Relatario: Edición Especial

Breadhie

*(De párvulas bocas / Cuentos de Lolitas. Jorge Arturo Abascal Andrade, selección y pórtico. Universidad Autónoma de Puebla / Siena Editores. México (2005). Homenaje en el cincuentenario de la novela Lolita (1955) de Vladimir Nabokov.)


Hay que ser artista y loco, un ser infinitamente melancólico, con una burbuja de ardiente veneno en las entrañas y una llama de suprema voluptuosidad siempre encendida en su sutil espinazo, para reconocer de inmediato, por signos inefables (…) al pequeño demonio mortífero ignorante de su fantástico poder.
Vladimir Nabokov, Lolita

Las imágenes desfilaban una tras otra sobre la pantalla empotrada en la pared. A través del cañón proyector la laptop lanzaba esquemas, diagramas, organigramas. Visión, misión, objetivo… y Carlos escuchaba el piiit, piiit, piiit de la caja registradora.

En el salón “George W. Bush, Premio de la Paz” del Centro de Convenciones, se adormilaba. Detestaba las conferencias de motivación que la empresa organizaba. Kaizen, le bautizaron los japoneses a los procesos de mejoras continuas, el nirvana del bisnes. Adivinaba el calor veraniego que los vientos regaban por Las Vegas. Dentro, el clima artificial era frío; tanto, que lo obligaba a portar el saco.

Preferiría encontrarse como aquel grupo de niñas que atisbaba tras el ventanal, a cierta distancia, haciendo ejercicios gimnásticos en traje de baño, al costado de una alberca. Las veía empequeñecidas, pero le ayudaban a pasar el rato. Con los cabellos recogidos por gorras de nadar que a la distancia suponía de tela, y sus ajustados trajes de baño uniformes, algunas de ellas daban saltos y maromas. No alcanzaba a ver sus rostros, pero sí que formaban un pequeño ejército de ángeles mariposeando sobre el césped. Las más pequeñas sin cumplir siquiera los doce años, con cuerpos aún sin formarse; las mayores, apenas rozando los dieciséis.

—A ver, por ejemplo —interrumpió la divagación de Carlos la pregunta directa del conferencista coreano—, díganme 50 marcas de relojes.

Por suerte nunca faltan los acomedidos y comenzaron a gritar: Rolex, Victorinox, Timex, etcétera, cosa que devolvió al ponente a la pizarra electrónica sobre la que iba enlistando las menciones; nueva oportunidad para girar la cara.

Otras mostraban ya caderas deseables, pequeños y redondos pechos; no eran ángeles, porque a sus cortas edades irradiaban, imantaban. Eran deseables. Sobre todo aquella que, pese a la distancia, podía ver moverse como cervatillo, envuelta, enfundada en un ligero traje plateado de una sola pieza, poseía un cuello al que cualquier depredador desearía hincarle el diente…

Una gacela retozando, pensó Carlos, antes de ser reprendido por el conferenciante que le pedía repitiera los criterios de la calidad total…

—La calidad la dan la cultura, el conocimiento —contestó.

El conferencista mostró su desaprobación.

—En el mismo cuarto de hotel en el que te hospedas no sólo vas a encontrar la comodidad del 5 estrellas —dijo en su inglés de Harvard, el profesor—: room service, café colombiano, galletas y fruta, lavandería, un servibar muy bien surtido, máquina de hielos, películas de estreno cinematográfico en la pantalla gigante, videojuegos y hasta controles de varias generaciones, computadora con posibilidad de apostar en diversos deportes, internet, boletos para cualquier espectáculo, guía de la ciudad, servicios turísticos y de taxis, batas, pantuflas y hasta máquina para obtener condones en el baño… eso es calidad total… lo que das por encima de haber cubierto tu oferta a satisfacción. Vamos a hacer un ejercicio —dijo—, acomodemos las bancas en círculos… —y lo arrancó de su diablillezca visión.

Carlos se jactaba de nunca haber pagado por hacer el amor. No por presunción; era su valoración de las mujeres. Su compromiso con ellas. Un merecido reconocimiento: las mejores personas a las que había conocido eran todas mujeres.

Visitó algunos burdeles, claro, siempre acompañando a alguien y sólo para divertirse: conocer, bailar, o porque no permanecía abierto ningún antro más en las altas horas que su trabajo le permitía para el esparcimiento.

Pese a su soltería, le gustaba definirse como: “Un hombre de una sola mujer y un solo libro”. Se comprometía.

No era mojigato. De pensamiento libre, se aventuraba en el sexo de la mano del amor o de su búsqueda. Alegaba que la insatisfacción sexual era natural al capitalismo globalizador del siglo XXI. La estructura mundial de dominio (dejando de lado su poderosa maquinaria de muerte, invasión y guerra) se basaba en el principio de reprimir la naturalidad de Eros, y luego venderlo como espectáculo o deporte. Castigar al amor, sus cimientos. Se frustra a la gente, se le imponen cánones de belleza y símbolos sexuales; en torno a ellos se construyen las frondosas y deslumbrantes edificaciones del showbizz: cine, televisión, revistas… y a través de esa industria de la imagen hegemonizan su visión del mundo (y para quienes no lo acepten, les dejan la posibilidad de ser arrasados) y mundializan sus mercancías, sus marcas. Y el amor, el verdadero, no tiene cabida, por una razón muy elemental: es gratuito, es gratis, por tanto improductivo para una sociedad edificada sobre la ganancia, construida por y para el dinero.

