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“Gracias a dios el cine no es arte”

El enigmático duque germano, Werner Herzog Stipetiċ, ha llegado a las ocho décadas de vida.

Septiembre, 2022

El cineasta francés François Truffaut lo llamó una vez “el director de cine vivo más importante”. El crítico de cine estadounidense Roger Ebert afirmó de él que “incluso sus fracasos son espectaculares”. La revista Time lo nombró una de las 100 personas más influyentes del mundo. Director de cine, documentalista, guionista, productor, actor, escritor y traductor —fundador además de su propia escuela de cine, la Rogue Film School—, el alemán Werner Herzog ha llegado a las ocho décadas de vida en este mes de septiembre. El periodista Sergio Raúl López celebra aquí al enigmático y prolífico realizador…

Las diáfanas verdades cinematográficas que emergen de la abundante creación cinematográfica —al principio en celuloide, pero con una maleable adaptación en la conversión digital— del realizador alemán Werner Herzog, contrastan de manera apabullante con la nebulosa estela en torno a su vida, tan llena de misterios, rumores y especulaciones. Pero quizás en este mismo fenómeno radique la clave para entender su irrepetible y desafiante personalidad como creador audiovisual, tan única que incluso sus primeros filmes siguen apabullando las pupilas y los oídos de las audiencias contemporáneas.

Hablamos del hombre que ha logrado emplear al hijo golpeado de una prostituta que pasó 23 años en asilos para representar al personaje histórico que vivió encerrado en una mazmorra sus primeros tres lustros (El enigma de Kaspar Hauser, 1973, basado en la novela de Jakob Wassermann); de hacer actuar a unos aborígenes australianos entre rascacielos (Donde sueñan de las hormigas verdes, 1984); de pasar un barco por encima de una montaña (Fitzcarraldo, 1982); de lograr que un neurótico actor diese órdenes en una balsa poblada de cientos de monos robados que chillan (Aguirre, la ira de Dios, 1973); de mostrar una anárquica rebelión sólo con personajes de estatura baja (Incluso los enanos comenzaron pequeños, 1971) o de hipnotizar a todos sus actores como un método estético (Corazón de cristal, 1976).

Curioso, pero su propia biografía resulta más fascinante, fuera de toda ortodoxia. Aunque nacido en Múnich, en 1942, Werner Herzog Stipetiċ —que tal es su nombre de pila por parte de sus padres biólogos, el alemán Dietrich Herzog, preso al término de la Segunda Guerra Mundial, que abandonó a la esposa de ascendencia croata—creció sin mirar televisión ni películas —la primera fue un documental sobre esquimales hasta los 11 años—, a los 12 miró por primera vez un vehículo de combustión interna y no fue sino hasta que cumplió los 17 años cuando efectuó su primera llamada telefónica, pues se crió en el lejano y diminuto poblado de Sachrang, en Bavaria. De niño, relata con total certeza, tuvo un breve encuentro con Dios que le despojó de todo miedo. A los catorce años supo que se dedicaría a hacer cine tras leer completa la entrada relativa a la “Dirección cinematográfica” en una enciclopedia —que en su opinión le bastó para saber todo lo que necesitaba— y envió los guiones que había escrito a diversas productoras para concluir que debía fundar su propia compañía —la Werner Herzog Filmproduktion, para la que le bastó una máquina de escribir y un teléfono—, si en verdad quería filmar. Así, al cursar la preparatoria, de vuelta en Múnich, trabajaba como soldador el turno de noche en una fábrica de acero para contar con algunos ahorros y también como guardabosques. Cursó estudios de historia y literatura de manera inconclusa, luego ganó una beca para estudiar en la Universidad de Duquesne, en Pittsburgh, pero en tres días dejó la escuela y viajó a México, donde aprendió español y subsistió como contrabandista y luego trabajando en un rodeo.

Luego de sus primeros tres cortos: Heracles (1962), Spiel im Sand (1964) y La incomparable defensa de la fortaleza Deutschkreutz (1967), fue hasta su regreso a Alemania, en 1967, que tomó prestada —aunque sin solicitarlo oficialmente, digamos— una cámara de 35 mm de la Escuela de Cine de Múnich, con la que filmó sus primer largometraje Signos de vida (1968) y varias películas más.

