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Un temible perseguidor al que sólo es posible sacar una ventaja efímera

Diciembre, 2022

Para esta nueva entrega de su ‘Calesita’, Juan José Flores Nava ha tomado del estante La historia del Señor Sommer, un cuento corto escrito por Patrick Süskind e ilustrado por Jean-Jacques Sempé en 1991. En la contraportada, los editores apuntan con acierto: “El estilo empleado por Suskind y las ilustraciones de Sempé dotan al cuento de una apariencia infantil y naif”. Sin embargo, “es más que un cuento juvenil, ya que el protagonista se plantea cosas demasiado profundas para un niño de su edad, y también se muestra la angustia con la que vive el misterioso Señor Sommer”. Después todo, esta es la historia de una persona que cuenta su paso desde la juventud hasta la madurez…

Caminar e ir en bicicleta son dos actos solitarios y muy distintos. Mientras que ir en bicicleta es casi como volar, quien camina debe mantener los pies en la tierra. Pero sólo es posible andar o pedalear plenamente libre cuando se hace en solitario. La compañía roba al caminante y al ciclista la oportunidad de hacerse del sendero, de sentir el presente, de otear el porvenir, de reordenar sus pensamientos y sus latidos o de recordar con suavidad los afluentes de su propia existencia. Es en esta soledad del caminante, o en la de quien desea volar y aprende a hacerlo encima de una bicicleta, donde se cruzan los caminos de un niño y del viejo señor Sommer.

Porque el señor Sommer sólo sabe andar, andar y andar hasta que ya no puede más, y después, seguir andando. No para de caminar ni un día al año, desde por la mañana temprano hasta la noche. Nadie sabe de dónde provino. Y nadie sabe a dónde va. Él y su esposa aparecieron un día en el pueblo de Unternsee. La mujer llegó en autobús. El señor Sommer, claro, llegó a pie. En Unternsee, y en los pueblos vecinos como Obernsee, todo mundo ignora cuál es su nombre de pila o si ejerce algún oficio o profesión. Sólo se sabe que, mientras el señor Sommer se ocupa de andar, la señora Sommer se queda en casa tejiendo muñecas que una vez a la semana mete en una caja muy grande cuyo destino es la oficina de correos.

Aunque por mucho tiempo el señor Sommer fue la persona más famosa de la región debido a que siempre estaba caminando de un lado para otro —ya nevara o granizara, tronara o lloviera a cántaros, abrasara el sol o se acercara el huracán—, nunca nadie supo cuál era el destino de sus marchas interminables o por qué y para qué andaba el señor Sommer, doce, catorce o dieciséis horas al día. Quizá por esta razón el señor Sommer, al transcurrir del tiempo, se fue volviendo un elemento más del paisaje, uno de esos elementos que se dan por descontado. Por eso y porque la gente empezó a tener otras preocupaciones: el coche, la lavadora, los aspersores del césped, lo que había oído por la radio o visto por la televisión, o el nuevo supermercado. A pesar de que aún se le veía, ya nadie reparaba en él.

Bueno, decir que nadie, jamás, nunca, reparaba en él, es una exageración. El novelista alemán Patrik Süskind (1949) nos cuenta, en La historia del señor Sommer, que sí hubo alguien que, mientras le fue posible, no dejó de observar a aquel incansable caminante. Se trata de un niño que no dejó de pensar en él: un niño cuyo nombre ignoramos, pero que sabemos que vivía en el pueblo de Obernsee, al lado de Unternsee, donde residía el señor Sommer. Ambos pueblos estaban tan cerca uno del otro que no era fácil distinguirlos, pues se alineaban a la orilla del lago sin que se supiera bien a bien dónde acababa uno y dónde empezaba el otro.

Editado en español por Seix Barral e ilustrado por el dibujante de historietas francés Jean-Jacques Sempé, La historia del señor Sommer narra pasajes de una infancia que va construyendo su sentido de vida a partir de la soledad que, sin sospecharlo, comparte en silencio con el señor Sommer. Es el cruce de la soledad de quien desea volar y aprende a hacerlo encima de una bicicleta, con la del caminante que lleva apenas dos cosas siempre consigo: una larga rama de nogal ligeramente ondulada que emplea como una tercera pierna o bastón y una mochila casi vacía, con nada más que un bocadillo, una cantimplora y una capa impermeable con capucha.

La soledad que puede (y a veces desea) experimentar un niño poco se parece a la soledad de un adulto. La primera está más cercana a una sensación exterior, a un deseo de volar para que los demás dejen de decirle lo que tiene que hacer, para que dejen de molestarlo, para que dejen ya de prohibirle todo; la segunda es más parecida a huir de algo de lo que no se puede escapar porque ese algo está dentro de uno. Y caminar es una de las mejores formas para lidiar con ello. Es combatir la soledad que hiere con la soledad que sana o que hace ligera la existencia.