—Hasta el “amor” se vende, en restaurantes finos o como comida rápida… —despepitaba.

Así que cada seis meses que el grupo de directivos de la empresa se reunía en Las Vegas, él acudía con desgano. Ese mundo de oropel, burbujas de champaña y majestuosa mentira no le decía mucho. Pero tenía que asistir; era cosa de trabajo. Al menos las cinco horas de la mañana en las que todos intentaban mantenerse despiertos dando sorbos al café descafeinado, soplándose esos bobos cursos para ser mejores directivos, entender a su personal y colocar los intereses de la empresa por encima de cualquiera otra razón humana. Definía las miuras el conferencista: “Son las emes (claro que en japonés) muda=desperdicio, mura=variación, muri=estrés”; coleccionaba emes y eses en sus formularios. Aunque el verdadero objetivo del curso semestral era fortalecer los lazos del equipo directivo, todos varones, en la colusión de tapaderas mutuas y la competencia por el primado en la aventura (“preprogramada”) del sexo.

No podía negar que las rubias con las que se hacían acompañar en las salidas nocturnas de esos fines de semana —noche de jueves, registro; viernes, curso, igual que la mañana del sábado, pero tarde y noche de juerga, y domingo, retorno—, eran perfectas: “Tetas duras y culo gordo, engarzados por cinturas de popote”. A lo mejor, llenas de silicón las redondeces; y resultado de varias lipos, las esbelteces; pero impresionantes y bien arropadas; o mejor: bien exhibidas en esas prendas de marca, compradas en las tiendas top de California y Nevada, cuando no de Nueva York. Sí, no podía negar que se le antojaban; pero imaginaba que sin el sostén, sus pezones brillarían alternativamente como los tenis de los niños. Se sentía orgulloso de ejercitar su sexualidad sólo por y con amor. Lo que realmente disfrutaban sus compañeros de trabajo, pensaba, no era la noche, sino el palabrerío de los días siguientes acerca de las bondades y las bueneces prodigadas por sus compañías.

Ese sábado se encontraba triste; su relación con Carolina se había roto semanas antes. A partir de entonces salió un par de veces con chicas solidarias, con quienes departía desde mucho antes trabajo y compañerismo: se habían acostado con él, más por tratar de sacarlo de su estado azul nocturno que por cualquier otra razón. Carlos lo aceptaba. No podía hacer el amor sin romance, sin algo más que el gusto físico, al menos cierta comunión en motivaciones. O alguna búsqueda. Llegaba a pensar que de haber acudido a un burdel o solicitado un servicio sexual, de seguro ni se le hubiera parado. En momentos taciturnos evocaba a Breton y decía que nunca dejaría de amar a todas y a todos a quienes había amado; sin importar lo que la vida le deparara, sus amores lo habían sido, lo eran y lo serían para siempre. Por eso, y porque también pensaba que uno tenía que estar con las antenas desplegadas, siempre listo, siempre dispuesto, para no perder el tren que lo llevara a la siguiente estación de la vida (a lo mejor podía ser ella la persona a la que había estado buscando) aceptó el dulce y cariñoso regalo de ese par de compañeras, con las que únicamente vio crecer el cariño (y ciertas intrigas de oficina).

Pero esa vuelta a Las Vegas en realidad le molestaba. Quiso declinar; pero la empresa le dijo que las reservaciones ya estaban hechas y que de no asistir los gastos se le descontarían de su sueldo. Así que de súbito se encontró allí, rodeado de luces brillantes y ensordecedoras, de música que llenaba los ojos (ya no importa si la música es buena o mala al oído, es suficiente que llegue a los ojos), de corbatas y glamur comprado…, un tanto en contra de su voluntad.

La segunda parte del sábado perpetró la güeva de un curso comprado a ciegas por internet, bajo el sopor caluroso del desierto: un gringo con peluquín colorado, que aparecía en revistas especializadas en temas de alta dirección, narró con puras obviedades cómo una fábrica de comida rápida se había adueñado de la preferencia infantil en todo el orbe, con los menores gastos (es decir con productos de muy escasa calidad), invirtiendo más en promoción y publicidad. El fundamento ético era dar al consumidor lo que deseaba, argumentó, lo que no estaba peleado con que se invirtiera más en los juguetes —hechos en China— que en el alimento.

Luego vino la hora de la siesta; las actividades nocturnas programadas para ese día tampoco eran optativas, salvo el terminar o no con una de las chicas en la cama. Por la noche la cena, el show, hermosas mujeres en bikini, las bartenders mostrando sus poderosos muslos y escotes tentadores… Y lo mejor para el grupo, la cita con las “edecanes” concertadas por la compañía. Mucho atractivo; pero le producía desasosiego interno. Por ello es que nunca terminó esas cenas recibiendo servicios sexuales. Los otros directivos se burlaban o no lo bajaban de marica.

—Seguro eres de ésos que, estando con una chica desnuda al lado, prefieren poner el canal de Playboy y masturbarse frente a la televisión.

—¿Y ahora qué te detiene? Si no vas a engañar a nadie —le dijo el director de compras.

—No se trata de eso, no es por monogamia. Es que para mí tiene que haber algo de magia, algún conocimiento; no puedo ver al sexo como un deporte…

—Pues te lo seguirás perdiendo; de que tienen lo suyo, nomás míralas… Y si la empresa lo promueve es porque sabe que regresamos más creativos al trabajo.