Al intentar llegar a una locación en el desierto del Sahara, fue detenido en Camerún junto con su camarógrafo, cuyo nombre coincidía con el de un mercenario fugitivo. Sufrieron hambres además de abusos físicos y mentales antes de filmar Fata Morgana (1971).

Con más de 70 películas a su haber, este enigmático y reservado pero nada elusivo hombre acaba de alcanzar los 80 años de vida, por lo cual reunimos en este texto las respuestas que le dio a este reportero durante su visita al primer Festival Internacional de Cine de Morelia, en octubre de 2003, vuelto un cineasta de culto que abjuraba del cine digital y abogaba por el filme fotoquímico, y años más tarde, como uno de los invitados principales de la vigésimo sexta edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara, en marzo de 2011.

Inicia, por cierto, con una aclaración seca, directa: “La naturaleza misma del cine nos pide, como cineastas, descubrir una verdad muy profunda o más profunda que algo simplemente superficial. Y se consigue trabajando, trabajando y luchando, nada más”.

Y enseguida aclara: “Yo lo tomo todo literalmente, no conozco lo que es la ironía, tampoco una metáfora ni el simbolismo. Para mí no existe, yo siempre tomo todo de manera literal. Algo falta en mi ser, es un defecto de comunicación en sí mismo”.

Werner Herzog. / Foto: wernerherzog.com

—Usted aseguró que hizo su primera llamada telefónica a los 17 años y que llegó al cine muy tarde. ¿Ese aislamiento del progreso en que vivió le hace identificarse con su Kaspar Hauser?

—No hablemos de eso porque siempre son cuestiones privadas y no puedo hablar mucho de ellas, pero el impacto que me provocó el cine, porque no sabía que existía, es probablemente algo indicativo de que yo tenía que inventar el cine, al menos para mí mismo, sin maestro, sin escuela, sin ser asistente, sin nada.

—¿Qué le hizo colaborar con el grupo Popol Vuh para las bandas sonoras de seis de sus películas?

—Popol Vuh era, básicamente, una sola persona, Florian Fricke (fallecido en 2001), un amigo mío, con el que siempre había hablado sobre proyectos. En mi caso, era una colaboración muy propicia, que no se puede verbalizar muy fácilmente porque la música, este tipo de música y algunos otros, se encuentran fuera de toda verbalización, pero el resultado es muy evidente, siempre funciona y funciona mucho mejor que en otras películas que usted puede ver. Yo manejo la música muy bien, mejor que los demás.

—¿Usted atiende a la crítica cinematográfica, le da importancia?

—No, no importa tanto porque cambia mucho. En el caso de Aguirre, la ira de dios, la película fue muy maltratada por los críticos pero no importaba mucho, hoy en día la película todavía vive y todas las críticas que se le hicieron no existen más. Nunca leo libros sobre las películas, nunca leo revistas especializadas en cine; críticas a veces, pero casi nunca. No me importa mucho eso.

—¿Existía alguna empatía metafísica, espiritual, entre ustedes al crear una película, con Klaus Kinski, con Popol Vuh, que les une más allá del trabajo? ¿Un interés por la trascendencia?

—¿Metafísica? No sé, no sé. No, es puro trabajo, es pura vida, cotidianamente es trabajo manual, trabajo de atletas, trabajo en el oro, trabajo en la selva, en la lluvia, no es espiritual, es puro trabajo.

—Pero el resultado puede serlo.

—El resultado posiblemente tiene ecos de espiritualidad, pero es algo extraño que eso acontezca en mis películas. Creo que existe, pero fuera de todo el trabajo y fuera de un plan organizado. El cine no es arte, es trabajo. Yo soy un soldado del cine o un trabajador del cine, gracias a dios el cine no es arte, es algo diferente.

—¿Qué carácter hubiera tenido su proyecto trunco, La Conquista de México? Es muy difícil de retomarse, claro.

—No hablemos de Cortés ni de proyectos, hablemos del cine que podemos discutir, el que existe. Los proyectos siempre cambian, siempre tienen su propia vida, no hay que discutir eso.

