colonialistas y una maldición para los peruanos ancestrales. Hay mucho rencor acumulado que explota cuando la ira rebasa la paciencia.

Los grilletes y el látigo ya no son visibles, la república tiene otras formas imperceptibles más efectivas. La población trabajadora no está al tanto de los decretos que los afecta directa o indirectamente. Solo reacciona tardíamente sin saber por qué, no tienen derecho ni a lo suyo. Se les arrebata las riquezas naturales bajo su suelo ancestral y si se oponen pierden hasta vida.

La clave de esta dominación ha sido conservada desde el inicio de la república. Ella se sustenta en la posesión del poder en todo momento. El que tiene el poder es el que domina. El poder emana de la trampa militar, jurídica, económica, política, mediática y religiosa. Estas envolturas son los grilletes de nuestra esclavitud.

En cierto momento de la década de 1960, la fuerza militar estuvo de parte de los oprimidos con el gobierno de Velasco, pero las trampas enemigas revertieron el cambio y volvimos al sistema político repudiado. Éste se ha envilecido y es una camisa de fuerza que ya resulta insoportable. Vemos las atrocidades de gobierno con alto grado de corruptela y no podemos intervenir, pues el sistema político está diseñado para impedir la participación popular en las decisiones nacionales.

Paradójicamente, elegimos como gobernantes a nuestros depredadores. El sistema político es un tapón electoral que está colapsando. Aunque se cambie de gobierno, se adelanten elecciones, o se cambie de Parlamento, el sistema hará que tengamos siempre gobernantes ajenos a los intereses populares.

Si miramos más allá de nuestras fronteras veremos que nuestro caso es similar a otros países. Pinochet y Fujimori parecen haber salido de un mismo molde. Sus pasivos políticos siguen provocando estallidos sociales porque estamos atados a los nudos constitucionales que dejaron. Las dictaduras fueron eliminadas, pero no esos nudos. Con estos han venido gobernando sucesivos mandatos “democráticos”.

A fines de 2019 estalló en Chile un movimiento de protesta social al margen del sistema político, como sucede en nuestro caso. La protesta se extendió a varias regiones sin responder a un comando ni programa ideológico. Era una protesta de desfogue, como la rabia contenida, por el hartazgo de lo que venía sucediendo en el país, por causa del sistema neoliberal que dejó la dictadura, con una constitución ya asfixiante.

La protesta se masificó tornándose violenta y el gobierno de Piñera, “democráticamente” elegido, respondió con represión policial primero, pero luego sacó los militares a la calle y declaró toque de queda. La solidaridad introdujo la bandera de nueva constitución y asamblea constituyente para darle contextura al movimiento, incluyendo demandas indígenas y paridad de género. Este precedente y su evolución nos deja varias enseñanzas.

Sobre nuestro caso, se ha comentado bastante, interpretándolo desde diversa perspectiva e interés político. Se ha personalizado el suceso interesadamente. Los dominantes sólo ven cuánto dinero pierden por los disturbios. Se le relaciona con azuzadores extraños porque consideran que los marginados son sumisos e incapaces de rebelarse. Los políticos se aprovechan del suceso para llevar agua para su molino. No entienden, ni quieren entender la naturaleza estructural de las protestas sociales.

El gobierno de Alan García dejó 193 muertos, mayormente indígenas, incluyendo el “Baguazo” del premier Yehude Simon que contuvo la rebelión nativa a costa de muchas muertes. Ollanta Humala tiene en su haber 66 muertos, en la lucha indígena contra la minería. Y así, a lo largo de la república tenemos muchas réplicas sangrientas de un mismo sismo que pugna por desahogar.

Lo que queda de estas tristes experiencias es el resentimiento contra una democracia que no es tal, que no defiende lo nuestro, con la que no estamos identificados. La gran mayoría de la población detesta los poderes del estado y no se siente representado por los órganos del sistema político. El estado no defiende al pueblo sino a los depredadores de éste. Ante nuestros ojos esta protesta sangrienta aparece desordenada e incoherente, porque no la entendemos. Nuestro sentir es distinto al sentir de los marginados políticos, históricamente omitidos.

Vemos y analizamos la eclosión del fenómeno, pero no el proceso de ebullición. La población revienta de indignación acumulada porque repudia el sistema político y su falsa democracia. ¿Por qué ha sucedido esta explosión social, al margen de los partidos políticos? ¿Por qué la indignación desborda los canales oficiales? ¿El diálogo mecedor, la renuncia presidencial, adelanto de elecciones, asamblea constituyente, son suficientes para cambiar la estructura de dominación hereditaria?

Como siempre, la protesta será contenida momentáneamente a un alto costo de vidas de peruanos ancestrales. Pero el resentimiento seguirá acumulándose nuevamente, por la necesidad de justicia política. Será necesario entonces seguir una estrategia que permita a las fuerzas populares ir ganando espacio político, hasta vencer la predominancia de los opresores. La lucha debe continuar, pero actuando con eficacia para alcanzar las metas progresivas que conduzcan a un sistema equitativo.

Luchar sin claridad de objetivos sólo conduce al fracaso. Quizá lo dicho no merezca reconocimiento, pues hay mejores enfoques. En todo caso, lo he hecho de buena voluntad, sin pretender ser dueño de la verdad.

[Milcíades Ruiz: especialista en desarrollo rural, columnista.]

*Nota bene: en los últimos días se han intensificado las críticas a la presidenta Boluarte por la represión; hasta el viernes 20 de enero, el número provisional de muertos en el país andino había aumentado a 55.

[Los textos “Perú roto”, de David Guzmán Játiva, y “Perú: la posibilidad de una democracia real”, de Laura Arroyo, fueron publicados originalmente en CTXT / Revista Contexto. “Las rebeliones en Perú”, de Milcíades Ruiz, fue tomado de Rebelión. Los textos son reproducidos bajo la licencia Creative Commons.]

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