—¡Nomás falta que tenga que checar tarjeta para entrar y salir de mi vida personal!

Al terminar la cena con el grupo y las chicas invitadas, Carlos dejó el club. Buscó un taxi para regresar al hotel. Le tocó uno con un conductor enorme, “debe medir más de dos metros”, pensó. Le indicó la dirección con su mejor inglés; pero luego lo escuchó hablar por la radio en español. “Es puertorriqueño”, pensó Carlos. No se sentía con deseos de platicar; pero el taxista le lanzó una andanada de preguntas. Que si no le había ido bien, que si perdió dinero; que sabía de unos shows espléndidos (“hay uno nuevo con las bellas chicas del Lido de París en un cuadro espacial en el que, al ritmo de música electrónica, bailan, vuelan, sin gravedad y llenas de luces láser y hologramas… ¿Quiere que lo lleve?”), y un largo etcétera al que Carlos respondió de manera lacónica. Finalmente sacó el tema, según el conductor, preferido de los señores que viajaban a Las Vegas: las mujeres. Se dijo un experto. Le ofreció que lo acompañara a una disco y que de todas las jóvenes del antro a la que eligiera, él se la apalabraba.

—No soy partidario de la prostitución —contestó Carlos.

—¿No? —respondió extrañado el conductor—. ¿Y entonces qué hace en Las Vegas si no viene a apostar su dinero o a buscar compañía…?

—Es una larga historia —respondió aburrido.

—Mmmmm —se quedó pensativo—. No crea que soy un entrometido, pero le tengo la solución.

—Gracias, sólo lléveme al hotel.

—Mira, chico, tengo una vecinita que tiene una urgencia. Acaba de ser aceptada para la universidad; pero tiene que enviar la inscripción y su madre no la ha juntado, tiene otro hijo que requiere cuidados especiales.

El taxi avanzaba como arrastrándose de vergüenza, despacio y envuelto en el calor del desierto —intenso, bajo un cielo que ya negreaba—, ante tanta y tan colorida luminosidad que entraba por las ventanas haciendo cambiar de color, segundo a segundo, la atmósfera dentro del auto.

—¿Por qué no lo resuelve usted?

—Imposible. La conozco desde que era muy pequeña. Algún tiempo salí con su madre. La criatura me tiene toda la confianza y me pidió que le ayudara; con mil dólares junta lo de la inscripción. Es una niña muy hermosa.

—¡Mil dólares!, ¿pues de qué lo tiene?

—No ha entendido, ella no es prostituta. Es mi vecina y tiene sólo 18 años.

—Así fuera Emma Watson; no, gracias. Sólo lléveme al hotel.

Cruzaban frente a rincones importados, impostados de Venecia, pirámides egipcias, arcoiris etéreos de láser, gigantescas fotografías luminosas de las cantantas y los cantantes que amenizaban los shows, alguna pelea de box en promoción, dinosaurios descomunales y muchas excentricidades más, que formaban un cuadro kitsch. El becerro de oro. El elogio del dinero.

—Mira, chico, cuando me contó su plan para reunir el dinero yo le dije que no lo hiciera, que yo intentaría conseguir los dólares, ya encontraríamos la manera de juntar la cantidad; no lo hemos logrado y el plazo se vence. Ya le aporté lo que pude, pero yo también tengo a mi familia: una mujer y tres chiquillos que sacar adelante. No me parece bien que ella haya llegado a esa decisión; pero si no va a la universidad, si se queda aquí, ése va a ser su destino. No se lo hubiera propuesto a nadie. No lo he hecho. Pero de pronto apareció usted, con su cara de cura, y luego habló de rechazar la prostitución. Estoy seguro de que usted será gentil e intentará alejarla de esas soluciones. Además, le insisto, es muy hermosa. Mucho más que la Watson.

Por suerte llegamos, pensó Carlos, y sólo dijo:

—¿Cuánto le debo? —pagó y bajó del auto.

Subió al bar de la terraza del último piso del edificio. Pidió una botella de ron. No le gustaba que le sirvieran las copas chiquiteadas. Lo que sobrara lo llevaría a su habitación. Coca y agua mineral. Como ya había cenado, no ordenó alimentos. Una banda de jazz animaba el lugar: un negro, dos orientales y dos mexicanos. Lo hacían bien. Era el bar discreto, en el mirador. La primera copa la apuró con cierta prisa. Si no se tomaba algunos tragos, se le dificultaría dormir. Era un sedativo. Lo necesitaba.

Levantó la vista para llamar al mesero y una aparición le pasmó. Cabello ensortijado y castaño claro sobre los hombros. Ojos de color miel, profundos; el rabillo a mayor altura que el lagrimal, como un par de almendras. Mejillas aún de niña, redondas, sin marca alguna que mostrara huellas de tiempo. Nariz perfecta y boca de labios, aunque delgados, dibujados por Botticelli. Eso cavilaba, cuando ella le mostró una sonrisa de estrellas líquidas, que le prodigó un golpe de vacío en el estómago, se le acercó y le dijo en inglés:

—Hola, soy Breadhie. Phillip me trajo —y señaló hacia la entrada del bar, donde se encontraba sonriente el chofer del taxi que lo condujo al hotel. Saludó levantando un brazo hasta casi topar con el borde de la alta puerta y anunció con un ademán su retirada.

Carlos no reaccionó, hasta que ella le preguntó si podía sentarse. Titubeó y dijo:

—Sí —buscó con la mirada al taxista para invitarlo también, pero ya no lo encontró.