—Por su esposa usted guarda una relación muy cercana con la fotografía. ¿ Qué tan importante le es ser un buen fotógrafo para ser un buen cineasta?

—Frecuentemente mucho del trabajo de la cámara lo he hecho yo mismo. Normalmente, en los títulos, pongo créditos, pero en algunas de mis películas muy recientes son fantasmas, son nombres inventados, porque yo he hecho la cámara también, pero no voy a confesar cuales. Por ejemplo, filmé las imágenes del sueño de Kaspar Hauser o algunas cosas en la película Lecciones de oscuridad (Lektionen in Finsternis, 1992, filmada en los arrasados campos petroleros kuwaitíes), y en otras películas. Existen créditos al fin, pero usted tiene que leer estos créditos con ciertas dudas a veces.

—Usted afirma que prefiere la película análoga a la digital y que siempre lo hará.

—El celuloide tiene una diferente dignidad. Por el momento hay otras ventajas, hasta la fecha es técnicamente lo mejor que existe, el digital es muy inferior en calidad.

—¿Se considera parte, al menos generacionalmente, del Nuevo Cine Alemán?

—Jamás existió, es una ficción, es una invención de los periodistas, no existía. Ni tampoco existe conexión entre Volker Schlöndorff y Rainer Werner Fassbinder, ni entre Hans-Jürgen Syberberg y Barbet Schroeder, ni entre Alexander Kluge y mi trabajo, no existe. Es solamente una generación, nada más, pero todo el resto es ficción.

—¿Ha logrado imágenes perfectas, desde su punto de vista?

—En algunos momentos, sí. El filme de Stroszek (1977), por ejemplo, o el comienzo de Aguirre. A veces caen encima de mí imágenes que son casi perfectas o esenciales, que no se pueden hacer mejor, al menos en mi opinión. No es casualidad, es algo diferente, pero a veces es la gracia de dios.

El cineasta alemán en una imagen de 2011. / Foto: Sergio Raúl López

En Guadalajara

El cineasta alemán arribó a México comunicándose exclusivamente con ese inglés tan inconfundiblemente suyo, de duro acento alemán pero dotado de un volumen monótono, casi una letanía, de ritmo invariable y, por supuesto, calmo. Base idónea para contar historias en torno a él y su cine, tan increíbles y extraordinarias la mayor parte de ellas que su sencillez y naturalidad en el relato las vuelve verosímiles, encantadoras. Especialmente porque él mismo se ha convertido en el narrador, en la voz en off, de buena parte de sus documentales realizados con las ventajas de los equipos digitales, mucho más livianos y que le permiten trabajar con equipos de pocos técnicos.

—Empecé a gustar de usar mi propia voz por encima de mi voz. Y la pongo en la pantalla cuando sé que el público estará absolutamente atento, además la prefiero sobre las voces pulidas y perfectas de estudio.

Unos años atrás, resultaba impensable oírle defender el formato digital por sobre el celuloide, pero ahora le parece lo más práctico y asequible, la herramienta que vuelve barato al cine. Lo mismo acepta ahora que robó —y no simplemente “tomó prestada”— la cámara de 16 mm con la que filmó sus primeras once películas, incluyendo Aguirre, la ira de dios (1972). E, incluso, que  participó con gusto en un capítulo de la serie Los Simpson. [Es más: quién hubiera pensado, entonces, que sería el villano, “The Client”, de la serie The Mandalorian (2019), historia periférica de la serie La Guerra de las Galaxias ya no producida por LucasFilm LTD sino por el gigante global que es ahora Disney].

Enfrentado a una apresurada agenda —en Guadalajara estuvo sólo tres días— y a una persecución incesante por parte de periodistas, cineastas y todo tipo de seguidores —a diferencia de Morelia, cuando pasaba casi desapercibido y era sencillo acercarse, ahora era una figura pública que arrastraba a todo aspirante a cineasta—, el director alemán presumió: “Denme una semana en México y hablaré en español”.

—Usted aprendió a hablar español en México, ¿cómo lo hizo?

—Simplemente en las calles. La pura vida.

