Abril, 2022
En 1925, el Día Internacional del Niño fue proclamado por primera vez en Ginebra durante la Conferencia Mundial sobre Bienestar Infantil, y desde entonces se celebra el 1 de junio en la mayoría de los países. Unos lustros más tarde, en 1959, Naciones Unidas instauró el Día Universal del Niño el 20 de noviembre, fecha en la que su Asamblea General aprobó la Declaración de los Derechos del Niño (en dicho año). En México, sin embargo, desde las primeras décadas del siglo XX se instauró el 30 de abril como el día para celebrar a los pequeños. Algunos documentos señalan que fue en 1916, y otros que fue en 1924; mientras todos nos ponemos de acuerdo, Víctor Roura ha querido sumarse a la celebración con estos relatos…
Infinita polémica
Me estoy enterando que, 53 años después de haber instituido la ONU en el mundo el Día del Niño, en 2012 se acordó conmemorar cada 11 de octubre el Día de la Niña. Así que en el planeta se festeja a las niñas, no a los niños (ni a los niñes), con un día especial cada año. No sé si esta cuestión tenga que ver con cuestionamientos feministas, pero si la educación desde la infancia no es saneada desde el fondo el asunto patriarcal continuará siendo un lastre en las sociedades contemporáneas. Si se trató de diferenciar a la niña del niño porque la celebración es denominada Día del Niño (en el entendido gramatical de la pluralidad que abarca tanto a niñas como a niños), acaso la involuntaria discriminación hacia el sector masculino podría, o puede, generar en un futuro próximo un debate incierto, sin sentido, con visos de frugal arbitrariedad lingüística. Porque nada cuesta decir, en lugar de Día del Niño, Día de la Niña y el Niño. Y si los metodistas del lenguaje inclusivo se incomodan ante esta “parcialidad” nominativa habría entonces, pues, que debatir sobre la nomenclatura, no discriminar visiblemente porque al rato las festividades serán inacabables: Día de la Abuela, Día del Abuelo, Día de la Tía, Día del Tío, Día de la Maestra, Día del Maestro, Día de la Poetisa, Día del Poeta, Día de la Trabajadora, Día del Trabajador, Día de la Rosa, Día del Rosario, Día de la Artesana, Día del Artesano, Día de la Compositora, Día del Compositor, Día de la Ruletera, Día del Ruletero, etcétera, si es que no, digo, intervienen los pruritos de la lengua tratando de incorporar a los evidentemente faltantes: Día de la Trabajadora, Día del Trabajader, Día del Trabajador, Día de la Maestra, Dúa del Maestre, etcétera.
Infinita polémica.
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Susto inesperado
Érase una niña que se vestía siempre de rojo porque quería parecerse a Caperucita hasta que una tarde un lobo se disfrazó de su abuelita dándole un tremendo susto.
La niña sin cabeza
La niña nunca recordaba dónde ponía las cosas, y luego preguntaba a todos si las habían visto.
—¿Quién ha visto mi muñeca holandesa?
Y después:
—¿Quién ha visto mi plastilina morada?
Y después:
—¿Quién ha visto mi lamparita del gato de la noche?
Y después:
—¿Quién ha visto mi bufanda rosada?
Una vez llevaba entre el cabello una estrella fosforescente, pero ella no lo sabía.
—¿Quién ha visto mi estrella fosforescente? —preguntó a su mamá.
Su mamá sólo le respondió señalándole arriba de su cabeza.
—No, mamá, esas son estrellas de verdad, yo busco mi estrella fosforescente —dijo la niña, sin entender lo que su madre le indicaba.
Pero la niña volvió a mirar a su madre que le hacía el mismo señalamiento arriba de la cabeza.
—¡No, mamá, hablo en serio! —exclamó la niña, un poco enojada.
La mamá, entonces, se alzó de hombros.
—Si no me crees, allá tú —dijo la madre.
La niña corrió a mirarse en el espejo. Y la vio, a su estrella fosforescente. La agarró y la dejó encima de la cama, y media hora después andaba preguntando:
—¿Quién ha visto mi estrella fosforescente?
—¿Otra vez? ¡No es posible! —dijo la madre.
Pero la niña no bromeaba. En verdad había olvidado dónde estaba… la estrella, ¡porque hubiera sido el colmo que no supiera dónde se encontraba ella misma!