Se levantó empujando su silla, sobre la que colgaba el saco, hacia atrás, para sujetar la otra y ofrecerle asiento. Ella recogió su falda para aposentarse y él con una rapidísima mirada pudo percatarse de los hermosos y redondos glúteos de la chica.

Volvió a su sitio. Le ofreció una cuba; ella prefirió una cerveza. Del intenso calor veraniego se resguardaba con una blusa corta, sin mangas, que permitía adivinar unos pequeños senos, firmes y dulces, quizá ayudados por un wonderbra. Su piel era de leche.

Por un instante le cruzó la idea de que podría ser una trampa. Quizá no tendría ni la mayoría de edad. Pensar eso lo incomodó consigo mismo.

Breadhie —así dijo llamarse— buscó al mesero. Carlos aprovechó para ir al baño. Se lavó la cara, como queriendo refrescar sus pensamientos. Tampoco podía correrla, pensó. Se aliñó la camisa; el saco permanecía colgado en el respaldo del asiento. Con las manos húmedas se echó el cabello hacia atrás. Al salir, consultó a un mesero, que le confirmó que no permitían entrar al bar a menores de edad ni acompañados de sus padres. Se tranquilizó. Volvió a la mesa.

—Entonces, tú eres Breadhie; yo soy Carlos —y le tendió la mano; las estrecharon y pudo sentir la suavidad de su piel láctea y presenciar una sonrisa franca y cálida, una sonrisa de niña honesta—. Supongo que, ¿Phillip?, te habrá informado de mi manera de pensar.

Ella asintió con timidez y cierta picardía en la sonrisa de sus ojos.

—¿Así que te vas a estudiar?

—Sí, me aceptaron en UCLA. Quiero estudiar arte y me becan en un programa de nado sincronizado. Formo parte del equipo junior de ballet acuático estudiantil de Las Vegas. Pero tengo que pagar la inscripción, el alojamiento, el traslado, comprar cosas básicas y muchos otros gastos.

Sus ojos chispeaban mientras jugueteaba con los dedos o con la servilleta en las comisuras de los labios, queriendo representar una postal sexy, pero que a la mirada de Carlos era la viva imagen de una niña pícara y precoz, lo que ahondaba su sensualidad. Nada más de pensarlo, Carlos sintió un jalón de cabello púbico. No sólo en la cabeza se hacía bolas, también entre las piernas.

—Vivo con mi madre —continuó—, tengo un hermanito interno en una institución costosa, y ella además corrió con todos los gastos de la graduación y no pudo juntar los cuatro mil dólares que necesito ahora. Ya sólo me faltan mil —agachó la mirada y, cándida, agregó—: no tienes que dármelos todos. Unos seiscientos casi me sacan de broncas, te lo recompensaré —dijo y agachó la mirada de nuevo y se envolvió en su sonrisa de estrellas.

—Pero tú sabes cómo pienso. Eres muy hermosa; pero yo creo en el amor y no admito que se deba o se pueda comprar…

—¡Shhhh! —lo interrumpió, colocando un fino y pequeño dedo sobre sus labios—. Ven, vamos a bailar —y lo arrastró hacia la orquesta. Se colocó frente a él. Bajo las tenues luces de la pista pudo percatarse ahora de la maravilla de su ombligo, milagro de perfección, pequeño y redondo ojo de agua, surtidor, en el centro de esa delgada franja de luz que emitía el cintillo de piel, talle atado de espigas que brillaba entre la minifalda gris a la cadera y la blusa roja que terminaba apenas debajo de las costillas. Bendijo esa moda.

El jazz sonaba suave. Ella movió con ritmo, untando un muslo sobre el otro, un par de piernas de músculos marcados. “Ciertamente el taxista no había mentido: era perfecta, la imagen misma de la gracia y la divinidad”, pensó Carlos. Se le acercó para pasar el brazo tras su cintura de trigo; ella se le unió hasta rozar su cuerpo en la cadencia del baile. Sintió su ligera humanidad de gaviota tibia. La boca de Breadhie apenas llegaba a la altura de su corazón; cubierta por la barba de un par de semanas, descansó su mentón sobre su cabeza y pudo oler en su cabello la limpiedad de cuerpo y alma, como un aura pura que vaporizaba gladiolas. Podría levantar sobre sí su ligero cuerpo como se acostumbra en el ballet, pensó, y se sonrojó.

Mientras bailaba, concentrándose en sentir el instante, se decía: “Debemos estar listos para no dejar pasar el camión de la vida porque, si lo hacemos, la vida es la que pasa de largo y quedamos como simples espectadores a la vera del camino”. Pero nunca había pagado por ser amado. Su oposición a hacerlo era un compromiso con él mismo. Y si algo valoraba era “el inefable placer de la congruencia”, al que en sus años de estudiante había leído aludiendo a Sartre.

Quizá por eso nunca se casó.

Su distracción lo hizo equivocar el paso. Pidió regresar a la mesa, no sin antes haber sentido los roces de ese cuerpo de gacela, esa fuente de agua con olor a leche tibia y miel, firme y perfecto. Aunque no lo quisiera, imaginó su cintura cubierta por sus manos grandes que casi la abarcaban toda, extendidas, una por el vientre la otra por la espalda. Breadhie le pidió bailar una pieza más.

