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Un bichito en la literatura: de Akutagawa a Kafka…

Julio, 2022

Un hombre lee a un cuentista japonés mientras se halla recostado en la cama junto a una mujer, cuya belleza le parece al hombre tan insistente y natural como el amanecer diario. Pero entonces, algo sucede al abrir el libro en la página 148: ahí, a la mitad de esa hoja, el hombre sintió que la vida, al menos su vida, se desdoblaba entre el mundo de cuerpos y objetos en aquel lecho y el interior de ese libro… En el siguiente texto, Mario Bravo Soria nos habla de los vasos comunicantes entre un selecto grupo de escritores que él denomina perdedores ejemplares.

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El hombre que, muy pronto, cumplirá casi 40 años de vida, lee a un cuentista japonés mientras se halla recostado en el lado izquierdo de la cama.

En el lado derecho del colchón, una mujer duerme.

Los días, últimamente, para él se asemejan al prólogo de un futuro que, como todo tiempo aún sin materializarse, le resulta nebuloso e incierto, aunque tales mañanas venideras ya permiten entrever una imagen dibujada a colores, de la cual él se sostiene cada vez que las penurias del mundo le acorralan: entre la niebla, distingue a una hija que todavía no tiene formada ni una sola célula de su organismo, no tiene rostro ni voz, tampoco piel ni mirada; pero sí un nombre en la mente del hombre que lee a un cuentista japonés mientras, allá afuera, las calles oscuras nada saben de justicia ni de besos puntuales, tampoco —las calles— saben algo acerca de rosas que George Orwell cuidó como si de palabras se tratara ni de panes urgentes para los hambrientos sin techo ni abrigo.

El hombre que lee en la cama nota que la mujer durmiente se mira distinta a otras noches. Con los ojos cerrados —los de ella, no los de él pues lee y, de vez en vez, la mira como cerciorándose de que ningún Dios envidioso robe la felicidad moldeada en esa habitación— constata que los calendarios y las marcas del mundo se agolpan en aquellos párpados.

La belleza de esa mujer que duerme, al hombre le parece tan insistente y natural como el amanecer diario.

Vuelve a su lectura y abre el libro en la página 148.

Allí, a la mitad de la hoja, a manera de sorpresa él abre efusivamente sus ojos y lanza una pregunta en voz baja para no despertar a la mujer que duerme al costado izquierdo de aquella cama: ¿Kafka?

Continúa leyendo y, en algún momento, ni los panes faltantes ni el hambre de los niños en Siria o los perros callejeros sin hogar, mucho menos la podredumbre del periodismo en su país le inmutan… No entiende cómo ni en qué momento sucedió lo que percibe desde la página anterior del cuento sostenido por él entre sus manos.

¿Abrió una puerta sin darse cuenta? ¿Una ventana secreta? Pero… ¿cómo? Si él solamente ha estado en su cama ya desde hace largo rato, mirando a la mujer que duerme a su lado y leyendo a un cuentista japonés.

—¿Me habré quedado dormido y estoy soñando? —pensó rápidamente mientras alzó la mirada por sobre el libro y fijó su atención en la ventana, constatando que la noche aún se mantenía intacta.

Él era un hombre recostado en una cama y una mujer yacía al otro extremo. Hasta aquí nada inusitado ni digno de sobresalto; pero, a la mitad de la página 148 sintió que la vida, al menos su vida, se desdoblaba entre el mundo de cuerpos y objetos en aquel lecho y el interior de ese libro.

Charlie Parker se escuchaba en la radio.

El hombre que leía en una cama y se hallaba junto a una mujer que dormía, registró en su cuerpo que una oleada de escalofríos le recorría desde las rodillas hasta el cuello.

—¡Qué carajos está pasando…! —dijo sin darse cuenta de que alzó el volumen de su voz y perturbó el sueño de la mujer que dormía. Ella, sin despertarse del todo, balbuceó una pregunta que pretendía averiguar si todo se encontraba en orden.

Algo dijo él para tranquilizarla. Dio resultado pues ella, sin demora, volvió a dormir.

El hombre leyó que el cuentista japonés narraba una pequeña historia, en la cual un varón recostado en una cama y junto a una mujer que dormía apaciblemente, de manera repentina, miró un piojo entre las sábanas.

Acto seguido, el hombre dentro del cuento se halló convertido en un piojo.

Frunciendo el ceño, el hombre recostado sobre la cama y que leía a un escritor japonés, de inmediato se puso de pie y caminó hacia la sección de su biblioteca en donde debía encontrar La metamorfosis de Franz Kafka.

El contacto de sus pies con el suelo frío, le hizo confirmar que no soñaba.

Al retirar el libro del estante, una arañita salió de su escondite a dar la cara a quien alteró su paz.

Por si las dudas y yendo en contra de su regla sobre respetar todo tipo de vida, el hombre, que hasta hace unos minutos leía en su cama a un escritor japonés mientras una mujer dormía en el extremo izquierdo del colchón, cerró los ojos y dio un manotazo seco hacia donde la araña se encontraba.

