Julio, 2022
Nació en Costa Rica, pero ella misma se autonombraba mexicana. En una ocasión le preguntaron sobre ello: cómo podía nacer costarricense pero considerarse mexicana. Su respuesta fue sencilla: “Los mexicanos nacemos donde se nos da la rechingada gana”. Bautizada bajo el nombre de María Isabel Anita Carmen de Jesús Vargas Lizano, se cumple una década del fallecimiento de esta mujer indómita e irresistible. Como escribe aquí Víctor Roura: Chavela Vargas fue una adelantada de su tiempo, que no quería sino cantar enjundiosamente las canciones que le gustaban con esa voz bronca, masculina, recia, denunciadora, retadora.
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Sólo, en efecto, porque vivimos en tiempos de inconsolidación musical, con redes sociales que celebran canciones inútilmente transitorias pero espontáneamente celebrables, es que pudimos entender la salida de una grabación como ¡Por mi culpa! de Chavela Vargas, que Discos Corasón, con manufactura impecable —como era costumbre suya—, puso en el mercado en 2010, dos años antes de que la mexicana —nacida en Costa Rica el 17 de abril de 1919— falleciera, el 5 de agosto de 2012, en Cuernavaca, a sus 93 años de edad.
Digo, en un momento en que artistas como Julieta Venegas (Long Beach, California, 1970), Amandititita (Tamaulipas, 1979), Natalia Lafourcade (Ciudad de México, 1984), Carla Morrison (Tecate, Baja California, 1985) o Ximena Sariñana (Guadalajara, 1986) empezaban a salir a la escena quebrantando, por vez primera, lo que parecía inconseguible: interpretar sus canciones sin poseer una voz educada en los rigores y las disciplinas del solfeo, cantantes que no aspiraban a remplazar a la soprano y cantora popular Olvia Gorra, ni a sustituir en ningún show a la equilibrada y distinguida vocalista Regina Orozco, ni a suplir en alguna ocasión a la polifacética Astrid Hadad. Tampoco buscaban internarse en los resquicios del blues ni en las complejidades del falsete de la interpretación ranchera, sino sólo aspiraban interpretar sus propias composiciones como Dios les diera a entender, atrevidas —hay que reconocerlo— en su osadía de lanzarse al ruedo musical conscientes de su delgadita y limitada voz, arrojadas como son, hilando sus futuros por su propia cuenta y temerario riesgo, tal como lo hiciera, medio siglo atrás, Chavela Vargas, una adelantada de su tiempo, que no quería sino cantar, con esa voz tampoco educada, enjundiosamente las canciones que le gustaban, sin querer competir en lo absoluto con artistas como Lucha Reyes, Lucha Villa, Lola Beltrán, La Prieta Linda, Flor Silvestre o Amalia Mendoza. Vamos, ni empatar con Tehua. Porque la voz de Chavela Vargas era bronca, masculina, recia, denunciadora, retadora.
¿Por qué, entonces, no habría Chavela Vargas, una institución contracultural del país, presentar en un disco, que a la postre sería el último, ocho canciones donde, ¡ay!, se desvirtúa a sí misma con memorables cánticos desafinados, producto de su longeva edad?
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Con la maqueta de Discos Corasón ya Ray Cooder y Paddy Moloney, en el interesante disco San Patricio (Blackrock Records, 2010), nos habían dado un amargo adelanto de lo que estaba por venir: Chavela Vargas no recreándose, sino parodiándose… de manera involuntaria. Su nueva versión a la pieza “Luz de Luna”, de Álvaro Carrillo, no es, por ningún lado que se la mire (o, mejor, escuche), un dechado de prodigios, básicamente por esas salidas guturales incontroladas de su garganta. Los recovecos o deslizamientos intempestivos de su cálida voz no son, en definitiva, gratos, sobre todo si tenemos presente que esta gran cantora —de muchos modos en ruta inversa a las vocalistas tradicionales, más apegadas a los cánones de la canción ranchera convencional, sin ninguna intención aleatoria o invenciones repentinas en estribillos reiterativos— dejó severos, audaces, compensatorios y afortunados discos con versiones personalísimas de diversas canciones interpretadas una y otra vez con idéntico formato. Porque esta señora, conmemorándose a sí misma en sus nueve décadas de vida con una grabación insólita, vaya si no ha irrumpido en el medio musical arrojando fuego con su voz ardiente a las canciones rancheras de autor, por lo regular inamovibles en su concepto vocal.
