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El valor de la amistad

Rafael F. Muñoz, medio siglo después.

Junio, 2022

Nació en Chihuahua el 1 de mayo de 1899, y falleció a los 73 años de edad hace medio siglo: el 2 de julio de 1972. No sólo fue uno de los grandes narradores mexicanos, también fue uno los mejores escritores de la Revolución Mexicana. Su nombre: Rafael F. Muñoz. Sus títulos están ahí; en cuento: El hombre malo y otros relatos y El feroz cabecilla y otros cuentos de la revolución en el norte. En novela: ¡Vámonos con Pancho Villa!, Si me han de matar mañana, y Se llevaron el cañón para Bachimba. Víctor Roura aquí lo recuerda…

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Nacido en Chihuahua el 1 de mayo de 1899, falleció a los 73 años de edad hace medio siglo: el 2 de julio de 1972. Fue un gran narrador. Su nombre: Rafael F. Muñoz.

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En Se llevaron el cañón para Bachimba (Editorial Era, 2007), el adolescente Álvaro Abasolo de pronto se mira solo pues su padre, acobardado, ha decidido irse de la casa haciendo caso omiso de las súplicas de su hijo por seguirlo.

—No —respondió tajantemente su progenitor—, tú debes quedarte aquí; cuida de nuestra casa como un centinela. El viaje que voy a emprender será largo y difícil; tú no podrías resistirlo y quizás llegaras a ser un estorbo para mí, porque un hombre solo puede salvar muchos peligros, pero no todos los que se le presentan si va acompañado de un niño como tú. ¿Comprendes? Todavía te faltan muchos años para ser hombre.

Cuando la puerta se cerró Álvaro, de pie, en medio del amplio zaguán sintió sobre su espalda, como un fardo, “el pesado silencio de la casa centenaria de los Abasolo”. Días antes el muchacho había oído decir a su padre que “las tropas que había en todo el estado iban a rebelarse. No eran soldados del ejército regular, sino revolucionarios victoriosos en una lucha reciente: su jefe era Pascual Orozco, y a todos ellos les decían los Colorados”.

Afirmaba su padre que estos insurgentes “no estaban satisfechos con la ventaja personal obtenida con el triunfo y que volverían a las armas para acrecentarla”. Sin embargo, Álvaro no comprendía por qué había decidido marcharse, pues no era militar ni servía al gobierno.

—Tengo asco de ver otra guerra civil —dijo simplemente a su hijo, y partió.

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Cuatro días después, “manos violentas redoblaron sobre la puerta, como si fuera un tambor —relata Álvaro, a decir del chihuahuense Rafael F. Muñoz, autor de dos novelas, la última de las cuales es precisamente esta sobre la rebelión orozquista—. Toda la mañana las campanas de las iglesias habían estado repicando, cual si quisieran dar una noticia que nosotros presentimos vagamente”.

Eran las tropas revolucionarias, esta vez al mando de Marcos Ruiz, que se apoderaban de la casa para utilizarla como cuartel transitorio.

Desde ese momento Álvaro Abasolo, más que orozquista, sería un convencido ruizista, a quien no abandonaría ni en los tiempos de la extinción colorada, cuando el general Marcos se fue quedando poco a poco solo. Sin querer, o acaso queriéndolo, bueno a su manera, el rebelde se fue ganando la confianza del muchacho al grado de encontrar en él una añorada imagen paterna. El jovencito Abasolo se convirtió con prontitud en el ayudante idóneo del general archivando los papeles necesarios, haciendo las cuentas, escribiendo las cartas y discursos, leyendo las noticias de los periódicos.

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En la vieja casona vivía con la familia Abasolo un sirviente, de nombre Aniceto, que envolviera al niño Alvarito con sus numerosos cuentos y canciones: “Lunes y martes y miércoles, tres; jueves y viernes y sábado, seis”, cantaban las brujas, letra cuyo origen se remonta al siguiente relato, contado por el propio Aniceto:

—Una vez había en un pueblo dos jorobados, uno malo y el otro bueno. El bueno se fue a acostar una noche al bosque porque no había encontrado en el pueblo un lugar para dormir; y estaba tendido al pie de un árbol cuando llegaron las brujas y comenzaron a bailar, cantando: “Lunes y martes y miércoles, lunes y martes y miércoles, tres”. Entonces el jorobadito bueno les cantó: “Lunes y martes y miércoles, tres; jueves y viernes y sábado, seis”. “¡Qué bonito!”, dijeron las brujas. “¿Quién nos arregló nuestro verso?” Vieron al jorobado, y en premio le quitaron la joroba y la dejaron colgada en las ramas del árbol. Al día siguiente que entró en el pueblo sin joroba, el malo le preguntó cómo se la había quitado, y él le platicó todo. “¿Por qué te la quitaron a ti y no me la han de quitar a mí también?”, dijo muy envidioso y le pidió la señal para saber dónde bailaban las brujas. El bueno le dijo: “Es abajo de un árbol donde está colgada mi joroba”. Al oscurecer se fue el envidioso, encontró el sitio, se tendió al pie del árbol y esperó sin dormirse hasta la medianoche, que salieron las brujas bailando y cantando su nueva canción: “Lunes y martes y miércoles, tres; jueves y viernes y sábado, seis”. Entonces, el jorobado malo gritó: “Y domingo, siete”. Las brujas se enojaron. “¿Quién nos desarregló nuestro verso?” Encontraron al jorobado y en castigo le pusieron arriba de su joroba la otra que estaba colgada en las ramas del árbol. Y cuando volvió al pueblo, todos se rieron de él, por envidioso…

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Aniceto adoraba los caballos. Pero estas minucias son intrascendentes para los revolucionarios. Marcos Ruiz se adueñó no sólo de la casa, sino del corazón del niño, que veía en el sargento rebelde, a falta de asideros ilustrados para conformar su propio criterio, a una deidad, tal como lo miraban los demás, arrobados con la presencia del general, a quien le hacían “toda clase de reverencias” que él, Marcos, en el fondo, “desdeñaba”. Algunos, narra Abasolo, “quisieran tener rabo para agitarlo en señal de sumisión, como los perros”, a tal grado era la admiración por los insurgentes, que, aun sin sentimientos (o por lo menos esa era la impresión, duros e insensibles como aparentaban ser, quizás como secuela de sus propias ignorancias), luchaban por un ideal. Equivocados o no, se habían finalmente alzado contra un gobierno corrupto. Y eso, cómo no, los hacía grandes.

Marcos Ruiz enseñaba a disparar con la pistola a Álvaro, que en su vida había visto una.

“Hizo como que se descuidaba —cuenta el muchacho—. Volvió la espalda al blanco fijo en la pared y a la puerta que comunicaba el patio con el corral. Yo lo veía atentamente. Se quitó el sombrero y le sacudió el polvo de un garnucho. Se lo colocó de nuevo en la cabeza y, repentinamente, rápida su mano como una piedra que cae, sacó la pistola de la funda, la puso horizontal y disparó”.

Justo en ese preciso momento, el buen Aniceto atravesaba “el hueco de la puerta; venía de la caballeriza con una cuerda enrollada en la mano”. Álvaro no tuvo tiempo de decir nada. “Además —corrobora—, el estallido hubiera ahogado mi voz. Aniceto abrió los brazos, echó la cabeza hacia atrás, el cuerpo se le fue curvando como un carrizo cuando sopla el viento y cayó paralelo al umbral. Un líquido rojo y brillante, más espeso que el vino, le salía de la frente”.

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Álvaro Abasolo debió de haberse puesto pálido.

“Sintiendo un malestar que me salía del vientre —confiesa—, me recargué en un pilar, y los pies se me fueron resbalando hacia delante, hasta que quedé sentado en el suelo. Lloré. Y sobre el cadáver de Aniceto pasaron las balas que Marcos Ruiz siguió disparando, hasta marcar media docena de agujeros en el cartón clavado en los adobes pajizos de la pared”.

Una muerte, después de todo, es cualquier muerte en los periodos de las batallas civiles. Alvarito Abasolo no sentiría tanto la muerte de su adorado Aniceto (“lunes y martes y miércoles, tres; jueves y viernes y sábado, seis”), ni la cobarde partida de su padre, como la ardorosa desaparición del general Ruiz, solo y derrotado, orozquista sin Orozco, revolucionario sin revolución, ese hombre que, sin querer, lo hiciera hombre y lo hiciera creer, por una vez, en algo por lo cual luchar en esta azarosa e incomprensible vida: la amistad.

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