El hombre sintió que protagonizaba una pírrica victoria, pero victoria al fin, por sobre la incertidumbre.

2

El 12 de noviembre de 2008 en la contratapa del diario argentino Página/12, el entrañable periodista cultural Juan Forn —fallecido en junio de 2021— narró una peculiar historia verídica en la cual, Ryūnosuke Akutagawa (1892-1927), encarnó lo que sería el prólogo a su suicidio: se maquilló el rostro con pintura de color blanco y, como el niño que gusta de ser observado en plena travesura, acudió a una zona frecuentada por prostitutas en Tokio. Junto a su amigo, Yasunari Kawabata —otro fenomenal escritor japonés, autor de El sonido de la montaña y Lo bello y lo triste, entre otras magníficas novelas—, recorrió algunas calles sin buena fortuna pues ninguna de las mujeres aceptó involucrarse con el cuentista japonés de blanquizca gestualidad.

En aquella contratapa intitulada “La temporada de suicidios blancos”, Forn precisó que las prostitutas en cuestión creían hallarse en presencia de un fantasma al mirar el rostro de Akutagawa quien, tres días después de aquel suceso, se arrebató la vida con tan sólo 35 años de edad.

Cabe apuntar que la madre del autor de memorables cuentos como “La nariz”, “Rashōmon”, “El dragón” o “Cuerpo de mujer”, murió relativamente joven tras un ataque de psicosis, dejando un halo de temor y una sombra de fractura psíquica en su hijo, el cual durante gran parte de su breve vida padeció trastornos penosos como cuadros de ansiedad, depresión y alucinaciones, mismos que le impulsaron a finalizar su vida el 24 de julio de 1927.

Precisamente en el cuento “Cuerpo de mujer”, publicado en octubre de 1917, Akutagawa realizó —en tan sólo tres páginas de extensión que el texto presenta— un peculiar y, para mí, inquietante acto: magistralmente narra cómo, un hombre recostado en una cama y con una mujer al lado suyo, mira repentinamente a un piojo entre las sábanas del lecho, convirtiéndose —inesperadamente— en dicho insecto que queda maravillado ante una bella montaña que percibe en toda su majestuosidad, la cual resulta ser uno de los senos de la mujer que duerme a un lado del personaje principal de tal historia.

¿Qué pudo conectar con tanta precisión y exactitud a Akutagawa con Franz Kafka? ¿El cuentista japonés tuvo acceso a la lectura de la novela La metamorfosis, publicada en el año de 1915? Si ambos genios literarios vivieran en la actualidad, no dudaría que el nipón habría accedido a la bandera de la escritura kafkiana sin obstáculo alguno: quizá mediante Amazon o descargando la novela en su formato digital, Akutagawa habría leído, sin problema, la historia protagonizada por Gregorio Samsa, aquel hombre salido de la invención de Kafka y quien, un mal día, despertó convertido en un repugnante bicho.

Dudo totalmente que el padre del cuento japonés tuviera tal novela entre sus manos.

¿Qué puente une entonces a Akutagawa con el empleado de compañías de seguros nacido en Praga en el año de 1883?

3

La enfermedad y el dolor, la soledad de quienes sienten que la vida se les escurre con muchísima pena y nula gloria, la apatía de quien sabe cómo huele el terror ocasionado por el tic tac del reloj alojado en el vientre del cocodrilo, así como la lucha aparentemente estéril contra la cerrazón del mundo ante aquel que se sabe apátrida no de una nación sino de la humanidad… todos esos elementos, afirmo, vincularon a ambos escritores.

Aunque es importante precisar que tal abanico de experiencias no ha conectado, exclusivamente, a ambos genios de la literatura. Esa desazón y la sensación de que el mundo pisotea el puñado de sueños que uno guarda celosamente en el bolsillo del abrigo, parecieran hallarse tatuadas a fuego entre quienes denomino perdedores ejemplares.

Akutagawa y Kafka perfectamente podríamos considerarlos como embajadores de una estirpe de outsiders… esos seres que no encuentran otro sitio en el mundo más que aquel desde donde miran a la sociedad como si fuesen forasteros advertidos de no volver a pisar, nunca más, el poblado apacible y lleno de gris rutina que les ha echado con ira.

Entre ese listado de escritores marcados visiblemente con el signo de la derrota en sus frentes, hallamos a magníficos intelectuales como Walter Benjamin (1892-1940) quien, al sentir en la nuca los pasos del monstruo nazi e intuyendo que, dramáticamente, una frontera no se abriría para él, se suicidó el 20 de septiembre de 1940 en Port-Bou. Apestado en vida para la academia europea, Benjamin escribió páginas imprescindibles en Occidente, ya sea sobre la fotografía, el arte, los juguetes, la memoria y la historia, sin soslayar su faceta literaria en Historias desde la soledad o los relatos autobiográficos del tierno libro intitulado Infancia en Berlín hacia el mil novecientos.