El niño de esta historia buscaba que lo dejaran en paz, pues continuamente debía de hacer esto o lo otro, o no podía hacer aquello, o era preferible que… Tal como lo expresa en el siguiente pasaje: “Siempre se esperaba algo de ti, se te recomendaba algo, se te exigía algo: ¡haz esto!, ¡haz lo otro!, ¡pero no te olvides de lo de más allá!, ¿ya has terminado eso?, ¿has ido allí?, ¿dónde has estado hasta estas horas?… Siempre presión, siempre obligación, siempre falta de tiempo, siempre el reloj delante de las narices”.

En cambio, el viejo señor Sommer se negaba a detener su caminata incluso bajo las peores condiciones. Como aquel día en que el niño y su padre lo encontraron andando al borde de la carretera, bajo la lluvia, luego de una feroz tormenta que había llenado el paisaje de gruesas capas de granizo. El padre, al ver que el señor Sommer avanzaba con dificultad entre el pesado hielo, detuvo el auto y lo invitó a subir. “¡Suba usted! —le dijo— ¡Con este tiempo! ¡Lo llevaremos a su casa!”. Pero el señor Sommer no hizo caso. Así que el padre insistió: “¡Suba ya, por Dios! ¡Está empapado! ¡Se está jugando la vida!”. A lo que el señor Sommer, desesperado, reaccionó con furor. Y dijo: “¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!”. Ante tal determinación, al padre no le quedó más que marcharse diciendo: “Ese hombre está loco”.

Pero el niño, intuyendo que ahí no podía terminar todo, que debía de haber algo más, tomó la decisión de mirar hacia atrás y a través del cristal pudo darse cuenta de que el señor Sommer, al andar, tenía la mirada baja y sólo la levantaba cada dos o tres pasos. Notó cómo se empeñaba en seguir caminando sobre enormes capas de granizo sin desviar su camino, aunque el agua de la persistente llovizna helada le resbalaba por las mejillas y le goteaba de la nariz y de la barbilla. Vio que movía los labios, que quizá hablaba solo mientras caminaba.

Cuando el niño de esta historia tuvo que confrontar su propia soledad con la del señor Sommer, se dio cuenta de que lo que a él le sucedía bien podía remediarse, de que sus aflicciones eran pasajeras, casi insignificantes. El señor Sommer, no obstante, debía lidiar de manera incansable contra eso que lo hacía huir, desplazarse, andar, pero que, al mismo tiempo, llevaba en sí mismo. Esta comprensión de una nueva realidad para el niño sucedió el día en el que, desesperado por una bobería, intentó lanzarse desde lo alto de un abeto a 30 metros de altura, para terminar, de una buena vez, con sus “penas”. Pero justo cuando estaba por experimentar el vacío final, el señor Sommer llegó y se tendió a los pies de aquel abeto. Nunca supo que alguien lo observaba desde arriba. El niño cuenta que, apenas el señor Sommer se echó sobre el césped, lanzó un suspiro largo y estremecedor:

“No; no era un suspiro, porque en un suspiro se aprecia el alivio, era más bien un gemido, un sonido profundo, quejumbroso, en el que se mezclaban la desesperación y el ansia de consuelo. Otra vez, el mismo sonido escalofriante, aquel quejido suplicante, como el de un enfermo atormentado por el dolor, y tampoco ahora hubo alivio, ni sosiego, ni un segundo de paz, sino que ya volvía a levantarse, cogía la mochila, sacaba bruscamente el bocadillo y una cantimplora, empezaba a comer, a devorar, a engullir el pan, y a cada bocado miraba en derredor con desconfianza, como si en el bosque acecharan enemigos, como si tras él viniera un temible perseguidor al que sólo había sacado una ventaja efímera y que, en cualquier momento, podía aparecer allí, en aquel lugar”.

Es así como muchas veces llega y se establece en el cuerpo esa soledad que hiere: cuando uno se ha detenido, cuando uno ha dejado de andar, cuando uno ya no se permite sentir que vuela montado en una bicicleta. Entonces, esa soledad oscura y filosa atraviesa cada poro como un perseguidor terrible que acecha y ante el cual no hay alivio, ni sosiego, ni un segundo de paz. La historia del señor Sommer, que aquel niño mantuvo en silencio durante mucho tiempo, es un recuerdo de ello. Como el quejido que alguna vez el pequeño de esta historia le escuchó en el bosque al señor Sommer. Como el temblor de aquellos labios bajo la lluvia. Como aquella súplica que decía con furor: “¡Bueno, pues déjenme en paz!”.

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