Siempre pensó que la prostitución era necesaria y no condenaba a quienes recurrían a ella; pero no era para él. Él requería algo de romance, cierta comunicación, un poco más que mera atracción.

Los vecinos de pista y de mesas los veían; ellos, con envidia; ellas, con recelo. Mujeres y hombres fruncían el ceño. Posiblemente porque Carlos no parecía un ejecutivo metro. Sus cuarentaitantos, la barba en apariencia un poco desaseada y con manchones plateados; aunque alto, delgado y de facciones regulares, era un espécimen claramente mexicano; quizá por eso le desaprobaban tan linda y joven compañía. Además, no resaltaban Rolex, Montblanc, ni se acompañaba de guaruras…, ni vestía como ellos sedas Cardin o Saint Laurent.

A él mismo no escapaba la escandalosa belleza de la chica. La condujo de regreso a la mesa.

Aplomaba los nervios apurando sorbos del vaso. Breadhie le contó rutinas, rechazos, la necesidad de ejercitarse, sin obsesión, para poder acceder al equipo senior de nado sincronizado, por estar sana y ciertamente linda; sin imaginar alguna carrera olímpica o nada que se le pareciera. Era fanática del arte. Le interesaba decir lo que pensaba, lo que vivía, la falta de oportunidades reales de ser (“había muchas oportunidades de tener, ¿pero de ser…?”, dijo).

—Podría ser, por ejemplo, hostess, como mi madre, o maestra de kínder (profesiones que no critico) y tener un periodo de vacaciones en Hawái al año, y un auto bueno y un piso en el cual vivir —opción que los mexicanos no tenían y por eso se iban a los Estados Unidos—; pero no creo que uno sea su coche o su ropa.

Tenía mucho que decir y la forma habría de encontrarla a través del arte. Eso es lo que buscaba y para ello había postulado a UCLA. “Pese a ser una niña, además de hermosa es inteligente, sensible e irradia talento”, pensó él.

Breadhie terminó la segunda cerveza, pidió a Carlos que salieran de ahí.

—¿Adónde?

—Vamos a tu habitación. Si quieres, sólo descansaremos.

Pidió al mesero que llevaran el resto de las bebidas a su cuarto. La botella de ron no había llegado aún a la mitad, el tope fijado para dormir a gusto.

Estaba aturdido, reconoció mientras esperaba al mesero con la cuenta. Los tragos comenzaban a imponer su efecto relajante. El jazz. Se sentía bien. La belleza y simpatía de la chica eran confortantes; ya de sí, un premio.

Mas no quería hacerlo, no deseaba faltar a sus principios. “Seguramente ella tampoco”, pensó, “si no fuera un último recurso”. Pero disfrutaba de su compañía, y ella no daba muestras de no estar a gusto. Sugirió que mejor fueran a comer algo. Ella aceptó.

Bajaron.

Descendieron 36 pisos y 16 largos pasillos, en los que aparecían por aquí y por allá salones de juego, hasta el restaurante de mariscos. Exigían reservación, pero aclarado que era huésped y por tratarse de altas horas de la noche en las que ya se encontraban mesas vacías, los admitieron. Entraron en un submarino, a mitad del cielo de Las Vegas, con escotillas y gruesos ventanales que mostraban paisajes océanos por los que deambulaba una variada comunidad marina, viva, que incluía un par de tiburones blancos y una enorme mantarraya, además de todo tipo de peces, algas y anémonas. Carlos pidió un refrigerio y una botella de chardonnay. El plato constaba de dos colas de langosta con un corazón dibujado en salsa roja, en un jardín de espárragos, palmitos y lechugas. Evadiendo la cátchup y la mayonesa del dibujo, estaban deliciosas. Ella comió gustosa la que le tocó. Él picoteó la suya con cierto desgano, pero saboreándola. Bebieron el vino.

Las mejillas de Breadhie se habían encendido vivificando su encanto colegial, reía con descaro; parecía feliz. Sólo tomó un par de cervezas y dos copas de chardonnay: era claro que no acostumbraba la bebida. Interrumpió Carlos para preguntar si quería que la llevara a su casa. Ella respondió que no. De todos modos su madre estaba enterada de que regresaría hasta la mañana. No podía llegar a la mitad de la noche.

—Descansemos un rato —propuso él.

Salieron. Caminaron. Tomaron el elevador. En sus paredes de espejos podían verse reflejados en proyección infinita. Serían como las tres de la mañana cuando llegaron a la habitación. Entraron al amplio y cómodo cuarto. Breadhie se deshizo de las zapatillas y se tiró sobre la cama. Carlos se sirvió otra cuba y salió unos minutos al balcón. El aire era espeso, caliente. Al volver, la encontró dormida. La admiró: una jovencísima gacela reposando; su puchero todavía de niña con la boquita colorada entreabierta le enterneció. “No eran esos sus horarios”, pensó mientras la tapaba con una sábana del clima artificial de la habitación.

Entró al amplio baño sin dejar el vaso. El calor y lo sudado durante el día le pidieron una ducha; la tomó. Apuró su cuba y se lavó los dientes. Todos sus movimientos eran acompañados en la mente por la grácil belleza que dormía en su lecho. Salió del baño.

De la segunda cama había retirado la sábana con la que cubrió a la chica. Ni modo. Se puso una camiseta y un pantalón de pijama y se tendió bocarriba, sin taparse. Estaba contento. Cerró los ojos. Y se durmió al instante con una sonrisa un poco idiota dibujada en la cara.

