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Las ventajas del baladista

Las siete décadas y media de Elton John.

Marzo, 2022

Posiblemente el nombre de Reginald Kenneth Dwight no le diga mucho, o incluso nada. Otra cosa es su nombre artístico, con el que le prendió fuego a su piano y llegó a la estratosfera de la fama casi desde el inicio de su carrera musical: Elton John. Cantante, pianista y compositor, el músico británico tiene ya una carrera de más de 50 años, ha lanzado más de 30 álbumes de estudio y ha vendido más de 300 millones de copias en todo el mundo, siendo uno de los artistas musicales más exitosos de la historia. Con una “biopic” a manera de homenaje —Rocketman—, con cinco premios Grammy, otros tantos Brit, además de dos Globos de Oro y dos Óscar, con su enésima conquista, la de la generación Z —que lo ha devuelto al número 1 con su más reciente disco—, este 25 de marzo Elton John llega a los 75 años de vida. Y sí, aquí lo celebramos…

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El viernes 25 de marzo de 2022 el británico Elton John cumple siete décadas y media, de las cuales más de medio siglo las ha dedicado a su carrera musical si tomamos en cuenta que su primer álbum de estudio, Empty Sky, data de 1969, con apenas 22 años de edad. Es un buen pianista que no ha grabado un solo disco maniobrando las teclas sin acompañamiento de ninguna especie —como lo hiciera en su momento, con bastante fortuna, Billy Joel—, y como están las cosas en las plataformas digitales las posibilidades son cada vez más escasas, de manera que no habremos de percibir, nunca, el seguramente magnífico resultado aleatorio de un pianista enfrascado, sobre todo, en la balada pop, asunto que constata, orgullosamente, en su disco de 2021: The Lockdown Sessions, donde aparece en la portada con el necesario cubreboca, con colaboraciones de artistas entregados de lleno a la industria de la música dolarizada como Dua Lipa y con músicos de comprobada veteranía como Eddie Vedder y Gorillaz.

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Reginald Kenneth Dwight, originario del pueblo Pinner en Middlesex, Inglaterra, tocaba ya a los 16 años el piano en el grupo Bluesology, en 1963, por las noches en el bar del hotel Northowood Hills.

—En realidad acompañábamos a Long John Baldry —dice.

Su trabajo es apreciado, pero no es sino hasta los 22 años cuando logra editar, en 1969, su primer álbum: Empty Sky, y de ahí en adelante, sobre todo con la salida de su segundo disco (Elton John, en abril de 1970), el tecladista se acomodaría con rapidez en el sistema de la fabricación de acetatos.

La virtud de Elton John vendría siendo su facilidad para introducirse hasta el fondo del ámbito roquero a pesar de ser, todo él mismo, el sinónimo de la balada. Que es decir, del pop (la derivación declaradamente comercial del rock, la disminución voluntaria de la radicalidad roquera, la aceptación tácita del proceso de la mercadotecnia empresarial: después de todo, el artista no se invisibiliza detrás del producto de mercado). De no ser por el largo periodo de la denominada disco music durante la década de los setenta en la cual diferentes músicos y cantantes torcieron sus respectivos brazos para abandonarse a una transitoria moda que no les correspondía (¡The Rolling Stones, Rod Stewart o The Sparks haciendo música para discotecas y compitiendo grotescamente con Donna Summer!), todos los otros trabajos de Elton John parecieran estar elaborados, y eslabonados uno tras otro, a punta de cincel, si bien es admirado precisamente por tallar canciones aparentemente sencillas.

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Sus discos Victim of Love (1979) o Jump Up! (1982), por ejemplo, parecen una broma de mal gusto dentro de su enorme catálogo. El primero incluye una versión, ¡para discoteca!, de “Johnny B. Goode” que ofende no sólo a su creador Chuck Berry sino a los seguidores de la música del propio Elton John, porque se aprecia con claridad que la grabación se hizo con premura sólo para escalar las listas en el hit parade, además de que en todo el disco no hay una sola composición suya: todas, a excepción de la de Berry, son de Pete Bellote, un hacedor de piezas bailables exclusivamente para discotecas. ¿Cómo pudo un artista del tamaño de Elton John permitirse tal condescendencia?

La respuesta, hoy, ya no obliga a la reflexión porque, debería entenderse así, los artistas están entregados al mundo de sus inversiones. Esto es, están, por decisión propia, en el negocio de los espectáculos; por lo tanto, su deber es producir mercancía que reditúe las costosas inversiones empresariales.