—Porque hay una leyenda negra respecto a su primera estancia en México que seguramente le influyó en parte de su formación como cineasta.

—De alguna manera sí, es verdad. Y pasé momentos maravillosos en México, difíciles también porque no tenía dinero y tenía que vivir con la gente, pero en retrospectiva eso fue lo mejor que me pudo haber pasado.

—¿Qué aprendió en México, que encontró en México, que le hizo huir de la escuela de cine en Estados Unidos?

—Soy un autodidacta más que un académico y, en realidad, comencé a trabajar en Estados Unidos, pero el estado de mi visa no me permitía trabajar allá, así que estaba al borde de que me expulsaran del país. Por eso, antes que me deportaran y me mandaran de regreso a Alemania, literalmente huí a través de la frontera hacia territorio mexicano.

—¿Por donde cruzó?

—Por Laredo hacia Nuevo Laredo. Y más tarde hallé un muy conveniente punto para cruzar la frontera entre Reynosa y McAllen, en Texas. En ese tiempo, a inicios de la década de los sesenta, no había controles fronterizos tan rigurosos, y muchos de los trabajadores mexicanos con green card solían vivir en Reynosa y cruzaban McAllen en la noche. Ellos tenían una calcomanía especial pegada en la ventana de sus autos que les permitía viajar, así que me robé una de estas calcomanías y lograba pasar la frontera sin tener que identificarme, simplemente saludaba con la mano a los guardias desde el auto y cruzaba

—Respecto del documental Grizzly Man (2005), ¿cómo llegó a la decisión de no incluir las grabaciones de la muerte de su protagonista Timothy Treadwell, quien fue devorado por un oso? Pienso que es una decisión moral y ética, siendo que en la mayoría de sus cintas las fronteras entre ética y moral se rompen con frecuencia como ocurrió con los indígenas ahogados en una filmación o sus violentas disputas con Kinski.

—Lo de los indígenas muertos en Fitzcarraldo es una leyenda inventada. No hablemos de Kinski y mejor vayamos al punto central de tu pregunta: hay ciertas fronteras de respeto, y entonces no publicas los últimos momentos horrorosos de dos personas. Y lo mismo ocurrió cuando los ataques a las Torres Gemelas en los que mucha gente se arrojó desde el piso 106 o 104 hacia la muerte, y muchos camarógrafos aficionados captaron esos momentos; pero nunca los verás en televisión. Y eso es absolutamente correcto, lo cual contesta la pregunta: hay barreras sobre las cuales no das un paso más allá; por ejemplo, la barrera que implica la dignidad de la muerte de una persona, tienes que respetar eso.

—Es un caso muy similar al del actor de El enigma de Kaspar Hauser, Bruno S, cuya niñez transcurrió entre asilos y cárceles. Un hombre que no tiene contacto con el mundo moderno sino hasta muy tarde y que se relaciona de cierta manera con su propia experiencia.

—No puedo hacer una conexión directa conmigo, pero pienso que puedo ver lo que usted quiere decir. Desafortunadamente él murió apenas hace unos meses, pero fue el mejor actor con el que he trabajado, el más intenso, el más trágico, el que tenía más presencia en la pantalla. Y estoy diciendo que era mejor actor que Klaus Kinski, que Christian Bale, que Nicolas Cage, que Donald Sutherland. Fue el mejor actor con el que he trabajado

—En años recientes ha filmado más documentales que ficción y a lo largo de su carrera este género ha sido una constante.

—Yo no hago documentales. Es un error que la gente piense que yo hago documentales: todos ellos son películas de ficción disfrazadas. En realidad no son documentales: son películas, y he inventado muchas de ellas. Incluso inventé la cueva (la paleolítica de La cueva de los sueños olvidados con cocodrilos albinos mutantes radiactivos), que son mis pinturas: yo inventé toda la historia.

[Nota bene: afincado en Los Ángeles, el cineasta alemán mantiene una gran actividad: asiste a festivales, imparte conferencias y talleres, y en marzo de este año publicó en español su novela, El crepúsculo del mundo, bajo el sello de Blackie Books… Por cierto: parte de su obra puede verse en el servicio de streaming basado en la suscripción Mubi.]

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