Habría pasado un microsegundo quizás o todo el tiempo del mundo cuando sintió en la piel de su rostro la caricia suave, muy suave, de unos cabellos de ángel. Abrió los ojos y se le presentó de nuevo, encima de sí, la desestructurante aparición que ya antes lo había desarmado. Los ojos amarillos y dulces, pícaros, la sonrisa infantil…

Breadhie acercó su boca. Él aún no salía del sopor de la imagen cuando sintió sus labios. Ella lo besó con dulzura de lluvia tropical y fresca, con el sabor y el olor de la fruta, con la inocencia del trigo y el centeno. Él correspondió también con suavidad. Apenas presionando con sus labios gruesos y usando sólo la punta de la lengua para acariciar las finas comisuras de su boca. Breadhie se montó sobre su pecho y siguió besándolo en silencio.

La suave luz de detrás de las lunas permanecía encendida al igual que la música de fondo que no alcanzó a apagar antes de quedarse dormido.

Su olor a mies, fruto y semilla, a almíbar, la suavidad láctea de su piel, los labios juguetones de frambuesa le provocaron la erección. Sintió un poco de vergüenza al comprobar que Breadhie lo percibió al instante. La besó con gusto, con cariño, con ternura, despacio, como mostrándole un camino placentero en el que no se deben apurar los tiempos.

Ella se había quitado la falda y el sostén conservando la pequeña blusa. Él atisbó una pera de miel sostenida por una tanga color calabaza; y pudo sentir sus senos, redondos, firmes, perfectos que con holgura podían cubrir las palmas de sus manos. Se acercó a uno y lo besó.

Mientras lengüeteaba esos duraznos con puntas enhiestas, Carlos acariciaba a Breadhie la menuda espalda, su pequeña cintura de trigo; luego deslizó sus amplias manos por los delicados, deliciosos y redondos panes tibios de sus nalgas.

La deseaba, lo reconoció. El endurecimiento entre las piernas se lo remarcaba. Sí, la deseaba.

Ella lo besó de nuevo y le hizo sentir el refresco, la novedad del aire. Él tuvo un instante de lucidez y se levantó, caminó al baño, con el miembro ladeado por la trusa y el pantalón de lino de la pijama que aún portaba, para colocar unos billetes y obtener un paquete de tres condones y un pequeño frasco de vaselina del despachador. Ciertamente aplaudió el plus del hospedero. Se sirvió otra cuba. Quería dejar atrás, mas no podía, la sensación de ese cuerpo pequeño y firme, de proporciones perfectas, que aún sentía en las manos, que aún le palpitaba en el pecho y ya sus labios y su miembro extrañaban.

Volvió al dormitorio donde Breadhie lo esperaba, desnuda ahora, encima de la blanca sábana. Dedicó unos segundos a sentir el arrebatamiento de la anunciación. La mera visión le erigió de nuevo la bandera. Breadhie era una delicia, pequeña, nítida, perfecta. El suave triángulo de su vello púbico, rubio, coquetamente recortado; su cintura dorada, espiga; el pequeño y perfecto ombligo, surtidor; las redondas tetas con sus lenguas pezones…, esa visión le redobló el deseo. Pero más allá de ella, más allá de su respuesta lógica y animal, le conmovió el espíritu: él había paseado por Praga y por París, se extasió frente a la “Noche estrellada” en el MAM, Chichén Itzá le obligó a cuestionar parámetros, el mar Caribe le entibió el corazón y el Popo le devolvió a su diminuta estatura humana, pero nunca le arrobó tal experiencia estética, extática: arquitectura, pintura, música, danza… se rendían ante el maravilloso espectáculo de ese cuerpo terso, exacto.

No supo de dónde emergió esa explosión de cariño combinada con deseo. Se despeñó a sus abismos.

¿Y los principios? ¿En adelante creería en el amor a primera vista? Mmmmh, nunca había desechado esa posibilidad.

Ella esperaba: desnuda, virginal, espléndida. Él se despojó de la camiseta, del pantalón de pijama y de la trusa que le oprimía. Adoptó una postura parecida a la que ella montó al despertarlo. Las rodillas sobre la cama, enmarcando los muslos de la chica, sus manos junto a los hombros: acercó la boca para besarla. Lo hizo de nueva cuenta con ternura: los labios apenas oprimiendo los labios, la lengua rozando las comisuras y saludando discreta a su par; mordisqueando apenas. Se apoyó en los codos y sus manos, libres, retomaron con tacto su fronde: la izquierda sobre los senos, la derecha en los orondos glúteos. Acercó su boca al oído y dijo: “Me gustas”, con un soplido suave; ella reaccionó con risa infantil. Corrigió, y acarició con la lengua. Volvió a la boca.

Sus dedos, las palmas que los sostienen no dejaban de maravillarse. Carlos había amado a mujeres muy hermosas; pero su pecho, sus hombros, sus brazos, sus manos, labios, ojos no salían del encanto de sentir la piel, los pequeños y bien marcados músculos, las suavidades sedosas y núbeas del cuerpo de Breadhie, y de sus delicados labios que lo besaban con gracia y grosella.