Elton John, entonces, sabe muy bien cuál es su papel en el orbe de la música.

¿Y por qué subrayar esta lógica del mercado? Porque con el rock y sus primeros roqueros, a pesar de su inmersión en la venta musical, no era prioritario el enriquecimiento, asunto preferente para las “estrellas” producidas desde el interior de las casas discográficas, arreglos y acuerdos de los que estaban exentos, supuestamente, los dignos roqueros cuyos compromisos sólo eran consigo mismos. Por eso los ejemplos de Elvis Presley o de Los Monkees determinaban los aspectos fronterizos a los que podrían llegar, o rebasar, los artistas. Y Elton John, desde un principio, estuvo más que consciente de sus alcances comerciales: con su piano sabía hasta dónde era capaz de limitarse o extralimitarse.

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Independientemente de su carácter como pianista y compositor, de inobjetable calidad, Elton John, ciertamente, recurre a una fórmula musical que no ha cambiado desde su inicio: sus canciones son una sola larga suite. En su álbum The One (1992), en efecto, contiene, como en todos sus otros discos (de los setenta hasta los producidos en la segunda década del siglo XXI, como The Diving Board, de 2013, o Wonderful Crazy Night, de 2016), muy buenas canciones (porque conjugan destreza en el piano, eficacia vocal, lírica mesurada, musicalidad, arreglos y armonías creativos) como “Simple life” o “Runaway train” o “Understanding women”, pero también se entrega a sus cartabones para repetirse gustosamente una y otra vez (“The one” o “The last song”). Como en todos y cada uno de sus más de treinta álbumes de estudio.

La ventaja de ser un baladista universal es que lo mismo se le acepta en los corrillos donde los pingüinos abundan que en los lugares más pesados y undergrounds, si es que todavía queda alguno por ahí. Un baladista puede pasar por roquero sin ningún inconveniente. Un baladista, si es bueno, puede interpretar rock o soul, funk o blues, country o góspel. Porque por algo es un buen baladista, es decir un cantante que no se mete en problemas con los géneros musicales.

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¿Por qué se dice que determinado músico es una “superestrella” del rock?

Porque hace, o puede hacer, lo que le venga en gana, como crear algunas canciones memorables; pero también porque hace funcionar fluidamente los engranajes de la maquinaria industrial de la música, quizás a su pesar. Anunciar, digamos, Diet Coke como si se estuviera componiendo la canción más exitosa del mundo. Porque lo que sucede con artistas prominentes como Elton John es que, al menor descuido, mientras más distantes se hallen del hombre común más solicitados serán en las audiciones masivas. Porque se tiene la idea, por algún prurito indefinido, de que a las idolatradas figuras del espectáculo les molesta toparse con las zafiedades terrenales. Por eso, durante por lo menos varios años en la década de los noventa del siglo XX, para tratar de hablar con Elton John era necesario primero hablar con el hombre responsable de las Relaciones Públicas de la Coca Cola, quien decidía si el pianista podía, o no, tener tiempo para conversar con uno. Y ese mismo hombre de la Coca Cola era con quien se debía acordar si Elton John podía, o no, ofrecer un concierto en tal punto de tal país.

Coca Cola, por ejemplo, dijo que sí viniera Elton John a México en 1992.

Y fue una buena noticia.

Porque, sin duda, se trata de uno de los compositores que, aun a costa de su trabajo que en ocasiones lo hace como si tuviera enfrente suyo una receta de cocina, no ha cejado en su empeño de engrandecer el pop, esa música que es el puente entre el fin y el principio de la honorabilidad musical.

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La ventaja del baladista es que es capaz de tapar el Sol con un dedo. La ventaja del baladista es que no se somete a ninguna presión de la crítica, porque juega sus cartas siempre con el comodín como as. La ventaja del baladista es que con una sola canción como “Oscar Wilde gets out”, de su álbum The Diving Board, puede dejar satisfecho al melómano por el resto de sus días sin volverle a pedir al compositor ninguna otra canción. La ventaja del baladista es que no se le exige un álbum, sino sólo una buena canción ocasionalmente. La ventaja del baladista es que mientras deciden su futuro en una mesa de negociaciones, sin su presencia, él se toma tranquilamente una Coca bien fría, aun siendo él mismo un pianista envidiado por otros músicos debido a sus dotes naturales en la composición musical.

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