Por eso, y no por otra cosa, preocupaba aquella inesperada grabación. El crítico musical José David Cano lo apuntó, en mayo de 2010, en las páginas culturales del diario El Financiero: “… la voz de Chavela Vargas no encaja, se oye cansada. Cierto: la producción es limpia; los arreglos, excepcionales; los músicos, extraordinarios; los invitados, certeros. Pero. Pero la voz de Chavela se oye agotada, lastimera, cuarteada por la vida”. Y tiene razón: sí, algo no va bien en el curso del breve disco, y para nuestra decepción el motivo no es otro sino la propia Chavela. ¡Dios, no me hubiera gustado escuchar nunca a un desafinado nonagenario Luis Eduardo Aute! ¡Ni podría aceptar a un octogenario Joaquín Sabina resbalando, resoplando, maltratando, violentando, descuartizando con su voz viejas adoradas canciones! Y, sin embargo, ¿será capaz la querencia de hacer notable lo fallido? El disco ¡Por mi culpa!, creo, de cualquier modo fue apreciado en su momento más como una reliquia que como un objeto de valoración musical. Porque aunque la gente que acompaña a Chavela cumple a cabalidad con su cometido (las entrañables Eugenia León y Lila Downs, las discretas Jimena Giménez Cacho y la Negra Chagra, y los infaltables Mario Ávila y Joaquín Sabina), las canciones, en muchos sentidos, extravían (sí: por esa voz “agotada, lastimera, cuarteada”) sus dotes originarias. Asunto que no hizo, digamos, Compay Segundo, quien pese a su avanzada edad (falleció a sus 95 años) se negó a grabar un disco defectuoso: nunca se expuso a su propio espejo deformante, ni su voz jamás sufrió fonográficamente la mínima “cuarteadura”. No otorgó al espectador ninguna posibilidad de dudar sobre su destreza vocal.
No ocurrió así con nuestra Chavela. De ahí que la pregunta surja indetenible, avasalladora: ¿era necesaria esta exposición autoacusadora, este homenaje aterradoramente convulsivo contra sí misma?
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Empero, decía la cantora que quería hacer un disco único por una vez en la vida. E independientemente de los tratos misóginos y esclavizadores de la industria discográfica (efectivamente desgraciadora, atrabiliaria, descortés, enceguecida e ignara), no podemos negar que hay discos insustituibles de Chavela —que no le hayan redituado dinero a manos llenas por la cicatería empresarial es muy otra cosa—, como su homenaje a José Alfredo Jiménez (Orfeón, 1998) o esa otra joya que en el año 2006 la Universidad de Guadalajara produjo y distribuyó: Cupaima, que dirigió y musicalizó el talentoso Jorge Reyes (1952-2009), donde podemos oír (¡a sólo cuatro años de distancia de la grabación Por mi culpa!) todavía a una vigorosa Chavela Vargas, reciamente —¡y fortalecidamente conducida, cómo no!— entonada y centrada en las melodías, si bien recurrió a la oratoria cuando no le fue posible alcanzar notas altas, lo que habla de la aguda y correcta visión del entrañable Jorge Reyes, que no quiso incomodar ni a Chavela ni a los posibles espectadores. ¿No fue ése, acaso, un disco único? ¿Quién se hubiese imaginado a Chavela Vargas con fondo instrumental prehispánico y guitarras acústicas rancheras?
¿Qué hace, pues, de un disco su aprecio último: la música o quien la anima?
En el caso de Julieta Venegas, o Carla Morrison, o Ximena Sariñana, o Natalia Lafourcade, o Amandititita, por ejemplo, es lo segundo, además de la impronta autoral. Porque la simpatía de estas mujeres es automática, aunque sus voces sean asombrosamente parecidas. Y su canto, noble canto, tampoco tiene avizoramientos de un feminismo recalcitrante, ni mucho menos. Todo lo contrario: confirman las afirmaciones masculinas, porque hay en sus líricas una especie de constatación del abandono femenino en pos de la reciedumbre varonil. Y las declaraciones de estas mujeres son enfáticas, así son y con sus decires acaso están refiriéndose a la mayoría de las mujeres, que las siguen y les guardan lealtad, identificadas con sus realidades amorosas, que son las mismas de ellas, contradictorias, incomprensibles, complejas, inexplicables, atormentadoras, de una sumisión que pasa de sufriente a valerosa. Y en casi cualquier canción estas nobles mujeres se delatan amorosamente.
Ximena Sariñana: “No quiero controlar la magia del momento bailando hasta el final sin pensar que hay que parar al tiempo. La pasión nos quita la capacidad de decidir y otra vez me puedo arrepentir”. Dice Sariñana “otra vez”, es decir…
Natalia Lafourcade: “Acostumbrado estás tanto al amor que no lo ves. Si de casualidad me ves llorando un poco es porque yo te quiero a ti. Nunca es suficiente para mí, porque quiero más de ti. Aunque me haces mal, te quiero a ti”.
Carla Morrison: “En cuanto me di la vuelta te aprovechaste de otra mujer, como si te hiciera falta cuando yo te amo sin merecer. Olvidaste mi devoción y yo casi muero con mi dolor”, “Yo sé, yo tengo la culpa. Yo sé, ya no hay excusas”, y aunque Carla Morrison sabe que ella es parte ya del ayer, “sigo amándote”, confiesa en una canción. Y dice que le debe “disculpas” al amado, razón por la cual lo fue perdiendo.