Carlos pensó que babeaba e inició un camino descendente sobre el cuerpo de Breadhie. Besó su largo cuello, lo mordisqueó; sintió cómo el pequeño y fino vello de los antebrazos se le erizaba. Pasó la lengua alrededor del pezón del seno izquierdo, lo mordisqueó un poco, cubriendo con los labios los dientes; hizo, democráticamente, lo mismo con el seno derecho. Volvió a sentir el confort de que en su bella y redonda pequeñez, succionándolos, alcanzaba a sentirlos en el centro de su paladar. Le mordisqueó la cintura gramínea y sintió cómo recibía las caricias con un poco de cosquilleo, pero siempre con placer. Metió su lengua en el milimétrico cráter de su ombligo, porcelana china, dedal, semilla. Siguió su camino hacia abajo: mordisqueó los confines, seto de su suave vello recortado y delineado; bajó a la hogaza de sus muslos en la zona de la entrepierna. Podía sentir cómo ella lo disfrutaba, pasando lista en el centro de su placer y de su ser. Mordisqueó, lengüeteó, besó ambas ramas que florecían tulipanes, rozando con la nariz los labios de la boca, como rozando apenas el portal de la vida, al pasar de uno al otro muslo. Ella recibía con gusto el religioso tributo a su cuerpo. Él lo notó al ver cómo descansaba las palmas de las manos boca arriba, lacias, por el momento concentrada en sentir. La colocó boca abajo para recorrer con la boca la parte trasera de los muslos, mientras con el pulgar de la mano izquierda se presentaba con delicadeza en los abismales contornos del centro de sus nalgas y con el índice de la derecha acariciaba los labios vaginales y el clítoris con suavidad. La respiración de Breadhie repiqueteaba como campana.

Ascendió a mordisquear las nalgas, acompañado de lo que sus dedos prodigaban. Sintió cómo la chica, pan dulce de centeno, se estremecía. Repasó lengua, labios y dientes por el atado de su cintura hasta llegar a la nuca (sin olvidar el trabajo manual), la mordisqueó y percibió una vez más cómo el frágil cuerpo amasado de amaranto respondía. La hizo girar de nuevo y besó su boca fresca de menta y hierbabuena, su boca de manantial, de noticia, ajustó su cadera de niña y tomó sus piernas y las montó sobre sus hombros. La penetró con suavidad, despacio, manteniendo la mano izquierda en sus glúteos, acariciando los abismales, concéntricos, precipicios. Comenzó a moverse de dentro hacia afuera, saliendo por completo para hundirse de nuevo, con ritmo lento, seguro. Erguido sobre sus brazos, la boca y los senos de Breadhie le quedaban lejos; mas en su vaivén los besaba esporádicamente.

Luego de unos minutos de moverse, cada vez con más intensidad, vio la explosión jadeosa de la chica. Los pezones inflamados, la costra de piel erizada detrás de sus glúteos de pan, los ojos entornados y la leve sacudida de su cuerpo, le hicieron saber que Breadhie alcanzaba la meta. La besó; detuvo el movimiento. Ella recibió el beso como un ramo de flores, como un sorbo de vino para remojar el pan. Con los ojos cerrados, lacia, relajada.

De pronto, tomó a Carlos por las caderas, apretando su cuerpo para impedir que saliera el miembro que seguía en pie, lo tumbó sobre su espalda, colocó las manos sobre los velludos pectorales y asentó los pies sobre el colchón a los lados de sus caderas. Comenzó a moverse; su cuerpo era música circular, bailaba y dentro de ella la batuta obedecía a su ritmo. Giraba la parte baja de su cuerpo, y él, minero entre diamantes de una dicha que le deslumbraba, estiró todos sus músculos mientras su presumible descendencia chocaba con las paredes del preservativo. Ella seguía moviéndose con rabia olímpica, hasta que Carlos la detuvo.

—Espera, ya estuvo.

—¿Tan pronto? —dijo ella mientras apretó por dentro y le hizo escurrir las últimas gotas de simiente. Para descansar de tan febril danza tiró sus piernas hacia atrás y reposó su cuerpo sobre el de Carlos. Él pensó que las rutinas gimnásticas hacían milagros. Dibujó nubes sobre su espalda con las yemas de sus dedos.

Luego de apenas unos segundos, quizá minutos de tregua, Breadhie dirigió su mano derecha al miembro de Carlos, le retiró el condón y lo vio a contraluz para verificar que ningún imprevisto pudiera pasar.

Tomó un clínex de encima del buró y se lo dio, él se limpió el miembro. Ella le dijo que era magnífico. Que no bajaba del cielo. Lo besó de nuevo, suave, muy suave. Le besó los ojos y le dijo que eran lindos, como sus educadas y amplias manos que “¡sí sabían lo que hacían!” Lo siguió besando. Y ahora fue ella quien empezó a descender por el cuerpo de Carlos. Él reposaba, pero le acompañó con las caricias de sus manos. Ella le mordió los pezones, provocándole un poco de dolor. Caminó pasillo abajo por el vientre —que él hundió para ocultar la leve panza— y llegó hasta el cacto sin espinas de su miembro: se encontraba lánguido. Lo besó; pasaba los dedos con sus uñas delicadamente por entre el ramaje de cabellos oscuros, sintiendo cómo lograba en él un cosquilleo. Mordisqueó entre las piernas, besó las tunas de los testículos, el miembro, mientras le rasguñaba ligeramente las nalgas. Luego lo metió en su boca y lo succionó hasta hacerlo despertar, hasta volverlo el mástil que era, el faro acostumbrado a buscar la luz en medio de la noche húmeda y marina. Ya parado, le colocó un condón, y lo volvió a meter en su festiva vulva de agua. Se estiró sobre él (en la cama parecía de mayor estatura que en la pista de baile, pensó él) y comenzó a moverse, de nuevo, con ritmo circular, haciendo que el pene de Carlos rozara sus paredes internas mientras frotaba el clítoris con sus huesos pélvicos. Él volvió a acariciar el pequeño ojo cerrado de su chica con el dedo meñique, al que había envaselinado; lo introdujo un poco. Ella se movía más y más vehemente, la sensación novedosa del dedo que hurgaba sin lastimar y empujaba el miembro cuando en su circuito pasaba por ahí, le hacía sentir cascadas.