Si traemos a cuento el listado de escritores afiliados al bando de los perdedores ejemplares que, una vez cumplida la cita con su muerte, alcanzaron el reconocimiento y la fama nunca palpada en vida, sería torpe no mencionar al mil veces hombre Fernando Pessoa (1888-1935). Dueño de un sinfín de mundos interiores al inventar a más de 50 heterónimos y al ser un atingente burócrata que miró todo el mundo con sólo cruzar una calle y entrar a cierto café, el lusitano escribió líneas tan hermosas como las incluidas en su poema “Tabaquería”:

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.

¿Qué tan inseguros o desconfiados de sus capacidades escriturales se sintieron tanto Kafka como Pessoa para que, incomprensiblemente, uno haya pedido quemar sus novelas y cuentos cuando la muerte le sorprendiera y, el otro, celosamente guardara sus papeles redactados en un viejo baúl? ¿Por qué ese afán de ocultar sus letras al mundo? ¿Qué fuego interno, casi volcánico, habitaba en el interior de Akutagawa, Benjamin, Pessoa o Kafka para que, a pesar de la tentación del fracaso y el vértigo ante el abismo, sus palabras en papel sean hoy recordadas, leídas y glorificadas?

¿Existe un secreto y oscuro mecanismo que la humanidad ejecuta para compensar los vituperios, exclusiones, desintereses y dolores tanto psíquicos como corporales registrados por los escritores aquí nombrados? ¿La muerte es, en casos como los que he apuntado en este apartado, el pasaporte para que ciertas palabras ingresen al territorio del reconocimiento social y la aceptación del mundillo literario e intelectual?

En lo personal, si por alguna razón tuviera que elegir entre estos perdedores ejemplares o escritores del tipo Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa u Octavio Paz, sin duda alguna siempre me decantaría por el primer grupo de narradores sin el brillo ni el oropel propio de los premios otorgados, sin los contubernios ni cercanías con los poderes políticos en turno ni la fama ni el dinero que dichas situaciones traen consigo.

En vidas y letras como las correspondientes a Akutagawa, Kafka, Benjamin y Pessoa, ¿no estamos acaso ante el triunfo de un fracaso ejemplar?

4

Volviendo puntualmente a la pareja Akutawaga-Kafka, es curioso preguntarse por qué ambos recurrieron al recurso literario de emplear la conversión de un ser humano en un insecto, tal como un piojo o un escarabajo… diminutos y altamente vulnerables, insignificantes para el ser humano, aparentemente inútiles y casi invisibles salvo que afecten la cotidianeidad de las personas. La autoestima tanto del escritor nipón como del novelista checo, sin duda, se halló a la baja durante la mayor parte de los días de sus respectivas vidas.

Si uno mira fotografías de ambos escritores, observaremos que, en los dos casos, estamos frente a hombres de apariencia tremendamente frágil, similar a la debilidad de un barquito de papel en un lavamanos. Aunque, para continuar con las coincidencias entre uno y otro, quien tenga la curiosidad de buscar y ver retratos de tales literatos también hallará un rasgo central compartido: la mirada… como si el cuentista japonés o el literato checo pudieran ser leídos mediante la transparencia de sus ojos. Ambas miradas parecieran confiar en la existencia de un futuro menos tormentoso, el cual —seguramente ellos intuían— no les tocaría presenciar. Se trata, vislumbro —¿o deseo?— de miradas que filtran la inmundicia humana y la convierten, ni más ni menos, en arte.

Después de leer “Cuerpo de mujer” o la kafkiana novela Metamorfosis, ¿quién puede dudar de que hay bichitos más fuertes, dignos, estoicos, útiles y memorables que varios seres humanos de esos que deambulan por calles, avenidas y redes sociales digitales?

5

El hombre que leía a Akutagawa y se hallaba recostado en la cama junto al cuerpo de una mujer dormida, a las cinco de la mañana con cuarenta minutos decidió que no volvería a meterse entre las sábanas. A pesar del cansancio en su cuerpo, no soportó la tentación de escribir acerca tanto de un cuento publicado en 1917 como de una novela impresa en 1915. Algo necesitaba decir con respecto a un par de escritores del sufrimiento… algo deseaba reivindicar a través de ciertas palabras.

Sin encender la luz de la habitación, a tientas, encontró su libro de cuentos redactados por Akutagawa y, entre sus manos, cogió la laptop. Consiguió no despertar a la mujer con quien compartía la cama.

Más de cien años después de que un piojo y un escarabajo saltaron de las mentes de dos escritores y se estrellaron contra algunas hojas de papel; aquel hombre se dispuso a escribir acerca de una casualidad literaria.

Y una arañita vagabundea por sobre la mesa del comedor donde aquel hombre redacta algunas líneas.

Él sonríe ligeramente y la mira sin sentir temor.

Sigue escribiendo.

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