Julieta Venegas: “Si pudiera yo tenerte aquí hablándome de nada… Ya sé que lo que le diga no va a ser suficiente. La tempestad y la calma es la misma cosa. Toma de mí lo que deseas… [Porque] El presente es lo único que tengo, es lo único que hay”. En otra canción una frase me deja temblando: “Algún día quizás pueda decirte algo importante”. ¡Y yo pensaba que todo lo que decía Julieta era importante! Pero en el amor sin duda las cosas son de muy otra manera.
Y Amandititita: “Me dices que te gusto, pero siempre te vas… Es que te gusta hacerme sufrir. Eres inseguro, titubeante, indeciso, vacilante, irresoluto, desesperante… ¡Pero cómo me gustas, caramba! Aunque no compres, puedes mallugar”.
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Los contenidos no requieren de una exégesis para ser comprendidos: la mujer quiere, o busca, ser amada sin importarle con qué tipo de hombre pueda llegar a relacionarse. Amandititita dice en una canción suya que el hombre a quien quiere le gusta hacerla sufrir. Y son ellas, las nuevas voces, las que lo dicen, resaltan, subrayan, acotan. No sucede ya como en el pasado, que los hombres escribían las canciones para que las mujeres las interpretaran siendo, ellas, las portadoras de los mensajes masculinos. María Luisa Landín (1921-2014), conocida sobre todo por ser la cantante de “Amor perdido”, del puertorriqueño Pedro Flores (1894-1979), me dijo una vez, cuando la entrevisté a fines de los setenta en su casa, que lloró lágrimas vivas al grabar esa canción porque ella no era así, no compartía los pensamientos que exponía la letra de esa ilustre canción: “Vive tranquilo, no es necesario que cuando tú pases me digas adiós. No estoy herida y, por mi madre, no te aborrezco, ni guardo rencor. Por el contrario, junto contigo le doy un aplauso al placer y al amor. ¡Que viva el placer, que viva el amor! Ahora soy libre, quiero a quien me quiera. ¡Que viva el amor!”
A pesar de haber sido la canción que la identifica como artista, María Luisa Landín en la práctica no coincidía, en lo absoluto, con aquella liberalidad y desenfado amorosos. Y tal vez lo mismo acontecía con la mayoría de las mujeres cantoras del inicio discográfico, a quienes las empresas musicales les imponían las canciones escritas, por lo regular, por autores masculinos. Pero ahora las cantautoras tienen voz propia —las había, sí, aunque escasas, como María Grever (1885-1951) o Consuelo Velázquez (1916-2005)—, y nos dicen exactamente lo mismo que los hombres acerca de las relaciones pasionales. Vamos, no en vano hay mujeres enamoradas del Chapo Guzmán o de dictadores políticos: “El presente es lo único que tengo, es lo único que hay”, canta Julieta Venegas y un numeroso coro femenino canta con ella. Porque amar por decisión propia no es ningún signo equívoco ni señal de reproche personal, mucho menos, ¡por Dios!, un acto de sumisión: “La pasión nos quita la capacidad de decidir y otra vez me puedo arrepentir”, canta la dulce Ximena Sariñana. ¿Y a quién le importa lo que pueda traer como consecuencia aquel amor infortunado?
Por eso las mujeres, un grupo nutridísimo de mujeres —pese a la probable muina de un sector feminista— corean, jubilosas y sin dejar de perrear, las canciones de avorazados y misóginos (y el adjetivo es exacto) raperos y reguetoneros que objetualizan, gozosos, a las mujeres a sabiendas del inobjetable poder varonil. ¿Las bandas gruperas, entonces, con sus canciones de arrebato pasional, donde la mujer invariablemente es la victimaria de todas las querencias humanas, no están del todo equivocadas?, ¿por eso tantísimas mujeres las corean, esas mismas canciones que las sojuzgan y las oscurecen, las sobajan y las minimizan?
Los álbumes de Chavela Vargas, por tanto, poseen una vena muy distinta. Incluso están sobrados de razonamientos afectuosos o lastimeros a cargo de José Alfredo, cuya lírica, paradójicamente, resulta de una nobleza reflexiva y de un debate compartido acerca de la complejidad del amor. Chavela Vargas no compartió nunca, musicalmente, ninguna rendición (para no hablar de sumisión, un término ya extemporáneo porque una entrega amorosa, a quien fuere, proviene de una toma libre de decisión femenina… cuando estamos hablando de libertad electiva, no de violencia de género, por supuesto; porque hasta en estas cuestiones, acaso mínimas, de la música resalta la cultura aprehendida de cada artista). Por eso más nos valdría, desde un primer momento, armarnos de valor para considerar a este álbum, el referido ¡Por mi culpa! de Chavela Vargas —y que la advertencia no sea una imprudencia—, no como una pieza fundamental de arte sonoro sino como una especie de recordatorio de la grandeza [naturalmente] extinguida, a la que tienen derecho, tal vez (no lo sé), los que un día fueron notables en la vida por su imbatible resistencia y su serenidad creativa.