Era ella quien se movía, encima de él; mas no como antes, cuando auténticamente bailó sobre su faro. Ahora, sus piernas apenas abiertas, aprisionando las de él y dirigiendo la danza le daban ciclónicas pulsaciones internas. Se percataba que Carlos apretaba el culo y empujaba para arriba su bandera. Ella lo sentía por todo adentro, y el dedo detrás le encantaba. De repente vio cómo él bajaba la otra mano por la espalda hasta su cadera y sin sacar el dedo de su sitio la comenzó a hacer girar con mayor rapidez, inyectando un poco de fuerza, ella sintió de nuevo que se desbarrancaba de una nube de frescura y agua, cerró los ojos y levantó la cara, aun así pudo notar que él se estiraba como dicen que lo hacen quienes mueren, con seguridad tenía un orgasmo, los habían logrado empatar. Ambos apretaron no queriendo desperdiciar los últimos estertores. Breadhie se desplomó, él sintió cómo su ligero cuerpo de ala pesaba ahora un poco más.

No supo ninguno de los dos qué más pasó hasta que un sol picante les sacudió de los sueños —no habían cerrado las cortinas—; se encontraron de nuevo sus miradas, Breadhie encima de Carlos, los dos desnudos, satisfechos, casi felices. Ella lo besó; la había pasado súper, le dijo, pero tendría que irse pronto. Él le propuso desayunar. Ella lo volvió a besar. Le agradeció. Obviamente, Breadhie no era virgen, pensó Carlos, pero quizás nunca antes había tenido un orgasmo. Mas no dejó de reconocer que, en realidad, la cogida se la propinaron a él. Lo recordó, uuuuffhh, y su miembro —al que sentía un poco rozado— se le desperezó; comenzó a levantarse, al igual que él.

Se ducharon juntos, lo que permitió a Carlos una vez más experimentar el arrobo ante la belleza y la frescura adolescentes. Ella le enjabonó la espalda y frotó en ella sus pechos. Él la enjabonó y con el miembro erecto pudo confirmar que nunca había visto tal perfección: con sus senos pequeños, los huesos frontales de su cadera ahuecados, su cintura menuda y sus nalgas de pan necesario para sobrevivir.

Bajaron a desayunar. Caminaron por pasillos y salones. Antes del lobby, tres mujeres como de sesenta años, apiñaban fichas redondas que iban metiendo una a una a las maquinitas con el afán de ganar la apuesta. Más adelante, en el desayunador, ella pidió un jugo de naranja y unos huevos a la mexicana.

—Estoy muerta de hambre —dijo.

Él desayunó unos pan cakes. Salió por un momento, fue al cajero de la entrada y sacó mil dólares. Regresó a la mesa y sin hacer aspavientos se los dio. Breadhie le sonrió. Y los guardó en su bolsa. Le dijo a Carlos que le gustaría volverlo a ver; escribió en una servilleta su correo electrónico y el número de su celular, que obviamente cambiaría cuando llegara a Los Ángeles.

Al salir del hotel les golpeó una ola de calor desértico. Carlos se quitó el saco y le pidió a Breadhie que lo sostuviera mientras pedía el taxi. Arrugó la servilleta y la depositó, con discreción, en un basurero.

Subieron al auto. La dejó cerca del Centro de Convenciones: ella lo besó varias veces antes de alejarse. Él enrutó al aeropuerto. Se tiró sobre el respaldo:

—¿Cuál es la diferencia de un equipo junior y uno senior? —preguntó.

El taxista le informó que ambas categorías aplicaban a niños y niñas, el primero era hasta los 18 años, el segundo partía de los 19.

Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos; no quería ver el fastuosismo de oropel. Debajo de sus párpados como en la pantalla de cristal líquido se sucedían las imágenes de la belleza nutricia, abismal, de Breadhie. El taxi avanzaba otra vez despacio como escarabajo amarillo del desierto. Sintió un poco de ridículo por haberse presentado como un maestro y luego verse sacudido como un torpe párvulo.

Al entrar al aeropuerto el aire acondicionado le golpeó; se colocó de nuevo el saco sobre las espaldas. Al meter la mano al bolsillo encontró los diez billetes de 100 dólares que le había dado a Breadhie. Quiso volver atrás. Recordó la servilleta arrugada en el contenedor y los escasos segundos en que ella sostuvo el saco, al momento en que sus compañeros de viaje lo alcanzaban:

—¡Pendejo, la noche estuvo de maravilla! No sabes de lo que te perdiste… ¡Pinches viejas, estaban buenísimas!

Lo jalonearon hacia el mostrador de la línea aérea.

—Documentemos y vamos a desayunar, estoy crudísimo —dijo el director comercial— y preguntó a Carlos: ¿tú ya desayunaste?

—Sí —respondió—. Pan y miel —agregó como para sí, cabizbajo.

Tras el ventanal podía ver un jet que despegaba hacia algún lugar desconocido.

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