—Un día vas a perder la cabeza, hija mía, y no vas a saber dónde la pusiste.
Y el día que eso sucedió, todos se alarmaron.
—¿Dónde está mi cabeza? —preguntó la niña al volver del colegio.
Y todos voltearon a verla, asustados: la tenía cubierta con el suéter.
La niña se rió mucho de su broma.
La primera Olimpiada escolar
El juez miró a todos los competidores. Levantó la mano con la pistola de juguete y gritó con todas sus fuerzas:
—¡En sus marcas, listos…!
La pista era muy bonita de color morado. Sólo correrían los seis niños, todos ellos de cuatro años de edad, cincuenta metros. Era su primera carrera. Los padres estaban en la tribuna alentando a sus hijos junto con toda la escuela que celebraba su primera Olimpiada infantil.
El juez prosiguió:
—¡… Fuera!
Y sonó el disparo en el aire tan duro que los seis niños, asustados por el tremendo ruido, en lugar de correr en la pista corrieron rumbo a las tribunas en busca de sus respectivos padres para refugiarse en sus brazos.
La mosca lectora
La mosca aprendió a leer el día en que cayó en la sopa de letras.
La abeja burócrata
Apenas se puso en marcha la rueda de la fortuna, la madre de inmediato desplegó el mantel para empezar a servir los tamales. Sus dos hijos se apresuraron a destapar los refrescos. Iban y venían. Arriba y abajo. Circularmente, con el movimiento de las manecillas del reloj, una y otra vez.
El picnic estaba en su esplendor cuando una abeja se posó en la boca de una botella.
—¡Vámonos a chupar la sangre a otra parte! —gritó la madre al insecto himenóptero, que volteó a verla con extrañeza.
—¿Una no puede tener sed, señora? —espetó la abeja, un poco contrariada.
Los niños miraron a su madre, inquietos.
—¿Niega usted el agua a una pobre sedienta, acaso? —preguntó la minucia voladora.
Los niños seguían mirando a su progenitora, sin decir absolutamente nada.
—Lo que no entiendo es por qué vienes precisamente con nosotros habiendo cientos de personas en la feria y veintenas en los restaurantes —dijo la madre—, donde puedes encontrar miles de gotas en los refrescos tirados en el bote de la basura…
Los niños voltearon a ver ahora, con rapidez, a la abeja.
—¿Cree usted que soy una especie de pordiosera o algo parecido? —cuestionó el insecto, afilando su aguijón.
Los niños miraron otra vez a su madre.
—Pero sí una maleducada que no pide permiso para sorber el refresco de uno de mis hijos, señorita —respondió la señora, cruzándose de brazos, ofendida, como el que recibe inesperadamente una carta de despedida de alguien a quien dio cobijo y se desaparece de súbito.
La abeja, de por sí rojiza, se puso aún más colorada, como un fuego azuzado por el bochorno que de pronto inundó su menudo cuerpo.
—Niño Comotellames, ¿me puedes ofrecer de tu bebida? —preguntó la abeja.
El hijo miró a la madre, esperando su aprobación.
—¿Verdad que las cosas así adquieren otro sentido? —preguntó la señora, a la vez que con un gesto autorizaba al niño a dejar posar a la abeja en su refresco, luego de lo cual, despidiéndose con atención (“son ustedes muy amables”, dijo a la brevedad el breve insecto), se dispuso a partir, pero fue abruptamente detenida por una intempestiva pregunta de uno de los niños:
—¿Eres carpintera, obrera o albañil? —lo que no dejó de desconcertarla, pues no esperaba tal interrogante.
—Soy burócrata —dijo, enrojeciendo aún más—. Somos una clase nueva, necesaria en la estructura de nuestra majestad, que ha decidido tomarse unas vacaciones en una decisión sorpresiva e inédita. Estoy acostumbrándome a no hacer nada, sino sólo a ordenar papeles de todos los sirvientes para que, cuando nuestra reina se vaya, prevalezca la disciplina.
Los niños voltearon a ver a su madre, esperando que dijera algo.
—No ha de ser fácil no hacer nada —acotó la señora.
Los niños miraron a la abeja en el momento en que decía “no” con todo su cuerpo. Y se alejó volando.
—Pobre —dijo la madre, luego de lo cual la rueda de la fortuna empezó a aminorar su velocidad.